Mi familia no acostumbra poner ofrenda de Día de Muertos. Sin embargo, desde mi adolescencia adopté la costumbre de colocarla en memoria de mi abuelo paterno, el minero de quien les he contado (istmo 312). Lo reconozco, se trata de un tic pintoresco y culterano de intelectual coyoacanesco. Disfruto invitando a mis estudiantes a merendar tamales y auténtico pan de muerto, del que sólo se consigue en los mercados. Pongo una ofrenda sencilla, flores de cempasúchitl, copal, velas, un poco de comida y el viejo retrato de don Bardomiano, mi abuelo.
El catolicismo y las creencias prehispánicas se entrelazan el 2 de noviembre en una conmemoración sincrética y colorida, profundamente arraigada en nuestro país.
LAS ÁNIMAS MEXICANAS
La víspera, solemnidad litúrgica de Todos los Santos, los niños muertos regresan a visitar a sus padres. Antaño se les llamaba «angelitos» y los enterraban vestidos de santos o ángeles, dando por sentado que gozan en el cielo. La liturgia tridentina celebraba un funeral especial, se cantaba el Gloria, reservado para las alegrías, y el sacerdote vestía casulla blanca de fiesta. Lógicamente, las ofrendas para los pequeños incluyen juguetes y dulces.
Las almas adultas regresan la víspera del 2 de noviembre para comer y beber. Se celebraba la misa con rigurosos ornamentos negros, sustituidos ahora por morados. Los mayores deben pagar sus pecados en el purgatorio, de ahí la importancia de rezar por ellos. Este detalle es fundamental para comprender la diferencia entre el día de muertos mexicano y el Halloween anglosajón. El segundo, insertado en el mundo protestante, descree del purgatorio, las indulgencias y los sufragios por los difuntos. Para los calvinistas más estrictos, los deudos no podemos hacer nada por los muertos. O están salvados o arden en el infierno.
Cierto que nuestro 2 de noviembre tampoco es modelo de rigor teológico. Según la ortodoxia católica, las ánimas del purgatorio no pueden salir de ahí hasta pagar por sus pecados. Santo Tomás de Aquino se hubiese escandalizado ante la mexicana costumbre de ofrecer un banquete a las almas, como si el arcángel San Miguel les concediese una pausa en su tormento.
Los frailes del siglo XVI, sin embargo, tuvieron el suficiente criterio para adaptar la costumbre prehispánica al dogma católico. En sentido estricto, las almas no regresan del purgatorio; la ofrenda es una conmemoración, un gesto, como colocar flores en una tumba.
Pero como los fieles difuntos no saben de teología, nos visitan para disfrutar de nuestra estupenda gastronomía. A los muertos de Janitzio, por ejemplo, les gusta regresar a comer pato enchilado, un platillo ex profeso del día. Los pescadores los cazaban con arpón; aunque, con la contaminación de lago, las ánimas purépechas deben lucir como zombies. Con todo, la celebración de Pátzcuaro conserva su magia y espiritualidad.
En Oaxaca, los difuntos aterrizan en las casas de sus seres queridos, que encienden hogueras para guiarlos y marcan el camino al hogar con pétalos de cempasúchitl a modo de pista de aterrizaje. Por fortuna, las autoridades del aeropuerto del DF no controlan el sistema, pues una falla técnica podría dejarlos volando en el limbo.
Las ánimas de San Andrés Mixquic, allá por Tláhuac, ahora beben cerveza y Coca cola gracias a la modernidad. Supongo que muchas habrán muerto por diabetes. Los habitantes del Valle de México hemos perdido la cocina sana. Abandonamos el agua de tamarindo, de jamaica, los huazontles, verdolagas, quelites y nos atiborramos de chatarra refrita. Que nadie se ofenda, pero de Mixquic queda muy poco. Hemos depredado la zona chinampera, y el turismo, dizque folclórico, arrebató el encanto a sus panteones. Lo digo con dolor, la fiesta de Mixquic ha devenido un insustancial carnaval ranchero.
Cuando me toque regresar del más allá, llegaré a Yucatán. Durante la fiesta del Hanal Pixan, «Banquete de las ánimas», vivos y difuntos comen opíparamente. Se cocina relleno negro, puchero de gallina y unos formidables tamales llamados pibes o mucbipollos, verdaderamente, celestiales. El auténtico pibe se cuece en horno de tierra, pues eso significa «pibil». También se agasaja a las ánimas con jícamas, camotes, yucas, mazapanes y palanquetas. Beben una especie de atole con cacao, anís y pimienta. Perfuman la ofrenda una variedad de flores y hierbas: ruda, limonaria, virginias, albahaca y otras especies silvestres imposibles de conseguir fuera de la península. Eso sí, algunos deudos desconfiados arrojan ceniza en el suelo para comprobar las huellas que dejan las ánimas.
Lo que más me gusta de nuestros difuntitos es su aristotelismo. Me explico: para Aristóteles los objetos se componen de sustancia y accidentes. Los accidentes son las propiedades de las cosas, color, peso y demás adjetivos calificativos. La sustancia, como su nombre lo indica, sustenta estas propiedades; es el sujeto donde las propiedades accidentales se sostienen. Pues sucede que las ánimas mexicanas dominan la metafísica y se alimentan de «la sustancia» del mole, de los tamales, del atole. Los vivos comemos las sobras, es decir, el sabor, el olor, las texturas. ¿No es encantadora esta forma de convivencia?
LA MUERTA RISUEÑA
No me creo eso de que los mexicanos nos reímos de la muerte. Nos burlamos, sí, de la calaca de azúcar, pero no de nuestra personalísima muerte. Ni siquiera la esperanza cristiana logra disolver el temor ante ella. La muerte siempre es amarga y dolorosa. Si Jesús lloró por su amigo Lázaro sabiendo que iba a resucitarlo, cuánto más nosotros ante el cadáver de un amigo o pariente.
Y con todo, nuestro día de muertos presenta un deje de dulzura. ¿Vieron la película El cadáver de la novia de Tim Burton? El director comentó que se inspiró en la celebración mexicana. La influencia se percibe en una escena clave, especialmente conmovedora. Los muertos aparecen en la boda de los vivos; la gente se asusta. En el clímax del terror, un pequeñito exclama: «¡Abuelo!». La trama da un vuelco y se torna entrañable. Los muertos y los vivos se abrazan cariñosamente.
En la cultura mexicana del 2 de noviembre, los vivos pueden reencontrase con sus difuntos, el esposo, hermano, la madre. Éste es el quid. Ese día, las fronteras entre este mundo y el más allá se difuminan. La reacción no es de terror, sino de agradecimiento; el encuentro no es con fantasmas, sino con visitas ansiadas a quienes consentir y agasajar.
JACK O’LANTERN LA CALABAZA SINIESTRA
Halloween también proviene de la amalgama entre paganismo y cristianismo. Los celtas temían a los espíritus que rondaban la noche del 31 de octubre. La calabaza labrada con una vela adentro era un talismán contra los espectros; Jack O’Lantern es un monstruo lo suficientemente aterrador como para alejar a los malos espíritus de aquella noche.
Los mexicanos aguardamos a nuestros muertos con cariño; los anglosajones usan calabazas para espantarlos. El trick or treat –la frase para pedir dulces– refleja el chantaje de los espectros. Los espíritus perversos amenazaban a las hogares celtas si no recibían algo.
En su estado actual, la fiesta carece de significado religioso y mágico. En México, ya sea por influencia del catolicismo, ya por el vigor de las tradiciones prehispánicas, la conmemoración conserva parte de su espiritualidad. El Halloween, por el contrario, es una celebración anodina. En no pocos casos es un panegírico de la muerte violenta y sangrienta. Es Freddy Krueger. Es Jasón. Es Cementerio de animales (Stephen King) con los redivivos crueles y desfigurados.
Tristemente, a pesar de que cualquiera advierte la trivialidad de Halloween respecto al Día de Muertos, las calabazas sonrientes avasallan en México. De no ser por el esfuerzo del gobierno por preservar las tradiciones, la Catrina ya hubiese sucumbido.
Bueno, me ganó lo nacionalista. Tras mis devaneos cosmopolitas, a mis cincuenta años retomo mis querencias. El Día de Muertos es uno de los intentos más tiernos por sublimar la muerte de los seres queridos. Un rasgo muy valioso de nuestra cultura.