Con los elocuentes modelos de tres narraciones literarias clásicas, el autor analiza sendos caminos para entender la relación de pareja y después los complementa con otros tres conceptos que inciden más profundamente en el amor entre hombre y mujer: amistad, compromiso y corporeidad.
This is the way that we love,
like it’s forever.
Then live the rest of our life,
but not together.
(Mika, Happy Ending, 2007)
La relación sentimental, amorosa, que conforman un hombre y una mujer que se involucran en un romance, ha merecido durante la historia la sesuda atención no sólo de antropólogos, psicólogos y filósofos, sino de la milenaria creatividad e inventiva de literatos, poetas y dramaturgos.
Y es que algo de misterioso ha tenido siempre para nuestra mente la explicación de los mecanismos anímicos, psicológicos, físicos (en suma, humanos), que mueven a dos corazones a desear sinceramente prolongar lo que comenzó como una intersección de caminos y proyectos vitales, y se convierte con el tiempo en la posibilidad de un nosotros.
El paso de los siglos y su experiencia acumulada parece ya no decir mucho al hombre contemporáneo cuando pretende responder, en la soledad de su yo enfrentado consigo mismo, cuál es el fundamento de una relación afectiva; o como se suele decir coloquialmente, en qué radica ser pareja.
Cuenta Platón en El banquete que la atracción entre hombre y mujer proviene del castigo que infringió Zeus a los andróginos (seres hombre-mujer), que ante su intento de invadir el Olimpo fueron separados en dos sexos, y desde entonces se buscan entre sí irremediablemente, como partes incompletas que intentan remediar la carencia del otro. Este relato pretender cifrar la búsqueda del uno hacia el otro bajo la razón de complemento.
Por el contrario, en Las cuitas del joven Werther, Goethe nos recuerda lo enfermiza que puede ser la búsqueda de un tú a quien amar, cuando la valía de nuestro propio yo depende del reconocimiento de un ser amado que le dé entidad, sentido, cuerpo, a nuestra propia persona. Werther enloquece por el amor prohibido de Lotte, prometida de su amigo Wilhelm; al verse sin esperanzas con la joven, Werther experimenta la ausencia de una imagen propia en la cual encontrar una razón para seguir adelante. Son las trampas del amor que convierten al otro en espejo para que nos devuelva con su mirada una imagen de nuestro yo, que juzgamos, por ajena, como la única digna de ser apreciada por nosotros mismos.
El personaje del Don Juan inventado por Tirso de Molina (más allá de las variantes de Molière, Lord Byron, Dumas, Zorrilla, etc.) consume en fugaces escarceos el único interés que para él representa la presencia de una mujer; porque en la inmediatez de una relación que está hecha para ser sustituida, busca sin conseguirlo una raíz que no termina por prender en el suelo fangoso de la inconsistencia. Es el amor de quien busca hacer de su pareja un mero soporte.
Aunque esos tres ejemplos son una lectura negativa del intento de hacer del otro un complemento, espejo o soporte, no deja de ser sugerente su triple advertencia: quien depende del otro como de un espejo, desenmascara su inconformidad ante el mundo que le rodea y le hace ver en su fuero interno qué tan pequeño es; sin soportar lo que ve. Por eso quien se espejea en el otro juega con la fantasía, la mentira justificada y la creación de un doble mundo en el que su pareja no sea sino el vehículo que le lleve lejos; hacia una imagen nueva de sí, que no le asfixie. Suele ser la ruta equivocada del amor narcisista y co-dependiente.
Pero tampoco parece ser buen negocio buscar hacer del amado sólo un soporte; demasiada fuerza debe tener la pareja para hacerla de cimiento para sí mismo y para el otro. Aunque es verdad que si el soporte es bien logrado, y fomenta el crecimiento libre del otro sin dejar de ser uno mismo, ocurre lo que con los postes de un muelle, la orilla de un embarcadero o los pilotes de una construcción: dan sostén, independientemente de lo sostenido, por su carácter propio y talante previamente ganado.
Por su parte, lograr ser complemento no es algo sencillo. Hay que evitar la dependiente satisfacción de insuficiencias mutuas que suelen reclamar la presencia del otro; más para llenar huecos cuya oscuridad nos sobrecoge, que para convertir la presencia del otro en un camino paralelo, sin el que no se descubre la ruta hacia nuestro propio destino.
AMISTAD, COMPROMISO Y CORPOREIDAD
Pero la antropología y la psicología contemporáneas han intentado andar caminos aún más audaces en la búsqueda de los rasgos que identifiquen aquella singular presencia que no sólo despierte camaradería o complicidad, sino que se transforme de ensayo en apuesta, y de promesa en realidad acompañada; en pareja.
Hoy dichas disciplinas hablan de tres requisitos que pueden ser evidentemente completados, pero que difícilmente pueden excluirse de una lista que pretenda un elenco definitivo; para ser pareja, dicen algunos autores, hacen falta al menos tres elementos: amistad, compromiso y corporeidad (es decir, erotismo).
Y es que la amistad en el contexto de una pareja se presenta como una marcada capacidad para la confidencia en exclusividad. Los enamorados saben que la comprensión, el interés, el ánimo, no dependen de la distancia, el tiempo o el espacio. Comunicar a otro la interioridad que ha nacido de nuestra interacción y particular asimilación del entorno, supone que no sólo ha sido absorbido el exterior, sino que ha dejado en nosotros un residuo antropológico, que sólo es manifestado a quien elegimos como destinatario de nuestra irreductible peculiaridad: la intimidad.
Pero no hay depósito de nuestra más profunda y confidente intimidad (es decir, quiénes somos, qué deseamos, hacia dónde pretendemos dirigir nuestra persona), sin una apuesta responsable que pretenda ser duradera.
En el compromiso se anuncia que la apuesta por el otro tiene el cariz de una elección, que al mismo tiempo es renuncia y exclusión de las demás opciones. Porque manifestar lo más propio que tenemos como humanos, nuestra entidad como personas, es imposible de lograr en un solo golpe de donación y conocimiento. Nos construimos como personas en el tiempo; y donar a otra persona la nuestra, reclama al menos de principio la presencia del otro durante todo el proceso en el que vamos conformando la persona que vamos siendo y que deseamos donar; es decir, durante todo el tiempo mientras existamos como personas. Una entrega perpetuamente a prueba o bajo estresantes cortes de caja periódicos, desestima el talante que el otro detenta como persona, y le convierte en prueba, en sustitución eventual, y no en destino.
No sería justo omitir como elemento la corporeidad o erotismo; la atracción hacia el vehículo más epidérmico de la persona. Es un motor potenciador del interés en el otro como pareja. Que no sea determinante no quiere decir que sea inexistente. Y en la pareja el erotismo se persigue como algo mucho más profundo que la corporeidad cruda o la genitalidad aislada. La pareja busca junto con la amistad y el compromiso un erotismo que no avergüenza, sino que entrega a ojos no extraños el desvelamiento del misterio que es la corporeidad propia. Es la preparación que convierte el cuerpo en el último límite de la manifestación de la persona, y la primera puerta hacia la pertenencia completa de ella.
CUANDO ALGUNO FALTA NO HAY PAREJA
Si alguno de estos tres elementos falta, las variantes resultantes se vuelven torpemente operativas: amistad sin compromiso hace camaradería; y cuando lo incluye, sólo refuerza vínculos que suelen permanecer a pesar de las pruebas, desencuentros y distancias. Pero por sí solos, amistad y compromiso, no hacen que dos personas se vean a sí mismas como pareja.
La amistad con erotismo (que en nuestra cultura han recibido los más variopintos epítetos: amigovios, amigos con derecho a roce, free, etcétera), abre la sensibilidad a un intercambio donde los intereses comunes son puestos a prueba, o no necesariamente convocados para permanecer. La pérdida de la sorpresa ante la irrupción íntima del otro, sin otro propósito que su manifestación a tiempo cero, anuncia que no hay en ello continuidad implicada; y deja el escenario libre a una estresante búsqueda de variantes, inventivas y creatividades, donde al no aparecer el dintel del compromiso como regulador, el motor para estar con el otro descansa en la mera curiosidad sobre la anecdótica experiencia sensible del otro.
Las esferas del compromiso sin amistad son múltiples, porque donde media la coexistencia en función de un bien útil (con sus respectivas regulaciones, temporalidad y espacialidades), sobreviene un compromiso que no se extiende más allá de la presencia del bien que convoca la concurrencia de ambos. Cuando irrumpió en la cultura occidental el matrimonio como contrato civil, el compromiso se combinó con el erotismo en un contexto que hizo innecesaria la temporalidad y la apuesta; y se conformaron uno al otro al tenor de un acuerdo de principio, que calibra su eficiencia y valora su pertinencia, con la posibilidad de revirar ante la variación de las circunstancias.
Compromiso con amistad, empeña la palabra y deriva en un acuerdo legal o de caballeros. El solo erotismo, sin compromiso y sin amistad, por su parte, constituye uno de los atajos más creativos que el hombre haya ideado en el ejercicio de su abstracción respecto del carácter personal. El pronunciamiento «es bueno que existas», se convierte entonces en un «deseo una arrebatante dimensión tuya, pero no las implicaciones de tu presencia completa». Hoy la sociedad contemporánea premia la impaciencia ante la manifestación de la persona en el tiempo, y prioriza la experiencia sólo de la dimensión inmediata, al margen de la aparición de las demás dimensiones de la persona.
Hablar de amistad, compromiso y erotismo como ejes de la pareja implica reconocer que en su vinculación las intensidades varían, mutan, se modifican; se hacen más fuertes o más débiles. Porque la persona no es unívoca y sus relaciones tampoco. La pareja no obedece a un patrón uniforme, estandarizado, donde se es pareja de un solo modo, con todos los elementos compareciendo por igual. Hay grados, matices, riqueza; que intentan salvaguardar y descubrir las mil aristas de la persona. Pero hoy esas aristas se relativizan, y la riqueza del yo frente al tú se vuelve detalle anecdótico.
¿Nos apresuramos en considerar como pareja a quien tenemos hoy a nuestro lado, sin que reuniera verdaderamente estas condiciones? ¿Desestimamos erróneamente la apuesta por la persona del otro, cuando reculamos la decisión? Son interrogantes que retan más a nuestra conciencia en la soledad de nuestra persona, que al intelecto en su ejercicio público.
Pero es de justicia advertir que preguntarnos sobre la pertinencia como pareja de la compañía que hoy nos comparte sus días, sólo podemos hacerlo respecto del otro y no sobre nosotros mismos. No seríamos jueces leales ni justos valorando nuestra propia idoneidad como parejas. Es la otra persona la que debe preguntarse sobre ello; y entonces concluir si fue un error o un acierto elegirnos o alejarse. Y quizá entonces compartir o disentir nuestra conclusión sobre el acierto o error al haber apostado por ella.
EPÍLOGO SÓLO PARA AMANTES CREYENTES
Para quien sostiene que el fundamento de su existencia, desarrollo y plenitud se encuentra fuera de este mundo material, los tres elementos descritos adquieren otra naturaleza y alcance. Para el creyente, la verdadera amistad (comunicación de la intimidad personal al otro, en plan de cierta exclusividad), el compromiso (la apuesta por el otro todo en reciprocidad) y el erotismo (como recepción y entrega de la puerta íntima de la corporeidad, que anuncia a la persona), son vistos en la integridad de la identificación con Dios. Y es entonces cuando el corazón humano se permite vibrar de adentro hacia afuera; desde la más íntima unión con el Fundamento y hacia las demás creaturas; y desde Él, hacia alguna en particular a quien elegimos como pareja.
Bajo esa visión, los errores, sinsabores, fracasos, e incluso los éxitos, dejan de hacer mella y amenazar con tribulaciones. Porque el corazón se encuentra en Dios, y a partir de Él se elige donarlo a otra persona. Y si la elección fue equivocada, no hay frustración, sino concurrencia en un plan mayor, que nos rebasa. Y la redirección de miras presenta menos complicación, porque el núcleo central queda íntegro.
Y es entonces cuando de verdad se es pareja, y se le quiere no por ella sola, sino con el amor que Dios ha impreso en nosotros; con el corazón con que Dios la amaría. Y si llega a colapsar esa relación, la ausencia del otro mantiene firme el amor a Dios, para ser destinado a quien sí quiera recibirlo y decida quedárselo de modo definitivo, constante: con amistad, compromiso, erotismo; pero en Dios. Pero esto sólo es comprensible para quien comparte esta visión, esta fe, y decide hacerla vida.
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Complemento
En el relato de El banquete de Platón, Zeus para castigar a los humanos los separó en dos sexos; desde entonces se buscan entre sí como partes incompletas que intentan remediar la carencia. Este relato pretender cifrar la búsqueda mutua bajo la razón de complemento.
Espejo
Goethe recuerda en Las cuitas del joven Werther cuán enfermiza puede ser la búsqueda de un tú a quien amar, cuando la valía de nuestro propio yo depende del reconocimiento de un ser amado que le dé entidad, sentido, cuerpo, a nuestra propia persona. Una trampa del amor que convierte al otro en espejo para que nos devuelva con su mirada una imagen de nuestro yo.
Soporte
El personaje del Don Juan consume en fugaces escarceos el único interés que para él representa la presencia de una mujer. En la inmediatez de una relación hecha para ser sustituida, busca una raíz que no prende en el suelo de la inconsistencia. Es el amor de quien busca hacer de su pareja un mero soporte.