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Por otro lado, cada vez son más raros los libreros que sí saben de libros: te acogen con una sonrisa pues han detectado en ti al lector y cliente. Se acercan, ven en qué estante te detienes y preguntan: ¿Ya leyó esto o lo otro? ¿Conoce la biografía de fulano o de zutano? ¿Le interesan los libros de suspenso? ¿Tiene la última novela de tal autor? ¿Conoce esta antología de la poesía de Carlos Pellicer? Pero quizá ya eres su amiga, conoce tus gustos y te sale a recibir con un volumen en la mano, que casi le arrebatas y se entabla una amena plática sobre el autor. Francamente no dan ganas de salir de la librería y pasas allí toda la tarde.
De esos libreros quedan pocos, tal vez en algunas «librerías de viejo». Ahora, las grandes librerías tienen muchos empleados, se acerca uno y te pregunta qué buscas. Se dirige a una computadora, registra nombre de autor y título y te muestra la pantalla. Si le preguntas si ya leyó el libro, te ve con cara de what y te dice que no, pero que se han vendido siete volúmenes, que vale tanto, y que de ese autor les queda otro título. No hay plática ni comentarios. Si tiene el libro, lo localiza rápido y te lo entrega con una tarjetita con su nombre o contraseña, para que lo registre la cajera. Claro que en aquella inmensidad, con millones de libros, cuándo los pobres vendedores van a tener tiempo, de leer esas toneladas de papel impreso. Por eso muchas veces prefiero las librerías pequeñas con atención personal.
UN RECUERDO Y UNA IMAGEN
Cierto que las grandes librerías tienen un rincón con sillones cómodos, donde puedes sentarte a hojear los libros que te interesan y pasar unos minutos agradables. Allí solemos encontrar al clásico «gorrón o gorrona», que no hojea los libros sino que los lee plácidamente de cabo a rabo, en frecuentes –si no diarias– visitas a las librerías…
Estoy convencida que obtenemos el gusto por la lectura de la propia familia. Mi papá me aficionó desde niña a los libros. Según iba yo creciendo, me regalaba libros adecuados, sobre todo cuentos y novelas de personajes históricos. Ya adulta, para dar una tregua a la Etnografía y Antropología, me aficioné a los de historia novelada de Larry Collins y Dominique Lapierre y los de suspenso con fondos reales de Frederick Forsyth.
Un recuerdo precioso que retengo y vuelvo a gozar, es un día de Reyes: me desperté tempranísimo y busqué los paquetes que me traían, aparte de los chocolates rellenos de cereza y licor. En una esquina de mi habitación, con un enorme listón dorado, se hallaba un pequeño librero –que olía a cedro– con su puerta de cristal, donde descansaban los 20 tomos de El tesoro de la juventud y en la parte superior se alineaban cinco enormes libros de cuentos preciosamente empastados en rojo. Uno de los mejores regalos que he recibido en la vida.
Y una imagen reciente que también me produce gozo, es la de dos niños pequeños –cinco o seis años–, que en una «librería de viejo», sentados en un mínimo banquito, pasaban lentamente las hojas de un deteriorado libro ilustrado de cuentos de Grimm y de Anderson. Ignoraban el ambiente de su alrededor, disfrutaban la lectura absortos. Me dolí de no llevar mi cámara y pensé que un Renoir o un Manet, hubieran bosquejado rápidamente la escena…
Bienvenido sea ese tipo de «gorrones…», seguramente futuros grandes lectores.
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*Periodista y coordinadora de Educación Continua para Adultos Mayores (ECA) en la Facultad de Pedagogía de la UP. Autora de Estreno sol cada día.