Diálogo en la universidad  

IS337_Carlosllano_5o_principalCarlos Llano supo conciliar sus aspiraciones intelectuales, humanas y de negocios, gracias a ello impulsó iniciativas como istmo, el IPADE o la Universidad Panamericana, y dejó huella en quienes tuvieron la fortuna de conocerlo.
Convencidos de que su legado debe divulgarse y como un pequeño homenaje en su quinto aniversario luctuoso, presentamos esta sección de seis ediciones que surge del esfuerzo en conjunto con la Cátedra Carlos Llano, en ella reproduciremos parte de su herencia intelectual.

En el abarrotado mundo actual existen tantas posturas y opiniones como el número de personas que en él habitan. Desde esta óptica parece que el intercambio de ideas es imposible. Para promover
su importancia, el doctor Carlos Llano dictó el presente discurso a las diferentes generaciones que egresaban de la Universidad Panamericana en 1986, donde menciona que el diálogo puede darse libremente en la universidad, siempre apegado a la verdad y tolerante, aunque no por ello permisivo.

Terminar los estudios formales superiores es una fortuna. Lo afirmo sin petulancia. Estudiar en una universidad no es poco decir, por más que el nombre prolifere en todas las esquinas.
El filósofo Robert Spaeman, con la precisión y dureza típicas de la raza germánica, medita sobre la institución universitaria. Considera que el que exista un marco de discusión libre de presiones tiene importancia vital para la sociedad contemporánea. Un marco que admita sólo la presión natural del mejor argumento, que haga viable un discurso ilimitado en un ambiente casi utópico como si allí el tiempo no fuera esencialmente escaso. Este marco, evidentemente, no es la ciudad, la pólis, el ágora, la cámara de diputados… es la escuela.
Si Luis Vives –filósofo y pedagogo español– decía que la universidad es el ayuntamiento de profesores y alumnos, que se «ayuntan» para encontrar la verdad, hoy diremos con Spaeman que la universidad es el lugar del diálogo por antonomasia. Lo que en el ámbito político resulta una utopía, tiene en la universidad su topos, su lugar apropiado. Las personas que terminan sus estudios son afortunados precisamente porque han podido hacerlo en el ámbito de buen aire y fermosas salidas que pedía el Rey sabio de Castilla para el lugar donde «se muestran los saberes a los estudiantes». Un aire no contaminado por el smog de los intereses de parte, no constreñido por la presión de la praxis. La universidad así concebida comienza a ser una pieza de museo, un monumento arcaico o, por lo menos, algo que corre el riesgo de desaparecer. Habrá universidad mientras en ella pueda hablarse sin sesgos y tendencias. Desaparecerá en cuanto se convierta en caja de resonancia para intereses exógenos a la verdad misma. El perfil de las universidades no se diseña con el programa curricular de sus estudios, sino con los trazos que configuran su modo de dialogar.

LA REALIDAD NO ES UN PREJUICIO
En la Universidad Panamericana (UP) concebimos el diálogo como un supuesto inamovible y quien no lo admite se incapacita a sí mismo para estudiar con nosotros. Nuestra palabra se somete a la realidad de las cosas. Si una persona no concede que la realidad es anterior e independiente de su pensamiento, el diálogo no podrá iniciarse, por muchos esfuerzos y buena intención que ponga en ello. Todo diálogo debe tener una regla, y ésta, aunque mínima, ha de encontrarse por encima de quienes dialogan y todos ellos han de respetarla.
Con sólo manifestarlo así, nuestra universidad sería hoy calificada de dogmática y, lo que es peor, de ingenua, si no fuera porque el filósofo Hans-Georg Gadamer, desde la autoridad que le presta su método hermenéutico, ha denunciado ya (sacudiendo todos los complejos de nuestro tiempo) la ingenuidad de la crítica a ultranza, la imposibilidad ingenua del prejuicio contra todo prejuicio. Nuestra regla en el diálogo es ésta: hay una realidad objetiva y debemos sujetarnos a ella. Inconformarse teóricamente con la realidad es la postura de un inadaptado irremediablemente patológico.
Prosaico, pero más acertado, será reconocer que la realidad no depende de ninguno de nosotros, que la experiencia común nos dice que la bóveda de los cielos no cuelga, como de un hilo, de la vida de hombre alguno; y que todos podemos morir con la tranquilidad, al menos, de no provocar semejante cataclismo.
El diálogo no puede pensarse más que como el intercambio de dos maneras diferentes de entender una misma realidad, en donde lo mismo es la realidad, y lo diverso es la manera personal y propia de entenderla. Un diálogo convencional, montado al margen de una realidad absoluta, independientemente de los que dialogan, carecería de sentido. No pasaría de ser un juego de artificio –de artificio intelectual, académico si se quiere, pero artificio–, y, como lo expresa Jorge Luis Borges, no serán más que «simétricas porfías del arte que entreteja naderías» porque donde no hay realidad, no hay nada. Cabrá sin duda que los interlocutores consideren un diverso aspecto, zona, nivel o momento de esa única realidad, pero sólo podrán hablar con sentido cuando admitan que esas diferentes perspectivas corresponden a una realidad única y misma; de lo contrario, no habría de qué hablar.
Agustín de Hipona lo dice de manera inesquivable: «Si los dos vemos que es verdad lo que tú dices, y los dos vemos que es verdad lo que yo digo ¿dónde, pregunto, lo vemos? Ciertamente ni yo en ti ni tú en mí, sino ambos en una verdad… superior a nosotros». (Confesiones, XII). Bastaría que esa realidad tuviera para mi entendimiento la función de límite o frontera aún no dominada, pero un límite al que cabe acercarse con acierto –y para eso es el diálogo– o del que cabe alejarse con error.
Y en general, si no fuera posible ver la realidad desde ángulos distintos, no sería posible el diálogo: todos repetiríamos lo mismo. Pero si no fuera posible acercarse a la realidad objetiva de ninguna manera, menos aún habría posibilidad para dialogar: todos hablaríamos de supuestas realidades inconexas, la interna transitividad de nuestro lenguaje se habría atascado por completo. La realidad no es un prejuicio eximible del que nos podamos desprender como de un estorbo inútil.
Antonio Machado parece haber leído a San Agustín cuando decía:

¿Tu verdad? no: ¡la verdad!
Y ven conmigo a buscarla;
la tuya, guárdatela.

Pero no basta buscarla: hay que ser fieles a ella. Esta fidelidad a la verdad de las cosas, independientes de mí, es una condición difícil de mantener, por paradoja, en la universidad de nuestro tiempo, en donde, a partir de los movimientos estudiantiles del 68 impongo al otro lo que considero válido y me segrego de él si no acepta mi imposición; o bien es un campo en donde todo (lo verdadero y lo falso) tiene el mismo peso, basándose en otra regla del juego distinta de la nuestra, gracias a la cual «en el diálogo todo vale».
Este deseo de mediar, de llegar a una postura que pueda ser aceptada por todos, proviene del afán de que la verdad resulte a toda costa popular –la forma más degradada de populismo– lo cual deriva, a su vez, de un origen más profundo: pretender la buena opinión de los hombres antes que la verdad objetiva.
La universidad, como el lugar arquetípico del diálogo, es radicalmente distinta de la asamblea política, y desaparece cuando se le quiere confundir con ésta, donde para que algo –que no es real y absoluto– pueda ser aceptado por todos, debe vaciarse por dentro, perder su incisividad interior, generalizarse abstractamente y redondear sus aristas; en lugar de algo sólido y consistente nos queda en la mano –dispensen la expresión– una mermelada pegajosa y dulzona, bajo la apariencia del panal de rica miel, al que las moscas se acogen. El diálogo universitario se prostituiría al transformarse en una herramienta de superficial contemporización, en donde la verdad se hace caramelo, se ablanda, para convertirse en algo amorfo y elástico, adaptable a cada uno, como un parche de componenda.

IS337_Carlosllano_5o_imagen01FIDELIDAD A LA VERDAD NO A LA OPINIÓN
La unidad entre los hombres se consigue en la línea de la fidelidad a la verdad. Pondré  un ejemplo cumbre, lo diré con palabras de Andrej Sinjavski, escritor ruso condenado en 1966 a siete años de trabajos forzosos en Siberia: «No hay que creer (en Dios) por una vieja costumbre, ni por miedo a la muerte, ni por temor a las catástrofes, ni porque alguien nos obligue o nos infunda pavor, ni por principios humanistas, ni para salvar el alma, ni para ser original. Hay que creer (en Dios) por la sencilla razón de que Dios existe».
Sin embargo, la fidelidad a la verdad, como impulso o motor del diálogo, tiene un correlato operativo difícil, que incide en toda la UP, cuya referencia me temo que será impopular para nuestros alumnos en este momento, pues resultará más bien inoportuna. Lo siento: la fidelidad a la verdad tiene su traducción operativa en el estudio, que no puede ser sustituido por el diálogo, como hoy generalmente se cree. Un diálogo al que no antecede la investigación cuidadosa no pasa de ser una alegre tertulia de compadres, disimulada con empaque de oropeles falsamente académicos.
Pero al estudio no le tenemos miedo sólo por el esfuerzo que implica –llega un momento en que hasta ese esfuerzo resulta masoquistamente agradable– sino porque es la piedra de toque para distinguir entre la verdad y la mera opinión. Afirmamos aquello de lo que tenemos objetiva certidumbre; opinamos sobre lo que nos atrae sin atrevernos, por falta de datos, al riesgo de un último juicio.
En la UP nuestros alumnos aprenden –tal vez sin ellos advertirlo– que la fidelidad se debe a la verdad, no a las opiniones personales, no a los intereses subjetivos, no a las instancias del provecho. Saben que en ello se encuentra la radical y opuesta diversidad entre el libre pensador, que desea arrogarse el título de pensar como quiere, y el pensador libre que no querría tener más querencia que la de pensar la realidad como tal, absolviéndose de toda perspectiva ajena a la realidad misma. Sabe que, hecha esta distinción, resulta patente que el libre pensador, llevado a su límite, termina en la esquizofrenia. Por eso, si el cristiano afirma desde hace dos mil años que la verdad le hará libre, el hombre de hoy tiene que reconocer con Martín Heidegger, mal que le pese, que la libertad –el liberarse de todo interés subjetivo– le hará verdadero.
Nos gusta hablar de nuestra propia opinión, porque es nuestra, porque nos encontramos muy bien con ella. La verdad en cambio nos arranca de nosotros, nos desgaja de nuestro sitio, nos levanta del suelo y pone a la intemperie. Eso es lo que yo querría decirles a los alumnos que hoy reciben la constancia de término de sus estudios finales: no te cobijes bajo tus opiniones, aparentemente seguras; súbete a la atalaya de los vientos para ver el panorama de las extensas posibilidades humanas que se te ofrecen, «no vueles como ave de corral, si puedes remontarte como las águilas». Hay verdades nucleares en las que has de apoyar todo el proyecto de tu existencia, y a las que debes aferrarte si quieres ser libre, y hay opiniones marginales y mudables en las que, si quieres ser libre, no debes empecinarte. Si te guareces bajo tus pequeñas opiniones personales, te creerás seguro en tu cobijo, pero terminarás viviendo, como lo dice el propio Machado, en un «aposento frío» con «desierta cama, y turbio espejo, y corazón vacío». Porque la verdad, al ser de todos, nos abre hacia los demás; mientras que la opinión, por ser nuestra, nos clausura en nosotros mismos.

AMISTAD Y LEALTAD A LA VERDAD
El amor a la verdad, el serle fiel, no debe desviarse por nada. Hay procesos de desviación inadvertidos de los que hoy más que nunca debemos precavernos. En el diálogo no puedo dejarme arrastrar por la brillantez expresiva, ni por la novedad de las ideas, ni por el atractivo personal del dialogante, ni por la amistad que guardo con él… sino por la evidencia de lo que expone, y por las razones en que se apoya, si tienen racionalmente –no temperamental, ni visceral, ni demagógicamente– fuerza de convicción. Son duras estas palabras: hay que insistir en que el convencimiento que se produzca en el diálogo no puede basarse ni siquiera en la amistad, por noble que ésta sea.
Llegamos así al punto principal, a la nota característica y distintiva con la que se desarrolla el diálogo en nuestro propio ámbito universitario, lo que podríamos denominar el gran y difícil acierto de la UP: lograr la conjunción entre la amistad y la fidelidad a la verdad. Desde el principio supimos que por amistad no podríamos concederle al amigo que dos y dos eran cinco. Pero aprendimos también que no debíamos dejar de ser sus amigos porque dos y dos fueran cuatro.
Sería injusto con la UP si no me atreviera a decir que en pocos lugares como éste hay tan buen aire y fermosas salidas, pues incorporamos la vivencia de que el ser amigo y el ser fiel a la verdad no se contraponen. Aquí se hace posible lo que hoy de otra manera se asemejaría a un círculo cuadrado: son compatibles el desacuerdo intelectual y las internas consonancias existenciales y ello, no como una verdad teórica, sino encarnadamente vivida. Nuestros egresados pueden afirmar sin temor que es posible la amistad y la divergencia intelectual, pues la amistad permite hablar el mismo lenguaje formando juicios diferentes, entendernos aunque no estemos de acuerdo y convivir estrechamente aunque nuestras ideas sean diversas. Las relaciones personales no se reducen a la mera conexión intelectual, sino que estriban en la unión de las voluntades. La voluntad y el amor se dirigen a la persona concreta, al margen de lo que ella intelectualmente piense.
Es lógico que la auténtica amistad trate de eliminar el error en el amigo, pero ello se logra ahondando en la amistad y no rompiendo con ella. Esto se ignora incluso en el seno de las mejores familias, en donde para la buena convivencia se exige que todos piensen de la misma manera, cuando el amor consiste no en pensar lo mismo, sino en querer las misas cosas, o como bellamente lo decía Saint-Exupéry: «en mirar los dos en la misma dirección», aunque viéramos paisajes diferentes.

IS337_Carlosllano_5o_imagen02TOLERAR NO ES CLAUDICAR
Esta situación privilegiada y a veces única por la que soy fiel a la verdad sin dejar por ello de respetar la libertad del amigo, engendra una actitud del hombre cabal y maduro que se llama tolerancia, postura que ha sido hoy indebidamente desprestigiada. La tolerancia no es el perdón gratuito al error mirando con desprecio desde arriba, no es el aire suficiente de quien ya está de vuelta, sino la actitud que me posibilita el ser fiel a la verdad y conservar al amigo como amigo; esto constituye el modo auténtico de respetar a la persona sin herir a la verdad; y de respetar a la verdad sin herir a la persona. La tolerancia no es por eso claudicación. Al contrario, la máxima forma natural de la amistad se da en lo que podría llamarse tolerancia mutua: cuando, seguro y consciente de poseer la verdad, tolero que el amigo adopte con respecto a mí una postura de tolerancia, como si la verdad estuviera de su parte, sin admitir que lo esté.
Esta característica de la UP, que pasa en ella casi inadvertida pero que le es fundamental, ha sido aprendida de san Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien la universidad es conscientemente deudora y en cuya vida advertimos la armonía entre una clara intransigencia con el error y un profundo y delicado, y hasta primoroso, amor a la persona que yerra.
Finalmente, la amistad en cuanto condición del diálogo, nos obliga a entenderlo como algo individualizado, que se da sólo si el interlocutor no es una masa sin rostro, sino alguien a quien puedo interpelar por su nombre. Con razón afirmaba Sócrates en el Gorgias que la adulación puede atraer a las multitudes, mientras que la amistad es capaz de producir el atractivo de la persona.
De ahí que nuestro diálogo huya del espectáculo, porque genera solapadamente una presión poco amistosa. Por el contrario, el diálogo, en su prístino surgir natural tomó más bien el carácter de trato, de convivencia. Este trato, congénito a la vida social del hombre y que hemos sabido todos vivir en la UP, es el diálogo genuino, posible incluso a través de cualquier distancia o en medio de cualquier divergencia. El trato hace posible la configuración más profunda del diálogo, el que querríamos que verdaderamente se diera entre nosotros, aquél que se lleva a cabo sin palabras a través del elocuente testimonio de la propia vida, que encarna la verdad con una pureza tal que se convierte en un coloquio sin ruido y no necesita expresarse ya de otro modo. No hay elocuencia más sonora que la fidelidad existencial al propio proyecto de vida, la cual nunca podrá suplirse con palabras; la elocuencia de las decisiones decisivas, asumidas seriamente como tales.
Terminaron sus estudios superiores con éxito. Comienza el punto, si no les ha llegado ya, de las decisiones fundamentales, ésas que dejan huella, que trazan surco. Han estudiado ustedes en una universidad pequeña, pero han estudiado en una universidad, lo cual –repito– no es poco decir en estos momentos: han respirado ese buen aire que nos pedía Alfonso Décimo. Pero su misión no se limita a guardarse de las contaminaciones, su tarea es insuflar ese buen aire que deriva del sometimiento humilde a la realidad absoluta de las cosas, de la fidelidad constante a la verdad, de la amistad indeclinable. El documento que ustedes reciben hoy querría ser de nuestra parte –no lo es, pero querría serlo– la garantía de que estamos ante hombres y mujeres que serán realistas, veraces y amigos.
Esto es lo que en nombre de la Universidad Panamericana les deseo hoy para siempre. Muchas gracias.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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