El retiro es momento de coronar trabajos inconclusos y sueños aplazados. Para muchos, llega en su mejor momento: experiencia, pericia, conocimientos, recursos, relaciones… El tiempo libre no justifica la holganza, así, concluir un ciclo laboral puede ser también el comienzo de una nueva profesión, y una oportunidad para redescubrir la importancia de la propia vida.
He aquí las armas más valiosas de la vejez: el trabajo y el ejercicio de las virtudes.
La conciencia de una vida ordenada y el recuerdo de las obras buenas realizadas,
son la mayor satisfacción… De mí sé decir que en el trabajo he hallado tal placer
que no sólo he barrido todas las molestias inherentes a la vejez,
sino que además ha hecho posible que ésta sea más suave y agradable.
Cicerón
En el panteón griego, Atenea (la Minerva romana) nació, según el mito, adulta, madura y sabia. Simbolizaba la experiencia y la sabiduría de la madurez. Presidía el trabajo y la cultura. Sus características: la fuerza y el valor. Atenas era su ciudad; su templo, el Partenón; el olivo, su árbol. Su animal emblemático: la lechuza (Athene noctua), símbolo de prudencia y espíritu de justicia que florecen al cabo de una larga vida.
De ahí la sentencia: «el ave de Atenea emprende el vuelo al atardecer». Así el hombre enriquecido por la experiencia, despliega su más fecunda actividad creativa, productiva y magnánima en el atardecer de su vida.
Este mito es clara alusión a la madurez humana, resultado de la actuación armónica, fácil y constante de ciertos hábitos que la persona adquiere con el tiempo y sus fuerzas naturales. Personalidad madura que posee: mayor objetividad en sus juicios, voluntad más firme y mayor solidez de virtudes bien adquiridas; persona de criterio que discierne y decide con rectitud y rapidez; que sabe a dónde va, el sentido de sus actos y la idoneidad de los medios.
Esto encierra una lección: una vida larga y lograda, rejuvenece al atardecer para hacer rendir aún más lo ya vivido; agotar lo mejor de sus talentos; aprovechar el tiempo que le quede, en su provecho, de su familia y de toda la sociedad. Enseñanza que confirman innumerables testimonios de personas jubiladas.
Para muchos la jubilación llega en su mejor momento: experiencia, pericia, conocimientos, recursos, relaciones… ¡proyectos aplazados y tiempo para realizarlos! Así, el retiro laboral no es un amargo final, sino un jubiloso comienzo, una nueva profesión; oportunidad privilegiada para redescubrir la importancia y trascendencia de la propia vida.
Lloyd George lo expresa así: «Si se considera el retiro como una nueva profesión con tiempo para disfrutarla, será una época de gran realización. Tener algo qué hacer y hallarse motivado por lo que se hace o se puede hacer, y sentir al propio tiempo que todavía es uno útil a los demás es algo de ‘reviviscencia’, algo que permite llenar el presente con esperanzas e ilusiones, aunque también de nostalgia y sin echar de menos nada».
20, 30 años por delante ¿para qué?
Ése es, justamente, el significado de la interjección latina ¡jubilum!, ¡jubilare!: ¡gritar de alegría! Simplemente: la alegría de retirarse de un empleo, con mayor disposición del tiempo y derecho a pensión.
Quizá sea excesivo el optimismo del ¡jubilum! Prescindiendo de ello, recordemos que trabajo es toda actividad que el hombre realiza para conservar y promover su yo. Empleo es la ocupación que alguien desempeña para ganarse la vida; un compromiso con un empleador y sujeto a ciertas exigencias. Por eso hay personas que trabajan mucho buscando un empleo. Se puede estar des-empleado, no des-trabajado.
Se jubila del empleo, no del trabajo. Y se jubila por diversas razones: edad, enfermedad, accidente… David Beckham se retira del fútbol «por culpa de Messi, que me dobló en el último partido de la Champions League», según dijo con ironía; Peter Lynch, para disfrutar de su familia: «nunca oí de alguien que, en su lecho de muerte, se arrepintiera de no haber pasado más tiempo en su oficina».
Sea lo que fuere, cada día aumenta el número de personas en condición de retiro laboral: entre 60 o 65 años. Unos hablan de reducir a 40, mientras que otros, demógrafos, lo extienden a 70. Unos privilegian la juventud sobre la experiencia y cierran sus puertas a los mayores de 40; y hay agencias que sólo admiten a chavos menores de 30: los santones de la tecnología.
Como quiera, la persona jubilada tiene ante sí 20, 30 o más años, muchos para pasarlos sumido en un pozo de hastío, inacción, hipocondría y misantropía. O para gastarlos tratando inútilmente de defenderse del aburrimiento de una vida vacía, superficial: distraerse, entretenerse, divertirse, pasear, viajar, coleccionar etiquetas, ver telenovelas, leer revistas…
La falta de actividad útil, sin un sentido social, pronto se vuelve el principal destructor en lo espiritual, psicológico y orgánico. El tiempo libre no justifica la holganza. Es momento de hacer muchas cosas; no basta matar el tiempo con un hobby.
Nadie es un mero mecanismo productivo
Recordemos: a las revoluciones industrial, femenil, juvenil iniciadas en la Europa del siglo XX, siguió, en Alemania, un movimiento revolucionario: «las panteras grises», formado por personas de la tercera edad, muchas ya jubiladas, que protestaban contra un sistema que las relegaba y escatimaba el derecho de vivir una vida digna y productiva.
El movimiento se extendió por el mundo y obligó a algunas políticas modernas a implementar planes para paliar la injusta situación de quienes así se veían desamparados. Se impuso la necesidad de hacer algo para que esa etapa de la vida resultara no sólo menos difícil, sino más plena y feliz.
Cobró nueva fuerza la sentencia bíblica: «los hombres, todavía en la vejez tienen fruto» (Sal 92,15). Se reconfirmó que la presencia del jubilado es, en la familia y en la sociedad, vinculación entre generaciones y agente del bienestar general; testimonio de que hay valores humanos, culturales, morales y sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales: espíritu de servicio, sentido de responsabilidad, laboriosidad y responsabilidad, comprensión y paciencia, alegría y buen humor, etcétera.
En muchos casos, el jubilado desde su situación privilegiada participa activamente en la labor de saneamiento material, espiritual, moral, cultural y social que el mundo reclama. Así se confirma la doctrina perenne: la dignidad humana, desde la concepción hasta siempre, no se mide por su producción laboral, ni por el resultado material y económico de su esfuerzo. También la dignidad del jubilado está por encima de su eficacia laboral. No es mero mecanismo productivo, ni su trabajo, simple mercancía.
El respeto a la dignidad de todo hombre, sigue siendo el criterio adecuado para juzgar los verdaderos progresos de la sociedad, del trabajo, de la cultura… y no al revés. Tampoco son, los jubilados, simple fuerza sufragista (como la ven algunos políticos), ni consumista (como la ven algunos mercadólogos).
También los estados han entendido que no sólo se trata de hacer «algo» por los jubilados, sino de aceptarlos plenamente como miembros activos, y ciudadanos colaboradores, responsables, creativos y productivos. Constituyen una insigne escuela de vida, trasmisora de valores y tradiciones; impulso para el crecimiento de los más jóvenes, que aprenden que todo hombre, más que un valor, es una dignidad. Los valores son medibles, comparables, intercambiables, mediatizables: el ser humano, no.
Ni complejo de superioridad ni inferioridad
Jubilación no significa extinción y hundimiento. Es, más bien, cumplimiento, plenitud, realización. Para ello, la primera condición es la aceptación. De nada sirven la gerontología médica o la previsión social, si el jubilado no acepta su nueva situación. Cuando esto ocurre, la persona no vive, menos disfruta la jubilación, sólo la sufre, y se convierte en un problema para su familia, para la sociedad y para sí mismo.
La aceptación mejora –como se dice– el modus vivendi, el modus operandi y el modus convivendi del jubilado. No hay amargura por la vida que se acorta, ni envidia por la vida que comienza. No hay enfrentamiento entre la vida descendente y la que comienza a ascender. No se asume el papel de juez; nada de que «todo tiempo pasado fue mejor», ni de «¡en mis tiempos!». Ni complejo de superioridad ni de inferioridad. Se quiere a quien nos ayuda y a quien intentamos ayudar. Cuando los otros lo notan, aprenden a reconocer, respetar y admirar la veteranía en la persona del jubilado y se fomenta la solidaridad entre las generaciones.
Éstos son la forma y el sentido propios de la jubilación, y se contienen en la palabra sabiduría. Apartarse del empleo es un poco apartarse del exterior y concentrarse en el interior. Desde ahí, el jubilado contempla el conjunto de la vida. Desde el presente, entiende el pasado y avizora el porvenir. Capta sus conexiones; examina ganancias y pérdidas; examina ascensiones y caídas; valora posesiones y carencias. «Comprende esa admirable trabazón que llamamos vida humana. Suponiendo, claro está, que tenga valor para ver lo que puso ahí, y honradez para ver solamente lo que es verdad. Eso es sabiduría». (Guardini). Y luego el agradecimiento por todo lo bueno y el arrepentimiento por todo lo malo. Arrepentirse no es vergonzoso, no es rebeldía, ni renuncia: es ponerse contra uno mismo, del lado de la justicia para volver a empezar.
Aquel viejo jovencísimo
La jubilación llega acompañada de crisis más o menos severas que pueden producir un quiebre interior. Pocos viven el retiro sin conflictos, problemas o sobresaltos. Para la mayoría no es, precisamente, como deslizarse de un lado a otro por la superficie tersa de una pista de patinaje sobre hielo (con patines y sabiendo patinar, desde luego).
La duda es: ¿tiene, el retiro laboral, un sentido negativo o posee un sentido propio y positivo, más real y profundo?
Dilucidar esto es importante, no sólo por la higiene mental del jubilado, sino porque de ello depende el esfuerzo que haga para vivir su jubilación digna, productiva y satisfactoriamente. Desde luego: la jubilación no es una especie de antesala de la muerte.
Una cosa es clara: una jubilación feliz no llega por generación espontánea. Es necesario aceptarla, prepararla y planearla, al menos en líneas generales: trazar un plan de vida y de acción que permita atender los deberes familiares, sociales, religiosos, laborales. Prever nuevos aprendizajes, alguna labor social, depurar las relaciones familiares y sociales, afianzar las amistades y cultivar otras nuevas, afinar la vida espiritual…
Mantener una ocupación productiva ayuda a conservar una satisfactoria valoración de sí mismo y asegura una vida más esperanzada. Así la jubilación no es una etapa estéril; al mayor tiempo y libertad conseguidos, se puede añadir la felicidad.
Don Ramón Menéndez Pidal, aquel viejo jovencísimo, en el discurso que pronunció a propósito de su 90 aniversario, lo dijo así: «El optimismo humano, el afecto de queridos amigos y de personas benevolentes, la simpatía más magnánima que todavía abunda en este revuelto mundo cada vez más torvo, ha querido que el recuerdo de la precisa fecha natalicia el año 59, ese mi paso del círculo polar, fuese algo jubiloso… De mí sé decir que durante mi juventud comencé a trabajar en varios proyectos de larga ejecución que, al fin, quedaron irrealizados, mientras que en mi vejez, apremiado por la brevedad del plazo previsible, pude llevar a cabo buena parte de los trabajos abandonados antes».
¡COMIENZA YA!
Se dice: «Si quieres alcanzar una vejez feliz, ¡comienza ya!». Pero no se trata de anticipar la senectud. Atrasarla un poco puede ser sólo una inocente rebeldía que ayuda a que no decaigan la actividad vital ni el amor a las obras comenzadas en la juventud, dando nuevo calor y color a las ilusiones de razonable esperanza.
El trabajo es, siempre, una bendición y expresión de la dignidad humana. Para el jubilado, mantener cierta actividad profesional, sigue siendo un modo de servir a la sociedad, de ayudar al sostenimiento de la propia familia, de dar buen ejemplo y mantener el vigor.
En términos generales, el jubilado, al momento de su retiro, ha ganado suficiente competencia en su trabajo y goza, por lo mismo, de reconocido prestigio y ascendiente profesionales. Eso lo coloca en excelentes condiciones para dar ejemplo –sin pretender ser ejemplar– de lo que es profesionalidad. De realizar las tareas con perfección, puntualidad y honradez. No sólo con eficacia, por un sueldo y por obligación, sino con diligencia, que es hacer las cosas bien, con esmero, espíritu de servicio y libremente.
Si antes fue entusiasta de poner primeras piedras, de echar a andar muchos nuevos proyectos ahora, que dispone de tiempo, es momento de coronar los trabajos inconclusos poniendo las últimas piedras, de llevar a buen término los sueños aplazados. Para Sergio Raimond-Kedilhac, la jubilación es: «la magnífica oportunidad que tiene la persona de trabajar en lo que le dé la gana, sin presiones» (habría que apostillar: siempre y cuando se tenga una pensión saneadita).
Mantenerse activo no significa sólo correr, brincar, ir al gimnasio, pasear, divertirse, entretenerse, viajar. Se trata de alternar ejercicio físico y trabajo, diversión y servicio.
Quien mantiene una actividad física adecuada y atiende sus compromisos familiares, sociales y profesionales, vive más satisfecho. Manténgase activo, manténgase joven: podría ser la consigna fundamental.
De no tener una actividad que nos mantenga moderada y productivamente ocupados, los buenos hábitos adquiridos, desaparecen y abren paso a hábitos negativos: aburguesamiento, pereza, desidia, desinterés, chapuza, incompetencia… El jubilado se puede volver quejumbroso, injusto, belicoso: insatisfecho e inaguantable, en dos palabras.
«Se dice que la más triste limitación que pesa sobre la vejez es el no disponer de un mañana. Pero esto debemos rechazarlo como inexacto. Con el mañana cuentan los viejos lo mismo que los jóvenes, y cuentan precariamente tanto los unos como los otros, por aquello de que ‘no hay viejo que no pueda vivir un año más ni mozo que no pueda morir mañana’», dice Menéndez Pidal.
Esto significa que el impulso juvenil y productivo del jubilado no tiene por qué cesar con el retiro laboral: no le falta el mañana. Mantener el vigor creador depende de algo sencillo y conocido: «el que de joven ejercita sus músculos –sigue diciendo–, no se apoltrona con la edad; el que ejercita la memoria, la conserva más tiempo para las cosas que más ocupa; el que hizo del trabajo un hábito gustoso, mantiene de viejo la necesidad de trabajar; el que cultivó los entusiasmos primeros, mantiene después, como fuerza rejuvenecedora, el amoroso empeño de continuar la obra de la juventud».
ERGUIDOS POR DENTRO Y POR FUERA
«Todos quieren llegar a viejos, pero luego, cuando llegan, todos se quejan». (Cicerón). Mientras tanto, hemos de cuidar de nuestro tono humano: aseo personal, salud, indumentaria, posturas, ademanes, tratando de no sucumbir a la abulia. Mantenerse, hasta donde sea posible: erguidos por dentro y por fuera. Pero una cosa es mantenerse joven y otra disfrazarse de joven; derrochar energías, tiempo y dinero, queriendo ocultar la edad.
Se entiende que hay ocupaciones y ambientes que exigen adoptar medidas extremas para mantener la lozanía juvenil. Pero nunca falta el viejo Matusalén jovencísimo que, por mera vanidad, mediante ropa, colores, poses, etcétera, demasiado juveniles, se empeña en negar exceso de años. ¿Quién no conoce a ese «adolescente extemporáneo» que gasta tiempo, dinero y energías en píldoras, tintes, cirugías, masajes y ejercicios extenuantes.
Alguien describió la obsesión del impostor obsesionado por la crema de aguacate que abre los poros, el aceite de lechuga que los cierra y el aceite de pepino que los deja entreabiertos; más que cara parece ensalada. Se añade, así, a la impostura, el engaño, que, además, ya no engaña a nadie. Una mirada poco experta descubre pronto la comedia, de modo que al engaño se añade el ridículo.
Tampoco falta el maduro anacrónico doncel que se sigue viendo joven, fuerte, con jugosa pensión y prometedor futuro. El mundo le presenta nuevas tentaciones de sonrisa seductora y piensa: llegó el tiempo descansar, divertirse, derrochar, viajar… Él o ella se vuelven ingenuos. Se creen todos los reclamos de la publicidad: «está de oferta; ¡llame ya!; está muy de moda; Demy Moore lo hace; George Clooney ya la compró; si Catherine Deneuve lo vale ¿por qué tú no?, en Londres se usa mucho…
Recordemos que la vita bona, la vida buena, es la vida virtuosa, la que conduce a la verdadera felicidad –Aristóteles–. La otra, la bona vita o buena vida, del crápula bon vivant, es más bien la vida loca, según la conocida canción. La buena vida, pronto o tarde, apaga la chispa que estimula la acción en la persona: nada la motiva, nada la enciende; le deja hundirse en la indolencia, en la sensualidad, que es la animalidad de vivir sólo para seguir viviendo. La vida buena es mantener la voluntad por encima del capricho: «De esa voluntad, que es el más precioso de los dones de la naturaleza, depende el sabio disfrute, el lucrativo goce del caudal de la vida que siempre es inestimable, sea abundante o escaso, ese divino tesoro que no es sólo el de la juventud, llorada por Rubén, sino el de todas las edades. Todas, una tras otra, se van para no volver, y de cada una de ellas hemos de dejar resultados perdurables, ya que el crearlos es el deleite supremo que la Naturaleza quiere poner en la existencia, pues únicamente para perdurar nos concede Dios esta vida tan huidiza». (Menéndez Pidal).
Por último, podemos preguntar: ¿puede, la jubilación, darnos la felicidad? La respuesta es ¡no! Pero sí puede darme, y yo debo exigirle, muchos momentos de alegría personal, familiar, profesional, social, espiritual. Y esos momentos son los escalones que conducen a la felicidad.
BIBLIOGRAFÍA
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Menéndez Pidal, Ramón. Los noventa años. Apud. La formación intelectual. Senderos, Caracas, s.f.
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