El cerebro, ¿responsable de la maldad?


Al hablar de la maldad y su origen, el cerebro es lo primero en que pensamos. No existe razonamiento, sensación o acto que no pase antes por la telaraña de neuronas que conforman este complejo pero fascinante órgano. Ahora bien, si un evento, como una situación traumática, patología o desorden mental, irrumpe en la operación de este importante motor, ¿qué tan responsables somos de las conductas que desencadene?
 
Quien parece operar fuera de las reglas sociales sin exhibir el más mínimo remordimiento puede generar desde curiosidad por saber qué pasa por su cabeza, hasta un profundo miedo, al sentir una amenaza por alguien que es capaz de llevar a cabo conductas que ni soñamos.
El estudio de la mente requiere de varias disciplinas como neurología, psicología, antropología, sociología, entre otras, enlazadas por un diálogo constante, con el fin de ampliar la visión y conocimiento de los factores que operan en el individuo.
En este sentido, parece que no hay respuestas sencillas que expliquen el origen del comportamiento criminal, aunado a que éstas requieren integrar diferentes causas manifestadas en distintos sistemas. Definitivamente no es lo mismo notar anormalidades en el funcionamiento cerebral de un sujeto con poca educación, débil cohesión familiar y escasas o nulas oportunidades para acceder a sistemas de ayuda social; a descubrir esas mismas anomalías en el cerebro de una persona que goza de afecto y apoyo familiar, oportunidades de educación adecuadas a las necesidades de la familia, entre otras variables.
Una manera de acotar este tema tan extenso es comenzar por explicar por qué es importante el desarrollo del cerebro. Primero hablemos de la infancia, para posteriormente explorar la mente en su contexto social.
 
LA INFANCIA, ETAPA CLAVE
El cerebro se enfrenta a un desarrollo constante, desde que se identifica durante el embarazo hasta el término de la adolescencia, y probablemente un poco más. Durante el primer periodo de la infancia muestra cambios muy profundos que lo vuelven más complejo, pues modifica su tamaño y las conexiones internas que además determinarán las reacciones ante ciertos estímulos.
El maltrato infantil, el abandono y la negligencia, por mencionar algunas variables, interrumpen el desarrollo adecuado del cerebro.1 Los menores que han sido víctimas de violencia física, abuso sexual, maltrato emocional o psicológico y abandono son más propensos a presentar conductas violentas y antisociales en su vida adulta.
De igual forma, existe evidencia para sugerir qué parte de la disfunción neuronal se debe a la interacción con el ambiente: la disminución del volumen del hipocampo y la amígdala, así como disfunciones en los lóbulos temporales y frontales –producto de malos tratos en la infancia– puede contribuir a que se desarrollen conductas violentas.
Y aunque el maltrato infantil provoca secuelas indiscutibles en los niveles biológico, psicológico y conductual, entre otros, no siempre determina una conducta disfuncional, patológica o criminal.
Existen varios factores que pueden atenuar los efectos del maltrato: la resiliencia, las diferencias individuales y hasta el sexo. No perdamos de vista que el cerebro está en constante desarrollo, de manera que si por alguna razón el maltrato cesa, entonces el cerebro responderá a los nuevos estímulos. Sin embargo, hay periodos más críticos que otros para poder determinar las consecuencias que tendrá un ambiente positivo en un cerebro que ha sido maltratado.
 
MALDAD, ¿UNA HERENCIA?
Aun cuando en el campo de la genética se observan grandes avances, no se ha conseguido aislar un set de genes responsables del «origen del mal». Es muy probable que los factores genéticos incidan en los biológicos que modulan el comportamiento, por ejemplo en los factores que determinan el nivel de activación de los receptores neuronales, los niveles de neurotransmisores, los niveles de hormonas, entre otros.
Cabe precisar que los genes interactúan con el entorno, por lo que su regulación se determina, en parte, por lo que sucede a nuestro alrededor. La genética de la conducta todavía necesita avanzar mucho más en este tema ya que, en general, sus resultados pueden catalogarse como inconsistentes.2
Conviene recordar que lo genético no determina del todo lo humano, sino que sólo funda lo que es humanizable.3 Es decir, el cerebro es el soporte físico en el que se objetivan las funciones de la mente y ésta representa la capacidad de pensar, razonar, concebir y ordenar ideas, crear relaciones entre ellas y percibir con los sentimientos y más allá de ellos.
La anatomía del cerebro, sus relaciones internas, la producción de neurotransmisores, los niveles hormonales en el cuerpo y demás factores, delimitan la forma de la mente y sus relaciones internas como un fenómeno que sólo aparece en función del cerebro. A estos límites biológicos de la mente también se asocian las cuestiones internalizadas, ya sea desde un punto educativo, cultural, familiar, entre otros; la mente, con sus límites o bordes, tendrá elementos con los cuales funcionar. Sin embargo, no podemos reducir el funcionamiento de la mente al del cerebro, la realidad es que se da simultáneamente. Así como no puede existir un danzante sin danza o la danza sin danzante, lo mismo es con la dicotomía mente-cerebro.
Llevemos el tema al terreno del futbol. La cancha en la que se juega este deporte tiene condiciones físicas particulares, desde el tipo de drenaje hasta cómo fue podado el césped. Los límites están regulados, así que todas las canchas miden lo mismo, la distancia de las porterías es igual y la posición de las líneas son idénticas. El cerebro es la cancha de juego.
Los jugadores de futbol pueden ser de diferentes estaturas, complexiones y habilidades. Cada uno está en una posición determinada en la que tiene cierta libertad de movimientos. Los jugadores, además, establecen acciones coordinadas entre ellos para alcanzar la meta de anotar en la portería rival. Los jugadores son los elementos cognitivos y el juego que establecen es la mente.
No es lo mismo jugar en pasto, que jugar en concreto o en arena, así como no es lo mismo pensar con «un cerebro bien reglamentado» a hacerlo con un cerebro que no cumple los requisitos mínimos indispensables para llevar a cabo la actividad mental.
La ecuación todavía se complica más si tenemos un cerebro con alteraciones y el ambiente no ha sido propicio para salvar dichas disfunciones. Por lo tanto, la mente operará en los límites particulares de dicha condición biológica.
 
RECONFIGURAR LAS CONDUCTAS
Aunque éticamente sí hay acciones reprobables en sí mismas, da la impresión de que el concepto de lo criminal cambia con la cultura. A lo largo de la historia pareciera que el bien llega a un punto de refinamiento, mientras que el mal siempre encuentra maneras de superarse. Por ejemplo, en 1757 Robert-François Damiens fue condenado por cometer parricidio, su castigo quedó dictaminado de la siguiente manera:
«Pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París, adonde debía ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano; después, en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado deberán serle atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento».4
El relato continúa, y si lo anterior causa una fuerte impresión, el suplicio que siguió fue peor. Muy probablemente en ese entonces, tal castigo no era estudiado bajo la lupa de la maldad; pero en nuestro días sí lo es.
Hoy la ciencia puede demostrar la existencia de patologías de la mente, como la personalidad antisocial o la psicopatía, que hacen a la persona más propensa a cometer actos de maldad. Un ejemplo de ello es el caso de Juana Barraza «la mataviejitas»; al revisar su biografía nos encontramos con ciertos episodios que pueden predecir conductas antisociales: abandono familiar, abuso sexual recurrente, negligencia emocional, pocas oportunidades de apoyo social, contacto con sustancias tóxicas, entre otras cuestiones.5
Sin embargo, es evidente que las personas que sufren de aquellas patologías, muchas veces, sí consiguen entender, en un nivel cognitivo, el concepto de bien o mal y sí saben, racionalmente, cuando una acción es incorrecta, pero no logran integrarlo en un nivel fundamentalmente emocional.
El origen de las conductas negativas parece tener dos caminos generales: el primero es que tengamos un cerebro sano, pero el ambiente lo enferme (maltratos); o bien, que tengamos un cerebro no sano (herencia) y que la mente entonces se configure de forma negativa. Y podemos asumir que aun teniendo un cerebro no sano, pero sí un ambiente saludable, es posible salvar cierta funcionalidad, o al menos no llegar al extremo de la maldad.
La apuesta debería ser hacia las estructuras sociales que presentan problemas como parte de su constitución, pero parecería que todavía no nos convencen los argumentos que apelan a la educación, a la equidad de género, al desarrollo sustentable y a la educación como los caminos para combatir los males que aquejan a la sociedad. Resulta más sencillo etiquetar una conducta como patología y encerrar en un hospital o en una cárcel a la gente; pero sería más efectivo invertir en condiciones ambientales que favorezcan un desarrollo positivo para todos.
 
 
Notas finales
 
1          MESA-GRESA, Patricia y MOYA-ALBIOL, Luis. «Neurobiología del maltrato infantil: el ‘ciclo de la violencia’», en Revista de Neurología, 52 (8). México, 2011. pp. 489-503
2          Rebollo-Mesa, Irene; Polderman, Tinca y Moya-Albiol, Luis. “Genética de la violencia humana”, en Revista de Neurología, 50 (9). México, 2010. pp. 533-540
3          MATURANA, Humberto. La realidad: ¿objetiva o construida? Anthropos Editorial. México. 1997. p. 15
4          FOUCAULT, Michel. Vigilar y Castigar, Nacimiento de la prisión. Siglo Veintiuno Editores. Argentina. 2003. p. 6
5          Ostrosky, Feggy. Mentes Asesinas. La violencia en tu cerebro. Quo Libros. México.
 
 

 

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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