Escuchar la pieza favorita llena el alma y modifica o complementa el estado de ánimo. En última instancia, la música mueve nuestro interior y la emoción que suscita es común a todos los seres humanos, es por ello que el arte sonoro nos hace más empáticos, mejores personas y nos eleva a terrenos de mayor altura espiritual.
Te daría el regalo de la música
para que pudieses conocer tu propia alma.
Betty Kingsley Hawkins
Mi primer contacto con la música fue muy familiar, desde los siete años de edad. Sucedió en casa, en lo que llamábamos el despacho de papá, refugio de música y libros que le daban a él –autodidacta del violín- un merecido sosiego luego de una semana agotadora. Lo mejor de la habitación estaba frente al escritorio: un tocadiscos de tapas negras. Papá nos enseñó a mis hermanos y a mí a usarlo: «Con mucho cuidadito, ¿eh?», añadió al explicarnos cómo bajar el brazo de la aguja para no rayar los discos.
Por esa época, gracias al tío Miguel tuvimos prestado por años un piano Steinway café de media cola. Si el tocadiscos me cautivó, el piano me hizo descubrir, dicho con una frase popular: «De aquí soy». ¿Cómo lo hizo? Sin saber que así se llamaba ni poder describirla, viví una constante experiencia estética, algo que entendí mucho mejor con los años y los libros, cultivando muchas obras de la buena música, por casi medio siglo. La música es como el firmamento: descubres una estrella y a su lado otras más brillantes aún… y no acabas.
SI NO TE EMOCIONAS, NO ERES HUMANO
El hombre tiene por naturaleza un espacio de libertad interior: su capacidad de contemplar y gozar las cosas bellas. Esta sensibilidad varía en cada persona, pero siempre se posee y está íntimamente unida a la capacidad de conocer la verdad y tender hacia lo bueno.
Es plenamente humano vibrar y emocionarse, aunque sea poco, ante el silencioso esplendor de un paisaje, la expresión de un retrato artístico, el ritmo y cadencia de una poesía, o la armonía y fuerza arrolladora de una melodía. Quien no dice o piensa: «esto es bello», poco se distingue del animal, que sólo gusta las cosas y tiende hacia ellas, las apetece y devora por instinto.
Al ser humano, más que gustarle algo es atraído por la belleza misma de las cosas, y sólo así comprende mejor la realidad; entiende –sin saber cómo– que esa belleza entra en sintonía con sus anhelos y sentimientos. Lo mismo le sucede al asomarse al fondo del corazón de sus semejantes, ve más adentro. La capacidad de experimentar lo bello es un extra de la inteligencia, más «antenas» para captar la realidad.
Quien no desarrolla la capacidad de experimentar lo estético, sólo advierte fríamente elencos de datos duros, noticias aisladas, reacciones humanas, mecanismos cibernéticos, realidades desconectadas del resto. Termina por sobrevivir en un nivel inferior de conocimiento. Emocionarnos ante lo bello nos concede, de golpe, una comprensión profunda del ser de las cosas y personas, percibir sentimientos propios y ajenos, nos hace cargo de un problema humano, y más…. Por tanto, sería un crimen desdeñar la urgente necesidad de formar «para gozar de lo bello» desde la más temprana edad de los niños. Sólo así comprenderán lo más importante de la vida, ya que «lo esencial es invisible a los ojos».1
Conozco un ejemplo vivo y sencillo de formación estética en un jardín de niños. La maestra avisó a los pequeños que comenzaría la clase de música y les pidió que se recostaran en colchonetas y cerraran los ojos. Les puso la versión coral Jesu, Joy Of Man’s Desiring BWV 147 de Johann Sebastian Bach. Al terminar, la profesora indicó: «¡Abran los ojos!» y descubrió a un pequeño con el rostro bañado en lágrimas. Ella le preguntó qué le sucedía, a lo que el niño respondió con un «no sé».
En ese salón de clases se consiguió que el pequeño alcanzara una experiencia estética, aquella música sublime le enseñó algo invisible, nuevas sensaciones vibraron por dentro, sus sentimientos conectaron con nostalgias profundas, ansias de bien, verdad, infinito o de Dios. No sabemos. Lo seguro es que a esa semilla sembrada se sumarán otras miles y, sin duda, darán fruto a su tiempo.
«ESAS COSAS NO SIRVEN PARA NADA»
Se cree que la vida trepidante de hoy hace casi imposible gozar de experiencias estéticas, por todos lados se escuchan frases como: «Para eso no tengo tiempo, hay cosas más importantes». El gusto por lo bello se asocia injustamente a lo sentimental, bohemio, cursi, poco varonil… en resumidas cuentas, se considera como algo inferior.
El mundo racionalista en el que vivimos –lo notaba agudamente Benedicto XVI–, se remonta al siglo XVIII, que despreció los sentimientos por considerarlos inferiores y poco manejables por la razón. Casos como un crimen pasional o un adulterio por motivos de enamoramiento eran los ejemplos típicos.
La hipótesis fue demasiado lejos, pues al desdeñar los sentimientos y las emociones se hizo menos humano al hombre. Esto explica la escasa cultura en que vivimos, rodeados de lenguaje zafio, pocos o nulos sentimientos, gulas de gourmet, ansiosos ataques de compras, adicción al sexo, a las redes sociales y a los ciber-chismes. Nuestro entorno es un espacio de seres anónimos, deshumanizados, aislados, crueles y de mirada de corto alcance.
Nuestra cultura, ansiosa de prisas y resultados inmediatos, rechaza dedicar tiempo a escuchar una sinfonía, leer en silencio una hora, tocar un instrumento, zambullirse en una poesía, visitar un museo y perderse «pasivamente» en maravillas del arte, porque se piensa que «esas cosas no sirven para nada».
Las necesidades biológicas son propias del mundo animal, por esa razón se encuentran en el piso más bajo de la antropología. Los griegos antiguos afirmaban que el ser humano fue diseñado racional y erecto, no como los rumiantes: irracionales, inclinados siempre y con el hocico pegado a la pastura el día entero, por eso no contemplan las nubes o la luna llena, no gozan del piar musical de las aves ni huelen el perfume de la tierra mojada, tampoco observan los azulados verdes de un denso bosque. El hombre, en cambio, es un ser único: está erguido y sus ojos vislumbran nuevas dimensiones: mira el horizonte (lejos) y el cielo (altura).
Para tener una auténtica experiencia estética hay que ser tocados en el fondo del corazón por la realidad misma, no sólo por las ideas. Por esto, y entrando al tema de la música, es insuficiente la melodía ambiental de la oficina o del súper: sólo nos regala un entorno agradable o hace menos pesada la compra, empujando el carrito.
Quizá ignorar la formación estética ha hecho proliferar una sociedad llena de niños déspotas, delincuentes y narcos en potencia, egoístas antropófagos –comen y beben sin límite en los antros–, jóvenes holgazanes, enemigos acérrimos de la vida débil (niños por nacer, ancianos relegados) o del matrimonio como compromiso estable. Y la lista sigue. Urge fomentar experiencias estéticas para elevar a cada persona a terrenos de mayor altura espiritual.
LO BELLO PERTENECE A OTRO MUNDO
El Cardenal Ratzinger, después Papa Benedicto XVI, en uno de los Encuentros Mundiales en Rímini, Italia, aseguró que la forma de predicar a Dios en un mundo ateo no es mostrarlo por la vía de lo bueno o lo malo, lo verdadero o lo falso, pues son categorías devaluadas que ya no convencen en un mundo saturado de discursos vagos, proclamas de políticos y tanta palabrería de las últimas ideologías. Ratzinger aconsejaba una tercera vía: via pulchritudinis, «el camino de la belleza», dada la imposibilidad de crear consensos sobre qué es bueno, malo, falso o verdadero. En cambio, la mayoría sí coincide en lo que es objetivamente bello: un paisaje, un atardecer… El mundo necesita urgentemente de consensos. La vía es mostrar a todos lo bello continuamente, desde que nacen hasta que mueren.
El mismo Cardenal Ratzinger, pianista y gran conocedor de música, recordaba siendo Cardenal de Munich: «Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann Sebastian Bach […] dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el último fragmento, en una de las Cantatas sentí, no por razonamiento, sino en lo más profundo del corazón, que lo escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios. Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y, espontáneamente, nos dijimos: ‘Quien haya escuchado esto, sabe que la fe es verdadera. Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan fuerte y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios’».2
La música, en particular la música sacra, puede crear una experiencia y sensación de plenitud difícil de describir, que nos eleva casi como si tocáramos el paraíso y Dios nos quisiera regalar un «pedacito de cielo» para que queramos ir allí a ver la obra completa.
Se entiende así que la música puede llevarnos a Dios y convertirnos, como le sucedió al filósofo Manuel García Morente (1886-1942) en París. En plena guerra civil española (1937), huido de su país, alejado de su familia y sumido en la depresión se rebelaba ante Dios, le parecía demasiado geométrico, frío, distante, desentendido de su dolor. «¿Cómo va a existir Dios amor, si yo no puedo estar con mi familia?, ¿por qué me castiga?». Encendió la radio y en ese momento tocaban la preciosa obra de Berlioz, La infancia de Cristo, en el movimiento «La despedida de los pastores», donde el artista relata el nacimiento de Jesús y el adiós de los ovejeros.
Morente describe esta experiencia estética en su obra El «hecho extraordinario».3 Asegura que al acabar la pieza de Berlioz sintió sumergirse «en un estado de ‘deliciosa paz’. Y de pronto se hizo […] una gran luz. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí».
Esto no es nuevo. Siglos antes, Lope de Vega (1562-1635) describió la música así: «Divina concordancia deste mundo inferior y del angélico. Todo cuanto hay en todo, todo, todo es música; música el hombre, el cielo, el sol, la luna, los planetas y los signos, las estrellas; música la hermosura de las cosas».4
Lo bello pertenece a otro mundo, es signo de trascendencia, como si se abriera una rendija del paraíso y un rayo de la plenitud nos dijera: «ven». Algo que nos invita a ir más allá, a descubrir otro horizonte, algo grande que –queramos reconocer o no– aspiramos a poseer.5
URGE UNA EDUCACIÓN ARTÍSTICA
Se ha estudiado mucho el impacto educativo de la música en la formación de las personas y en la transformación de las actitudes. Basta acercarse a Anthony Storr6 y Alfonso López Quintás,7 entre otros, o admirar la película francesa Joyeux Noël («Feliz Navidad», 2005) que describe cómo, durante la Navidad de 1914, en plena primera Guerra Mundial, la música de bandos contrarios unió en la paz a los militares atrincherados.
Lo bello une personas y crea consensos. Y la buena música, quizá mucho más la música sacra –cauce de diálogo con Dios–, podría recomponer este mundo aparentemente irremediable. La esperanza puede estar en las experiencias estéticas como antídoto o remedio al racionalismo frío y calculador, o al relativismo que causa tanto desvarío ético, y ser el camino –una tercera vía– para salir de muchos laberintos racionales, encerrados en sus categorías.
Cada vez se comprueba más la afirmación: «La belleza salvará al mundo».8 Viktor Frankl recordaba un día en el barracón del campo de concentración nazi: todos los prisioneros cansados, muertos de hambre y tristes; de pronto, entró uno de ellos corriendo para decirles que salieran a ver la maravillosa puesta de sol. El gran espectáculo de colores, en contraste con ese gris horrible y maloliente de sus ropas y de la sucia galera, hizo decir a uno: «¡Qué bello podría ser el mundo!».9
Por qué no pensar que lo bello puede curar uno de los peores males del mundo actual que bien apuntó el Papa Francisco:10 el individualismo. También podría liberarnos de la nueva esclavitud de las redes sociales y del uso indiscriminado de internet, que aísla los hogares y las relaciones familiares.
Ojalá que la buena música y todas las bellas artes vuelvan a formar generaciones en sólidos valores humanos, en el bien y la verdad, bases de la paz. Así volveríamos más humanos, y quizá también, de paso, descubriríamos a Dios.
Notas finales
1 Antoine de Saint-Éxupery, El principito, Editores Mexicanos Unidos, México, 2013.
2 Cardenal Ratzinger, El sentimiento de las cosas, la contemplación de la belleza, Mensaje para el Meeting para la amistad entre los pueblos, Rímini, Italia, 18-24 agosto 2002.
3 Manuel García Morente, El «hecho extraordinario», Rialp, España, 2013.
4 Lope de Vega, Los locos de Valencia, Editorial Castalia, España, 2003.
5 Cfr. Plazaola, Introducción a la estética, p. 314.
6 Anthony Storr, La música y la mente, Paidós, España, 2012.
7 Alfonso López Quintás. La cultura y el sentido de la vida, Rialp, Madrid, 2003.
8 F. Dostoievski, El idiota, p. III, cap. V.
9 Victor Frankl, El hombre en busca de sentido, p. 47.
10 «El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos del propio bienestar». (Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 99).