La democracia no promete nada, pero es exigente y reclama mucho. Es el camino para la libertad y la igualdad política, una forma de protestar y, quizá, de remediar la injusticia. De nada sirve lamentar lo mucho que nos falta, sino empezar a colaborar con lo que está en nuestras posibilidades.
La democracia es un lugar donde todo se puede ver, donde todo se puede oír. En la democracia es difícil esconderse, todo se transparenta, se asoma, se observa. No es un lugar a dónde llegar, ni un estatus ni un espacio, sino una actitud y un método.
Contrario a lo que se ha creído durante mucho tiempo, la democracia no es un fin en sí mismo, es un sistema de pesos y contrapesos institucionales y es «sólo» un medio para ayudar a entendernos, para facilitar nuestras relaciones políticas y sociales que, entre otras cuestiones, nos proporcionan certezas para la participación y nos corresponsabiliza de los asuntos públicos. Además, la democracia no sólo es un arreglo institucional, ni un entramado de leyes o reglas, fundamentalmente requiere de demócratas, de ciudadanos.
Las últimas elecciones federales en México, sus resultados y el cambio de gobierno marcaron inevitablemente un punto de inflexión en el proceso de consolidación democrática para el apuntalamiento competitivo del sistema. No obstante, el agotamiento del formato llamado Pacto por México, nos indica que, sin duda, debemos pensar que para lograr construir ese sistema democrático, la convocatoria debe ser mucho más amplia, sobre todo en el ámbito del diseño de contrapesos efectivos, ya que una democracia que no da resultados, no sirve para nada.
El cambio de régimen es parte del reto y no hay que dejar de hacerlo; aunque más decisivo aún es el cambio social. Para que exista una democracia se necesitan demócratas. Cambiar las leyes ya no basta. Se pueden crear, tener reglas más democráticas y de libre mercado, pero si la población –actores de todo tipo– es irresponsable, desapegada a la legalidad, dependiente del Estado y, por tanto, acostumbrada a una cultura autoritaria, no hay nada que hacer. Esa sociedad entonces se transforma en el primer obstáculo para el proceso de consolidación de nuestra transición a un sistema plenamente democrático.
AUDITAR A LA EMPRESA «DEMOCRACIA»
Necesitamos crecer en términos institucionales y sociales. Una cultura autoritaria procura un jefe, sin él, no entiende la vida. Los dirigentes señalan qué hacer, mientras la población se desentiende. Es una actitud muy nuestra, una visión electorera. El actor social que posee una actitud ciudadana, permanentemente se responsabiliza de la cuestión pública y de la sociedad cotidiana. Adopta un compromiso de fondo. Un ciudadano es un «socio» del sistema y no sólo un consumidor de políticas públicas o de partidos o de políticos. Es un socio que debe exigir y auditar a esa empresa llamada democracia.
Por eso es primordial la participación ciudadana, la responsabilidad social y política entendida como una actividad generosa que produce reglas –instituciones– de las que uno dependerá y a las que obedecerá. Las leyes están para respetarse, no para incumplirse. El ciudadano maduro es generoso, democrático y apegado a la legalidad, el inmaduro simplemente no es ciudadano, sino un ente social dependiente de aquellos que se benefician de esa postura pasiva, permisiva y de complicidad.
A los autoritarios les conviene siempre contar con individuos que esperan que alguien les resuelva la vida, que alguien sea el gran proveedor, y que no existan ciudadanos. Una sociedad democrática y abierta se construye a partir de ciudadanos participativos y responsables de los asuntos públicos y que, además, saben exigir rendición de cuentas a esos representantes.
En otras palabras, no será sino hasta que el ciudadano común haga suya la política, y no sólo se la deje a los «políticos», que se podrá decir que ha comenzado un proceso serio de cambio de régimen y transición democrática. Debemos «privatizar» la política. Los políticos la han «estatizado». Una democracia se caracteriza por contar con ciudadanos-políticos.
NO SER CÓMPLICES DE LOS AGOREROS DEL DESASTRE
Si de verdad creemos que la democracia es lo mejor que le puede suceder a México, entonces tenemos que participar como ciudadanos de tiempo completo contribuyendo a generar respeto a la institucionalidad. No debemos, como demócratas, ser cómplices de los agoreros del desastre y de aquellos que les interesa que ninguna institución funcione y valga en nuestro sistema. Caer en ese juego sólo beneficiará a aquellos que lo que menos quieren es un sistema democrático.
Es forzoso reconocer la valía de las instituciones políticas porque avalan y dan certeza al actuar social, político y económico en cualquier país. Pero los ciudadanos también tenemos que reconocer que si no «privatizamos» la política y no nos hacemos cargo de los problemas sociales, entonces no podremos quejarnos del actuar de los «políticos».
Un ciudadano informado no se deja engañar, naturalmente es participativo. Exige, demanda y colabora en la toma de decisiones de orden público porque se considera a sí mismo como «socio» de ese sistema llamado democracia. Un ciudadano mal llamado así, es simplemente un habitante más de cualquier país. Está sujeto a que hagan con él lo quieren los que pueden, que sin duda maximizarán sus propios intereses a costa de la indiferencia y apatía de ese personaje que no ejerce su naturaleza, la naturaleza política. Y en vez de preguntarnos dónde están los ciudadanos, comencemos por interesarnos verdaderamente, haciendo nuestra la política.