Carlos Llano me enseñó y me protegió. No fue mi amigo, pues la amistad requiere de una intimidad y un trato que nunca sostuvimos. Hasta en eso, en los afectos, era un hombre extraordinariamente templado. Casi estoico. Esa sobriedad no significaba ausencia de cariño. Lo había. Pero la amistad se teje entre iguales y, muy a pesar de mis libros y de mis éxitos –menudos o grandes, lo mismo da– siempre lo miré como un superior.
A él dediqué mi primer libro ¿Qué es la ecología? : conservación ambiental, empresa y modernidad: «A Carlos Llano, que me enseñó a hacer filosofía de la empresa; y de la filosofía, una empresa», reza la dedicatoria. Además, él financió la publicación de mi primer libro de Filosofía, el de la inducción en Aristóteles. Según esto, consiguió un donativo de su madre para tal propósito. Y no hace mucho, me ayudó a publicar otro texto de Filosofía.
Pienso en el doctor Llano como un hombre que cultivó la magnificencia, una virtud rara, propia del caballero aristotélico. Carlos Llano era sobrio y austero consigo mismo, jamás tacaño. Unas semanas antes de su muerte, le ayudé con un discurso. Recibí un pago estupendo, que superó mis expectativas. Así fue siempre conmigo: magnífico.
Conforme maduré, tomé distancia intelectual de él. Por ejemplo, no le gustó mi libro Gula y cultura; percibió en él un tufillo frívolo. En otra ocasión, le comenté que su posición sobre el divorcio coincidía grosso modo con Horkheimer. Se molestó mucho: «Los católicos tenemos suficientes argumentos y no necesitamos de ellos», objetó. A pesar de ese amable distanciamiento siguió encargándome pequeños trabajos; enterado de mis necesidades económicas, pude contar con esos ingresos complementarios.
Cuando me sentí filósofo de la empresa, le consulté sobra la conveniencia de conseguir un coautor para escribir un libro de ética de los negocios. Su respuesta me fulminó. Él se ofreció a ser coautor conmigo. Publicamos en Trillas. Él mismo me llevó con uno de los señores Trillas para presentarle, de parte de los dos, nuestro manuscrito. Cuando el libro se publicó, en el lomo sólo apareció el apellido «Llano» –en portada, por supuesto, luce el «Zagal» emperifollado con el «Llano»–. Le escribió, entonces, una carta indignada al editor por ese minúsculo desprecio hacia mi persona.
Cuando era estudiante de la licenciatura, él era Rector de la Panamericana y mi profesor. Le pedí una cita para hablar de filosofía. Supongo que lo busqué para discutir sobre los posibles temas de tesis. Durante esa entrevista le pidió a Josefina, su secretaria, un expediente. Ella le contestó que no lo encontraba. Llano, de una manera firme, muy a la española, le ordenó: «¡pues búsquelo!»
A los pocos días recibí una llamada de su oficina. El Rector quería verme de nuevo. Acudí a la cita con curiosidad. «Héctor, te busqué porque quiero que sepas que hice mal, que la otra vez traté mal a la secretaria, y quiero que sepas que no se trata así a la gente». Aquello me conmovió hondamente. Yo era un escuincle de 21 años.
Al final del día, caigo en la cuenta de que era un gran maestro: me apoyó, me animó, no me asfixió ni me convirtió en su sombra. Precisamente por ello pude disentir con él en tantos puntos. Doctor Llano, muchas, muchas gracias por todo.