La autoestima no es nuevo derecho humano, como muchos piensan, sino un deber que cada persona para consigo misma. Pero no sabemos cómo lograrlo ¿No estará el hombre fatigado de estimarse a sí mismo a pesar de tantas frustraciones? Recomenzar cada día ese frágil proceso de autoexaltación no resuelve los problemas humanos.
La fatiga es una característica que, de forma lamentable y generalizada, afecta hoy a la mayoría de las personas. Es lógico, si contemplamos el ir y venir, el movimiento incesante, la vida urgida a que el activismo somete al vivir humano. Pero más allá del natural cansancio físico, consecuencia del ajetreo, la fatiga añade ciertas peculiaridades a esta situación vital y humana.
Hombres y mujeres parecen no hacer pie en su propia existencia. Hacen muchas cosas, pero probablemente ninguna les produce la satisfacción que buscan.
El avance tecnológico nos arrastra a un escenario un tanto revolucionario e imprevisible, multiplica nuestras capacidades y el rendimiento en el trabajo y al incrementarse los recursos técnicos parece como si nuestras facultades se hubieran potenciado de forma casi ilimitada.
La sociedad del siglo XXI, sociedad del conocimiento y de la comunicación, se siente sola y, sobre todo, se ignora a sí misma, ni siquiera la Psicología le ha ofrecido resultados satisfactorios; sin duda, poco cabe esperar del psicologismo que caracteriza a la posmodernidad.
Mientras tanto, persiste la fatiga psíquica, el cansancio crece, las ilusiones se extinguen, el horizonte vital se estrecha y la mente se repliega y atrinchera en ella misma, desesperada por no saber a qué atenerse para solucionar el problema.
Se escribe y se habla en todos lados de la autoestima, y en muchos surge el deseo de gritar: ¿Dónde está, autoestima, tu pujanza y vitalidad?, ¿dónde tu alegría de vivir, la seguridad con que adornabas a las personas en que habías fijado tu residencia?
Se nos dice que es necesario autoestimarse, pero no sabemos cómo; las estrategias que nos enseñan apenas si lo logran. ¿No estará también el hombre fatigado de estimarse a sí mismo a pesar de tantas frustraciones? Recomenzar cada día ese frágil proceso de autoexaltación no resuelve los problemas humanos.
Más bien emergen nuevas preocupaciones por el propio cuerpo, por el bienestar y la calidad de vida, por la salud, por los problemas económicos, etcétera. Al cuerpo se le atiende hoy en exceso, sin que por ello se le entienda.
La fatiga de ser uno mismo es un hecho que desvela las profundas transformaciones que se producen en las actitudes, en el modo de lidiar con la individualidad; y a su vez, guarda relación con los notorios cambios normativos que han convulsionado los estilos de vida actual.
SE PRIVATIZA LA PROPIA EXISTENCIA
Pesa mucho sobre la frágil espalda de la persona el tomarse a sí misma tan en serio, la lucha titánica y sin sentido por hacerse a sí misma a partir de un sentimiento relativo a su personal insuficiencia.
Esta fatiga descubre las numerosas aspiraciones sociales del hombre y, se estime la persona o no, sufre la desazón que produce la ambigüedad de no saber si alcanzará su propio destino, es decir, el modelo que se había prefijado para ser ella misma.
Pero –y esto es lo más grave– para la travesía que ha de realizar con su vida el hombre de la calle, el ciudadano corriente no dispone de la necesaria carta de navegación, le han hurtado las referencias que debieran permitirle llegar a un puerto seguro. ¿Tiene algo de particular que se sienta perdido, desorientado, roto y fatigado?
A esto conducen numerosos factores: el modelo antropológico implícito, lo que se piensa que es o debe ser el hombre; las representaciones que debe asumir para una conducta políticamente correcta y la normativa a la que debe someterse la propia conducta –se esté o no de acuerdo con ella–, de manera que se pueda calificar como adaptativa y bien autorregulada.
Se agregan muchos otros factores como la lucha entre las necesidades económicas y la competitividad social, la nostalgia de las tradiciones que amenazan con extinguirse y la voracidad del progreso que no acaba de llegar, el afán por la igualdad y la forzosidad de la diversidad, la sed de justicia y la tolerancia ante quienes desvían su comportamiento, etcétera.
No es fácil escapar a tantas contradicciones. Se entiende tanta fatiga en torno a la realización de la propia vida. Con estos presupuestos es lógico que algunos opten por el individualismo, es decir que diseñen su trayectoria centrada en el propio yo.
De cualquier modo será un individualismo condicionado y dependiente de las circunstancias en que el hombre vive. Y por eso, siempre será fatigoso, porque hoy debemos cumplir con demasiadas expectativas; nadie se ha dado a sí mismo los valores por los que quiere optar y que suelen inspirar el diseño de su propio proyecto biográfico.
Las nuevas necesidades consumistas exigen cada vez mayores esfuerzos para obtener un éxito que es probable que el cansancio le impida disfrutar. De ahí que se apele al consumo de sustancias psicotrópicas que estimulen el humor y tonifiquen el ánimo fatigado. Se facilita una confortable dependencia y se da la espalda al sufrimiento sin preguntarse por sus causas.
El ideal político moderno ha hecho al hombre propietario de sí mismo, un individuo soberano, incapaz de subordinarse voluntariamente a nada ni a nadie. El hombre moderno ha logrado privatizar su existencia, con la consecuente regresión de la vida pública. Esa nueva libertad reduce a las tradiciones y a las cuestiones antropológicas de siempre a meras ilusiones retrospectivas.
¿SOBREVIVIRÁ LA AUTOESTIMA EN LA CULTURA DEL VACÍO?
En la última década del pasado siglo, se alzaron muchas voces pronosticando el auge del individualismo radical en la sociedad del futuro. Hay indicios más que razonables para sostener esta sombría predicción.
Para Lipovetsky (1986), la era del vacío se define así: «El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas ha sido pulverizado, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva, a la personalidad comparable sean cuales sean por lo demás las nuevas formas de control de homogeneización que se realizan simultáneamente. Por supuesto que el derecho a ser íntegramente uno mismo, a disfrutar al máximo de la vida, es inseparable de una sociedad que ha erigido al individuo libre como valor cardinal, y no es más que la manifestación última de la ideología individualista».
Este individualismo arrogante surge como consecuencia de un cierto absolutismo: el de las mayorías. De qué le sirve a la persona luchar por ser la mejor, si finalmente tendrá que ajustarse al criterio anónimo de las mayorías. Además, no hay ninguna instancia superior a qué apelar cuando se discrepa con ellas, que acaban por erigir el único criterio de verdad, que se alcanza por un simple procedimiento cuantitativo: la suma de votos.
Este árbitro absoluto quita a la persona la convicción de que es un ser abierto a la verdad, no sometible ni subordinado al recuento estadístico. Ante ello, surge otro tipo de individualismo, el individualismo de la singularidad, origen y a la vez consecuencia de que la persona se autoexcluya antes de que se le margine. Es el momento de la soledad y el aislamiento voluntarios.
De aquí que se prefiera estar satisfecho consigo mismo, con independencia de que su comportamiento se ajuste o no al de los demás. Este modo de conducirse se fundamenta en la ideología que postula la doctrina de que «el individuo tiene valor infinito y la comunidad valor cero; que al individuo se le atribuye el valor predominante de finalidad respecto de la comunidad (el medio) de que forma parte».
Tanto se cierra la persona en sí misma que llega a creer que no tiene responsabilidad alguna para aquellos con quienes se relaciona funcionalmente. En una sociedad así, nadie es responsable del otro, sólo lo es el que pierde (Mèlich, Palou, Poch, y Fons, 2001). Hoy importan más los derechos del yo que los deberes del nosotros.
La autonomía personal manda sobre cualquier otra peculiaridad o característica humana. El reconocer que cada persona ha de crecer, realizarse, afirmarse en su valor, autorrealizarse y actuar según sus deseos. Todo ello sin servidumbres ni compromisos previos o futuros con los demás, que puedan frustrar la autonomía proyectada.
Ésta es una de las profundas razones por las que la autoestima está de moda y no hace sino crecer, pero crece más como moda que en las personas.
La excesiva ocupación por el yo hace que comparezca de inmediato la preocupación por el mi (mi cuerpo, mi salud, mi tiempo, mis cosas, mis proyectos, mi aburrimiento, etcétera). El yo exige el mi, del que resulta inseparable y casi indistinguible, como proyección que es precisamente de ese yo.
CUANDO EL INDIVIDUALISMO SE VUELVE CONFORMISMO
Aislarse y negar la presencia del otro es propio del individualismo. Se trata de no llamar la atención y así se logra la más perfecta despersonalización; por eso, tiende a camuflarse con el conformismo.
Pero, ¿cómo no llamar la atención si cada persona es un ser único, irrepetible, singular, insustituible, incomparable, impredecible e incognoscible? Si la persona cierra sus ojos a la realidad y sus oídos a cualquier llamada del otro, si su comportamiento sigue el principio de cada quien a lo suyo, entonces será conforme. Y si su conducta se conforma con lo previsto, él mismo se vuelve igual a cualquier otro, por lo que, en apariencia, no constituye problema alguno.
Constituiría un problema –y muy grave, por cierto– si su conducta no se homogeneiza según la media, si se diferencia y distingue de los demás, si se aparta de la otredad institucional igualitaria o si, sencillamente toma partido por lo que en el fondo de su corazón considera que ha de hacer.
El yo se comporta como voraz devorador de los problemas ajenos; basta que le sean presentados en la corta distancia o que disponga de alguna información acerca de ellos –tanto peor cuanto más próxima al yo esté la fuente interpeladora– para que el problema del otro y su exclusión se transforme inevitablemente en el propio problema.
Lo mismo acontece con la otra expresión igualitaria y conformista que reza con una cierta belle indifférence (cada uno a lo suyo). En efecto, si cada persona está en lo suyo, en su juego, en sus faenas, en sus problemas, no hay lugar para el encuentro, ni para la acogida, ni para la formación del nosotros ni para la activa participación en el juego del otro.
Si al yo no se le deja participar en el juego de los otros, es lógico que se aburra; si experimenta que se le excluye del juego de los otros se sentirá relegado y minusvalorado, si es que no ninguneado.
Ninguna de esas experiencias es buena ni reconforta el yo ni la autoestima personal. No parece que el conformismo igualitario aporte algún bien a quien adopta esta postura. Si cada individuo es autónomo y se desvincula de todo compromiso con su prójimo, no queda más salida que la de la angustia.
La exaltación del individualismo ha reducido a la persona a un mero número: una persona, un voto. La sociedad y su regulación política se rigen hoy por la regla de las mayorías. La persona exalta su autonomía al mismo tiempo que se agiganta su conformismo. El resultado es un mundo de personas sin hambre de aprender, denso de problemas intergeneracionales, que rechaza a quienes han hecho del afán de servir y abrirse a cada tú singular y encarnado, con rostro humano, el ideal de sus vidas.
EL PERSONALISMO INTEGRA AL «NOSOTROS»
Es probable que una de las soluciones al individualismo sea la del personalismo. El paso de uno a otro precisa la comparecencia del otro. La persona es un ser dialógico. Su necesidad de diálogo es tal, que sin él no hubiera llegado a ser quien es. La aparición del tú hace significativo al yo. Sin tú, el yo permanecería ignorante de sí mismo. La autoestima aparece cuando hay otro, porque si no hay un tú, ¿cómo me puedo conocer yo?
Sin tú no hay nosotros, ni tampoco autoestima posible. Sin el nosotros no es posible la vida humana en la sociedad. Esto muestra que la autoestima no debe llevarse a cabo en contextos individualistas, que la misma cultura –el cultivo de la persona– no se sostiene en el individualismo, por lo que es en sí mismo contradictorio hablar de conceptos como cultura individualista.
En un contexto personalista, lo natural es que en la medida que el yo crece, el tú crezca también. En cambio, ante un yo que se dilata, adensa y endurece en su replegarse sobre sí mismo, lo más probable es que el tú que tiene enfrente se empequeñezca, oculte, pase inadvertido y desaparezca.
He aquí dos formas muy diferentes del crecimiento del yo y de la estima que suele acompañarle. Las diferencias que se alcanzan no sólo afectan al tú de la relación, sino que se vuelven y reobran contra el mismo yo. El tú hace grande al yo y no este último a sí mismo.
El yo crece cuando se sirve al otro. Servir es sinónimo de crecer, desarrollarse, desprenderse y olvidarse de sí hasta liberarse.
SER LIBRE, TENER LA VIDA E N LAS MANOS
El ideal de la emancipación ha abolido la dirección de todo comportamiento; ahora sólo se tiene en cuenta la situación en que cada quien debe construir su propio destino, de modo individual y aislado.
Al quedarse el hombre sin referencias estructurales, sin los límites que jamás debería haber sobrepasado, apenas le queda otro derecho que el de escoger una opción –verdadera o falsa–, para llegar a ser quien pretende ser, para llegar a ser sí mismo. Todo esto es compatible con disponer de una alta autoestima y, a la vez, odiarla y odiarse en cuanto tal.
Así, la elección –descontextualizada y privada de toda referencia– amenaza a esa persona con someterla a un movimiento permanente, sin que acierte a encontrar la salida del laberinto de hacerse a sí misma.
El hombre es, pero no está hecho. Cuando el hombre nace es sólo una posibilidad de proyecto. Es verdad que hay factores condicionales en la trayectoria de cualquier persona, pero los condicionamientos no son tantos ni tan vigorosos que anulen la libertad. Ser libre significa tener la vida en las manos. Siempre que actuamos lo hacemos por algo y para algo; si no lo hiciéramos así, nuestro comportamiento no tendría sentido.
Cuando hay una conducta motivada por un proyecto, uno se alegra de las renuncias que conlleva, porque está comprometido con su decisión, que es libre. En el proceso de conocerse a sí mismo, se cometen muchos errores respecto del propio conocimiento, por estimarse a la baja o por sobrestimarse más allá de lo que es objetivamente razonable. En este aspecto vital reside también la importancia de la autoestima.
Desarrollando los valores positivos que cada persona tiene y quiere desarrollar libremente con la ayuda de los demás, es como se logran las virtudes, que son las que hacen valiosas a las personas. Hay que acabar con la ignorancia acerca de sí mismo y con la sobrestimación de lo negativo, porque eso constituye el más radical pesimismo antropológico, bajo cuya sombra no es posible el crecimiento personal.
Para ello es preciso proponérselo, proyectarse activamente, lanzarse hacia unos valores concretos y desarrollar las virtudes correspondientes. Creciendo la virtud es como mejora la estima personal. Pero es preciso no olvidar la fragilidad de la condición humana, los límites que, por conocidos, hemos de asumir y modificar en lo posible.
La propia vida se estimará en más o en menos, en función de que se consiga o no el comportamiento deseado y la exitosa imagen social que lo suele acompañar. El mero desear por desear parece estar tocando fondo y se muestra ahora inapetente y hastiado.
De acuerdo con los nuevos ideales individualistas se establecen nuevos principios: tu estima depende de lo que valga tu yo, el valor cuesta tanto como el éxito que obtenga y, entonces, has de comportarte de acuerdo con lo que la sociedad juzgue exitoso en cada momento. Es lógico que una autoestima configurada así no sea capaz de crear vínculos sólidos, vigorosos y comprometidos.
LA AUTOESTIMA COMO INSTITUCIÓN SOCIAL
La autoestima del individualista, liberado de todo marco de referencias, ha logrado abolir su responsabilidad. Esto le deja un vacío por dentro y culpable por fuera. La temporalidad en la que vive el individualista es un tiempo sin futuro ni energía.
El nuevo individualismo democrático deja a las personas sin ningún soberano que decida por todos, ni ningún guía religioso que oriente nuestras decisiones. La misma interioridad resulta hoy una ficción que apenas si denota lo íntimo de uno mismo.
El yo individualista de muchas personas se manifiesta hoy bajo las apariencias del ser único soberano, socialmente vigente. De un soberano cada vez más próximo a la depresión, puesto que ha suprimido cualquier valor en el mapa axiológico, que sirva para configurar su propia identidad. Y, naturalmente, está cansado, ¡muy cansado!, demasiado cansado de tanto esfuerzo, sin que ni siquiera haya logrado tomar conciencia de su identidad personal.
Para llegar a ser uno mismo es preciso separarse de sí, descubrir al otro; por el contrario, hoy se prefiere la construcción individualista del propio yo. Pero este esfuerzo a nada conduce, pues, aunque la sociedad ahora insta a alcanzar un elevado nivel de autoestima –efecto de su institucionalización social–, el hecho es que se ha desfondado, precisamente, porque se toma como un absoluto, que la frustra e impide.
Al moderno individualista le queda la capacidad, sí, de bracear con desesperación en el vacío de su existencia. La mayoría de las veces, una experiencia insoportable e inútil. De aquí surge también el recurso de los psicofármacos y de las psicoterapias, para sobrenadar en el conflicto. Este recurso puede mejorar el propio comportamiento e incrementar la autoestima, pero con el grave riesgo de que la actividad personal se vuelva una acción mecánica, automática y compulsiva.
AUTOESTIMA, DEPRESIÓN Y PSICOFARMACOLOGÍA
La cultura del narcisismo contribuye, sin duda, a la hipertrofia del yo cuyas consecuencias, entre otras muchas, son el aislamiento social, las experiencias de vacío existencial, violencia, enajenación y huída de sí a través de las numerosas adicciones.
La relación con un tú enano agiganta el yo, pero también, casi siempre lo neurotiza. Una relación así, no genera tejido social, más bien lo disuelve y, en consecuencia, crece el aislamiento, la soledad, es decir, el déficit en la autoestima.
Cuanto más crece el yo, más se robustece el pensamiento mágico infantil que aleja de la madurez y disminuye la capacidad de amar. Ante la ausencia del propio conocimiento, sólo cabe huir de sí mismo, pero este absurdo tiene un buen parangón en el mito de Sísifo, pues nadie puede huir de sí, desde sí.
Ésta es la raíz de la pérdida de la autoestima y de la inmadurez de muchas personas. Eso sucede cuando se corre sin saber a dónde, o se vive la vida sólo desde la máscara que no se es.
Ese proceder no parece la estrategia más conveniente para aumentar la autoestima, que, por otro lado tampoco es un nuevo derecho humano, como algunos piensan. Por el contrario, es apenas un deber que cada persona tiene para con ella misma, para ser ella misma, para llegar a ser quien es, quien debe ser, de manera que pueda alcanzar, desde la libertad, autoexpropiarse en favor de los otros, que eso es amar.