Con frescura y sencillez, Alejandro, Estela y Rafael Llano Cifuentes narran algunos recuerdos de infancia y vivencias familiares en Madrid y en Ribadesella (Asturias). Un texto entrañable que entreteje la alegría de poder expresarse de esa manera de un hermano y la tristeza de saber que ya no está con nosotros.
Alejandro Llano
Al menos en el recuerdo, la admiración por mi hermano Carlos se remonta al inicio de lo que en aquellos años –finales de los cuarenta– se llamaba «uso de razón». Era mi padrino de bautismo y había cierta simetría entre nuestras respectivas posiciones en la serie de los nueve hermanos. Carlos era el segundo, sólo precedido por José Antonio, y yo era el octavo, con Álvaro como el único más pequeño que yo. Esta admiración, que dura hasta hoy, se ha ido completando con un gran cariño mutuo, y con mi consideración de maestro intelectual y personal que yo le reconozco calladamente desde hace tiempo. Pero en aquellos años de mi infancia y su primera juventud, Carlos presentaba ante mí un aspecto casi mágico. Ejercía un magnetismo activado por su elocuencia y su capacidad de fabulación, fruto de muchas lecturas y de una potente imaginación.
Pasaba de la realidad a la ficción sin aparente esfuerzo y sin que yo supiera en qué terreno nos estábamos moviendo.
Carlos había creado a mi alrededor un mundo fantástico, poblado de xanas (las pequeñas hadas de los ríos asturianos), elfos y enanos, a los que prestaba cada día nueva vida. Cuando estábamos en Ribadesella, rodeados de robles, castaños y alisos, me llevaba de buena mañana a alguna espesura cercana y allí me enseñaba las huellas que, en sus actividades nocturnas, habían dejado aquellas criaturas fabulosas. Yo lo creía a pies juntillas, porque los rastros coincidían exactamente con lo que él me había contado. No podía sospechar que todo lo había preparado previamente. Luego reforzaba aquella realidad invisible con libros de cuentos y relatos escritos por él mismo que me daba a leer.
UNA VIDA INDEPENDIENTE
Pero lo que más me cautivaba era el hecho de que él tuviera una vida independiente de todos los demás de la casa. Daba largos paseos en solitario. Leía continuamente, apartado de los demás, y escribía sin parar. Hablaba de cosas que ninguno conocía y solía mostrarse ausente, como habitando otro mundo que los demás no podíamos vislumbrar.
Carlos era un poeta, un buen poeta, diría yo todavía hoy. Había compuesto toda una epopeya, en la que valerosos piratas navegaban hacia una lejana y misteriosa isla:
Allá iremos, compañeros,
hasta vencer o morir:
nuestro destino cumplir
en la oculta isla de Yak.
La figura central de aquel gran poema era una misteriosa mujer:
Silvia,
de profundos ojos negros,
de suave y sedoso pelo,
que, en una graciosa onda,
le cae sobre espalda y pecho,
semejando una amazona.
Cuando comenzó la moda existencialista, Carlos enseguida captó de dónde venían los vientos culturales, y se adaptó a aquella angustia francesa, a aquel subrayar el absurdo y la desesperación como compañeros inseparables de la condición humana:
Corren de espuma raudales,
bullen las aguas.
Y en el azul de los mares
flota una barca.
Flota una barca perdida,
sin esperanza.
El mar azul es mi vida,
yo soy la barca.
Pero lo que le consagró como poeta en el círculo familiar fue el primer premio del certamen que mi padre convocó entre mis hermanos mayores, y cuyo tema era «Elogio de Asturias». Asturias era nuestra tierra primaria, aunque Carlos siempre fue fiel a su México natal, porque se consideró mexicano a lo largo de toda su vida. De ese poema recuerdo algunos versos que todavía guardo en la memoria, a contrapelo del paso de los años:
Socavones carminosos
extendidos como gárgolas;
tortuosas y graníticas culebras
que se enredan confundiéndose:
los caminos.
Negros bosques de arboleda milenaria
con erguidas direcciones de eucaliptos.
Y el olor tan ardoroso a yerba seca,
y el olor tan penetrante a fresco aliso.
El azul tan espumoso de los ríos
que descienden por pendientes verticales
invadiendo los espacios
con sus ruidos.
Son imágenes confusas
que entremezclan la ilusión
con el sentido.
Porque Asturias, admirable,
no se olvida
ni en paisaje, ni en recuerdos,
ni en cariño.
Con todo, su fama ante el gran público proviene de una de las últimas composiciones conocidas por mí. Se trataba del melodrama de una china y un chinito que eran pobres y ciegos. Vagaban perdidos y hambrientos, hasta que un día llegaron al borde de un profundo barranco. Los dos lo adivinan y cada uno trata de salvar al otro, pero en esa pugna amorosa, ambos caen al abismo. Mis padres, no sé si en serio o un poco en broma, le hacían recitar el «Romance de la china y el chinito» ante algunas visitas. Y su gloria poética sobrevino cuando, durante una sobremesa, logró que lloraran dos de mis tíos, a los que sus sobrinos no les teníamos demasiada simpatía.
Tanto admiraba yo a Carlos que procuraba seguirle los pasos. Pero él me ponía obstáculos y me tendía lazos. Un día entré tímidamente en su habitación, con la disculpa de preguntarle algo o tal vez para conseguir que me prestara un libro de su inaccesible biblioteca. Él se sorprendió de oír mi voz y preguntó dónde estaba.
—Aquí, aquí –respondí extrañado.
—No te veo –arguyó él.
Y enseguida, el diagnóstico: yo era víctima de un raro fenómeno que me había vuelto invisible, y la transformación no tendría vuelta atrás. A pesar de que, como todos los niños que han leído novelas fantásticas, también yo había deseado alguna vez llegar a ser invisible, pasó como un relámpago por mi imaginación el tormento que supondría toda una vida en la que nadie pudiera verme.
Aterrorizado, fui corriendo a buscar a la tata, que era la confidente de mi infancia. Azucena, que procedía de Lastres, pueblo costero cercano a Ribadesella, se encontraba en el pequeño lavadero, situado al lado de la cocina en nuestro piso de la madrileña calle Castelló. Cuando hablaba con ella, yo mismo utilizaba giros asturianos como, por ejemplo, poner el pronombre reflexivo detrás del verbo:
—Tata, ¿vesme?
Azucena vaciló un momento, sorprendida por la pregunta. Pero, con su aguda inteligencia, inmediatamente se dio cuenta de que Carlos me había seguido, para observar en qué paraba su ardid. Y ella, indignada y compadecida, contestó finalmente:
—Claro que te veo, probín, ven aquí que te dé un abrazu.
Todavía siento en mi cuerpo sus manos mojadas que me acariciaban, mientras reprochaba a Carlos que engañara a su hermano pequeño.
PREVALECIÓ CLARIDAD DE MENTE Y GENEROSIDAD
Los rasgos de genialidad que, desde su infancia, apuntaba Carlos eran susceptibles de una doble deriva. Una de estas posibilidades vitales –la negativa– podría ser una originalidad desarraigada y escasamente solidaria. Fue mi madre, Estela Cifuentes, quien –con su sentido de la realidad y su espiritualidad profunda– se percató enseguida de este riesgo. Pero veía, sobre todo, los horizontes positivos. Con paciencia y sentido positivo fue fomentando el indudable buen fondo de su hijo, hasta que claramente prevaleció la claridad de mente y la generosidad.
Ironías y bromas, a las que Carlos había sido tan dado, ocultaban cada vez menos su destacada capacidad intelectual. Y el propio ritmo de la maduración de su personalidad iba dejando ver su rectitud moral y su entereza. Estos rasgos de su fuerte carácter se consolidaron cuando comenzó sus estudios de Bachillerato.
Como todos los hermanos, estudió en el colegio de El Pilar, dirigido por los marianistas. En aquel gran edificio neogótico de la madrileña calle Castelló, el prestigio personal de Llano –los profesores nos llamaban por el apellido– aumentaba de año en año. Hasta el severo D. Victorino Alegre, Director del Colegio, le ponía públicamente de ejemplo. Las chanzas de las que le hicimos objeto, por colaboracionista, no disminuyeron –más bien lo contrario– el respeto que le teníamos sus hermanos más pequeños.
En El Pilar, uno de los cargos de mayor dignidad era el de director de la revista estudiantil Soy Pilarista, que han ocupado sucesivamente alumnos que llegarían a ser directores de importantes periódicos, ministros o grandes financieros. Pues bien, además de estar al frente de Soy Pilarista, Carlos fue nombrado Presidente de la Congregación Mariana del Colegio, con la autoridad moral que llevaba consigo. Todos esperaban que hiciera una carrera profesional fulgurante, y que antes estudiaría Derecho con vistas a la oposición de Notarías, o bien Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Por eso sorprendió –y tal vez defraudó a algunos– que Carlos se matriculara en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, para cursar una carrera cuyo prestigio intelectual no deparaba altas retribuciones económicas ni poder político. Pero esta decisión tan poco popular –y tan acertada– confirmó que él buscaba realidades y valores, más que apariencias y éxitos prematuros.
DOS CIRCUNSTANCIAS SE DIERON LA MANO
Durante los meses transcurridos entre el final del bachillerato y el comienzo de sus estudios universitarios, Carlos había conocido el Opus Dei a través de Enrique Cavanna y de D. Jesús Urteaga. Lector de Teresa de Ávila, añoraba el haber conocido a algún fundador de la talla de la santa castellana. Pensó inicialmente que el Opus Dei no le proporcionaría tal posibilidad, porque su denominación latina parecía revelar un origen medieval. Se llevó una sorpresa al enterarse que Josemaría Escrivá, además del autor de Camino, era el fundador de la Obra. Y, durante una excursión por la Sierra de Guadarrama, una larga conversación con César Ortiz de Echagüe, estudiante de arquitectura, le aportó las pocas razones que todavía le faltaban para pedir la admisión en el Opus Dei.
Fue este paso, decisivo en su vida, el que le llevó a Roma, donde convivió con san Josemaría en un período inolvidable. Durante aquellos años, realizó estudios de doctorado en la Universidad Tomás de Aquino, y presentó una tesis doctoral en Filosofía sobre el principio de no contradicción, dirigida por el maestro Garrigou Lagrange.
Coincidieron entonces –eran los comienzos de la década de los cincuenta– dos circunstancias que darían otro importante giro a su trayectoria vital. Por una parte, la labor apostólica de la Obra en México –donde él había nacido y pasado sus primeros años– estaba dando sus pasos iniciales, y se necesitaban personas sólidamente formadas para comenzar con buen pie aquella primera expansión en América. De otro lado, mi padre, Antonio Llano Pando, precisaba una ayuda cercana en sus empresas y negocios, tras cerca del medio siglo como emigrante en un país en el que había templado su carácter y desarrollado su capacidad creativa. La inquietud apostólica y la petición de mi padre se dieron la mano y condujeron a Carlos a México, país en el que permanecería ininterrumpidamente el resto de su vida.
Y es precisamente en México donde se manifestaron de manera progresiva sus potencialidades intelectuales y personales. Estoy convencido de que la colaboración empresarial con mi padre –que comenzó a alternar sus estancias en México con períodos en los que regresaba a España para estar más cerca de la familia– fue clave para el desarrollo armónico del perfil humano de Carlos.
Llegado a México todavía adolescente, Antonio se había forjado a sí mismo a través de emocionantes vicisitudes históricas y sociales, había cultivado su preparación cultural, había trabajado con audacia y, lo que es aún más importante, su temple ético había madurado en una honradez impecable y en una generosidad sin alardes. A su lado, Carlos aprendió exigencia, rigor, prudencia y constancia en la labor que llevaba entre manos. Éste es, sin duda, uno de los factores que explica su fecundidad creciente en las tareas tan amplias y variadas que desarrolló durante más de cinco décadas transcurridas en el Distrito Federal.
SINTETIZABA EL ACIERTO CON LA EXACTITUD
La muerte de Carlos ha sido para mí un golpe tremendo. Era, en este mundo, la persona con la que yo me sentía más unido, más identificado. Entre otros motivos más esenciales, él se dedicaba también a la Filosofía y había trabajado mucho tiempo en la gestión universitaria. Fue casual que coincidiéramos durante varios años en nuestra condición de rectores, él en la Universidad Panamericana y yo en la Universidad de Navarra; pero resultó significativo que las pocas ocasiones en que podíamos comentar nuestras experiencias de dirección académica estuviéramos de acuerdo en todas las cuestiones fundamentales.
Cuando me llegó la noticia de su inesperado fallecimiento, tuve la sensación, muy intensa y nada romántica, de que al morirse Carlos era yo también quien me moría. Sufrí mucho –otro tanto les sucedió a mis hermanos– y he tardado meses en incorporar vitalmente el consuelo de una convicción que tenía en mi mente desde el principio: que su muerte no había sido un final sino una culminación.
Carlos ha sido una persona de extraordinaria calidad intelectual y humana, con una alegría contagiosa y una generosidad sorprendente.
Poseía el don de la amistad. ¡Cuántas personas se consideraban sus amigos íntimos! Por mi parte, además de aprender mucho de sus decenas de excelentes libros de filosofía y de empresa, pude comprobar que gozaba de la rara cualidad de aconsejar sabiamente. En términos de Pascal, se podría decir que sintetizaba el «espíritu de finura» con el «espíritu de geometría»: el acierto con la exactitud.
Al repasar sus trabajos y sus días, uno se acerca a la convicción de que todavía es posible realizar en nuestro tiempo, y de modo nuevo, la tarea del héroe. Pero, ahondando un poco más, se llega a la certeza que Carlos guardaba silenciosamente el secreto de su eficacia y su fecundidad: era un hombre metido en Dios.
Travesuras, vena poética y despistes
Estela Llano
Ya se han recogido y publicado muchos testimonios sobre la vida profesional, académica y social de Carlos. A nosotros, los más allegados –hermanos y hermanas– se nos pide que recabemos algunos recuerdos sobre su niñez, vida familiar, rasgos de su comportamiento en sus primeros años. |
Rebuscando en mi memoria podría agrupar estos recuerdos en travesuras, vena poética y despistes.
MANTUVO SIEMPRE CARA DE «TRAVIESO»
He leído en alguno de los testimonios escritos, que Carlos tenía a veces cara de «travieso». Es un rasgo que ha mantenido desde su infancia. Carlos de pequeño era muy travieso. Y más que eso, mi madre le llamaba «cascarrabias». Cuando se enfadaba era algo terrible y después de alguna «trastada» se le castigaba de distintas formas. Recuerdo que tras una de sus «fechorías» le encerraron en el desván de nuestra casa en Asturias, donde pasábamos los meses de verano. En esa guardilla había un ventanuco que daba al tejado de la casa. Por allí trepó y llegó caminando sobre el declive inclinado de las tejas, hasta la chimenea y de allí, al borde del tejado. Manchado con tiznones del humo de la chimenea empezó a gritar muy fuerte para que le oyéramos desde abajo: «¡Como no me abráis la puerta me tiro desde aquí ahora mismo!». Lo repitió varias veces hasta que –posiblemente mi padre– le hizo razonar para que no hiciera tal cosa. Se le sacó de allí y ya no recuerdo lo que pasó después. El susto familiar fue morrocotudo.
No sé decir la edad que tendría, quizá ya rondando la adolescencia. Compartía la habitación con su hermano Rafael, quien le sintió levantarse de la cama y vestirse. «¿Pero por qué te levantas?», le preguntó. «Porque ya es hora de levantarse. Son las nueve». Mi hermano Rafa se levantó y al ver la casa en absoluto silencio fue a la habitación de mis padres. «¿Qué pasa, por qué nadie está levantado?», les preguntó. Mis padres le miraron asombrados. «¿Pero qué haces, si son las seis de la mañana?». «Pues Carlos me ha dicho que son las nueve, se ha levantado y se ha marchado».
Alarma general. La puerta de la entrada estaba abierta, en el vestíbulo había mucho desorden: chaquetas y bastones por el suelo… y en la cocina varios cacharros y utensilios de la cocina estaban desparramados… «Aquí ha habido una pelea», dijo alguien. «Es posible que hayan raptado a Carlos».
Aquel verano nos habían advertido que estaba asaltando las casas y secuestrando gente un bandido –del grupo a los que denominaban «emboscados» llamado Bernabé, del que habían puesto una fotografía en una tienda cercana con el letrero de «se busca» (en americano «wanted»). Nos decían que convenía estar en casa al oscurecer y cerrar bien las puertas. La gente estaba bastante aterrada, especialmente una empleada que teníamos llamada María, que era la que primero se levantaba para preparar los desayunos. Al ver la destartalada cocina por poco se desmaya.
Avisaron a las casas de al lado, en las que vivían unos tíos nuestros, para darles la voz de alarma y ellos empezaron a hacer recuento para ver si faltaba alguno de sus hijos, algunos todavía pequeños. Recuerdo que mi hermana María Elena y yo nos pusimos a rezar, bastante angustiadas. El resto de la familia seguía asomada a las ventanas. Tengo que decir que en aquel momento no había forma de llamar a la policía, porque en esa aldea, bastante remota, llamada El Carmen no disponíamos de línea telefónica. Había que bajar cinco kilómetros a la Villa para hablar por teléfono. Mi padre atisbaba la carretera –que era casi un camino porque estaba sin asfaltar– en la que había una recta de varios metros y después una curva pronunciada. Al cabo de un rato –que se nos hizo eterno– mi padre vio aparecer a Carlos doblando la curva tranquilamente, caminando al ritmo acompasado de una «cachava» (como en Asturias llaman al bastón). Sólo sé que respiramos todos, incapaces ya de volver a dormir aquella mañana. El diálogo que hubo entre el «patrón» (que así llamábamos a veces a mi padre) y Carlos lo desconozco. Sólo sé lo que alegó Carlos para razonar su conducta y quizá también para mitigar la reprimenda. «Le gustaba pasear a esas horas porque se pensaba mejor». Lo del desorden de la cocina había sido para asustar a María, fingiendo que allí había entrado Bernabé. Sobre la reprimenda del «patrón» no supimos nada. El signo externo del castigo fue que Carlos estuvo 15 días sin bajar a la playa.
¿Qué escribirá Carlos?
Sobre su vena poética, la tenía desde pequeño muy agudizada. Le veíamos leer y escribir mucho. Como había casi siempre un gran bullicio alrededor –hablo de los meses de vacaciones– posiblemente le costaría concentrarse. Esa fue quizá la razón que le hizo construirse una rústica mesa de escritorio con su respectivo asiento, hecho todo de ramas y tablas e instalar esos artefactos en la copa de un árbol. El árbol elegido fue un cerezo, en el que lógicamente había cerezas en esos meses de verano. Estaba bastante retirado, pero pronto lo descubrimos al ir a buscar cerezas. Tengo que decir que respetábamos bastante su silencio, al verlo allí subido escribiendo… «¿Qué escribirá Carlos?», pensábamos. Pero parte de aquella misteriosa estrategia por fin se hizo pública. Carlos escribía versos, poemas. Mi madre le pidió que leyera alguno. Le gustó tanto que le pidió a Carlos que leyera la historia de «Los chinitos». En la sobremesa la escuchamos todos. Era un drama tierno y triste. Lo chinitos eran pobres y ciegos y no tenían a nadie que les cuidara. Su vida terminó al caerse por un precipicio. Recuerdo que el llanto se hizo casi general. Todos soltamos las lágrimas, incluido el matrimonio invitado, que después de secarse las lágrimas alabó ampliamente el relato.
Más adelante se metió en temas más serios y poéticos, como los que recoge mi hermano Alejandro en sus memorias Olor a yerba seca. La primera estrofa de una oda a Astu rias empezaba así: Corren de espumas raudales… (El verso aparece en la página 24).
«Le puede pasar a cualquiera»
Creo que ocurrió en Roma, cuando una noche a la hora de la cena en la que compartía mesa con otros estudiantes de su edad, empezó a explicarles algo que requería una pluma estilográfica para escribirlo en un papel. Al terminar la explicación siguió tomando la sopa con la pluma que tenía en la mano, tiñendo el líquido de la sopa de un azul intenso. Carcajada general. Reacción de Carlos muy en serio: «No sé por qué os reís. Esto le puede pasar a cualquiera».
Otro día presidía una reunión en un despacho que no era el suyo. Al levantar la sesión Carlos fue el primero en salir pero –para sorpresa de todos– no se dirigió a la puerta sino que se metió en un armario. Él cuenta que se avergonzó tanto de su despiste, que se quedó allí metido esperando que se fuera la gente que, divertida, pasados unos minutos le sacó del armario en medio de una carcajada general.
Finalmente y durante el corto tiempo que se dedicó a los «negocios», los jefes de su empresa le dijeron que estaban esperando una llamada telefónica importantísima. Esa llamada entraría por su teléfono. La persona se llamaba doña Rosa Raso. Para que no se le olvidara repitió su nombre varias veces: Rosa Raso, Rosa Raso… Cada vez que sonaba el teléfono recordaba: Rosa Raso… La llamada tardó en producirse y por fin… ring… ring… «Aquí Rosa Raso, ¿con quién hablo?». Y Carlos muy solícito contestó: «Aquí Carlos Corlas»… Doña Rosa Raso, desconcertada, colgó inmediatamente el teléfono y cortó la comunicación. (8-IX-2010)
Correspondencia entrañable
Rafael Llano
Carlos demostró, desde su primera infancia, una inteligencia no común. Esto unido a su constancia, laboriosidad y orden lo colocó, ya en sus primeros años de bachillerato –cursado en el colegio de El Pilar, en Madrid– en el primer lugar de su clase. Destacaba especialmente con «matrículas de honor» habituales y consecutivas.
Era muy considerado entre sus colegas. Vivió siempre con mucha seriedad su cristianismo. Fue nombrado presidente de la Congregación Mariana del colegio.
Demostró precozmente sus cualidades de escritor. Recuerdo muy bien una novela en verso que comenzó a escribir cuando tendría 12 o 13 años. Era una novela de aventuras que se desenvolvía en lejanos mares y tierras asiáticas. Escribía mucha poesía. Yo recuerdo algunas que grabé en mi memoria adolescente. Transcribo aquí solamente dos, sin garantizar su absoluta fidelidad, ni la debida disposición de los versos: Socavones carminosos… (El verso aparece en la página 24).
Y otro que, aunque escrito en la adolescencia ya revela su preocupación por el sentido de la vida: Corren de espuma raudales… (El verso aparece en la página 24).
Carlos conoció el Opus Dei en 1949, al terminar su bachillerato. A la mitad de ese año contraje una enfermedad que me obligó a hacer un largo reposo y exigió que la familia, en vez de pasar el verano en Asturias, lo hiciese cerca de la Sierra de Guadarrama, no lejos de Madrid, donde el clima era más seco. Alquilamos una casa en «Los Molinos».
Los conocidos de Carlos del Opus Dei iban a hacerle visitas. A veces iban de excursión a la sierra. En una de esas excursiones Carlos decidió pedir la admisión en la Obra.
Nosotros charlábamos mucho. Yo veía que demostraba entusiasmo por la Obra. Un día mi madre me dijo que estaba un poco preocupada porque tenía miedo que Carlos decidiese ser del Opus Dei. Estaba temerosa de que lo convenciesen a tomar esa decisión. Yo le dije: «Carlos es lo suficientemente inteligente para no dejarse engañar». No podría entonces pensar que, tanto ella como yo y seis de mis hermanos, se dejarían «engañar».
Dejó conmigo Camino de San Josemaría. En mis largos períodos de descanso, meditaba con aquel libro. Me encontré con un punto que me impresionó mucho. Al día siguiente intenté reencontrarlo y no conseguía. Reviré el libro muchas veces sin ningún éxito. Carlos me vio en esa operación y me preguntó qué estaba buscando. Se lo expliqué. Agregó con mucha convicción: «Ten más fe. Pídeselo a Dios y encontrarás el punto que más te conviene; abre el libro en cualquier parte y ese punto encontrado será lo que más necesitas». Así lo hice. Y delante del mayor asombro encontré exactamente el punto que buscaba. En aquel momento tuve la convicción de que Dios me estaba «persiguiendo». El punto de Camino decía: «No seas pesimista. ¿No sabes que todo lo que sucede o pueda suceder es para bien? Tu optimismo será consecuencia necesaria de tu fe». (N° 377)
Una noche, ya acostados, él me preguntó: «¿Nunca pensaste que podrías tener vocación?» Yo le respondí: «Nunca». No era verdad, ya lo había pensado alguna vez. Pero tenía miedo de hablar sobre ello.
Aquella charla tuvo mucha importancia para mí. A partir de entonces comencé a pensar seriamente en esa cuestión. Carlos, sin duda, representó un marco muy positivo en mi vocación. Fue a hacer un curso anual en la Estila, un Centro de la Obra en Santiago de Compostela. Poco tiempo después era yo quien pedía la admisión en la Obra. Fue en agosto de 1949.
Después nuestros contactos fueron muchos. Él se fue al Colegio Romano de la Santa Cruz. Yo me iba a los Estados Unidos a ayudar en los comienzos de la labor en ese país. Ya tenía hecha mi matrícula en una Facultad de Business Administration en Chicago. Pero tuve una recaída de aquella enfermedad anterior y me quedé haciendo un tratamiento de reposo. Estando en la cama, recibí una carta de Carlos con unas palabras de Nuestro Padre que me emocionaron:
Queridísimo Rafa:
Que Jesús te me guarde. Cuídate. Déjate cuidar. Cúmpleme las normas. Procura dar alegría a tus padres. Así el Señor y yo estaremos también contentos.
Envía una cariñosa bendición el Padre.
Esas palabras de Nuestro Padre en la carta de Carlos, me causaron una fuerte emoción y me sirvieron para llevar con paciencia aquel necesario período de descanso. Meses después, también con emoción, recibí otra carta suya, desde el Colegio Romano, en la que el Padre hacía referencia a la carta anterior:
Queridísimo Rafa:
¿Te cuidas? ¿te dejas cuidar? ¿me cumples las normas?
Una cariñosa bendición del Padre.
Me sorprendió que, tanto tiempo después, san Josemaría se acordase de preguntar lo que en la carta anterior me pedía.
Después, cuando fui a Roma, era yo el que enviaba cartas a Carlos con unas palabras del Padre. Recojo aquí una como botón de muestra:
21 de octubre de 1956
Querido Carlos:
En una primera carta desde el colegio Romano te decía que lo más significativo era vivir tan cerca del Padre. Para mí, que apenas le conocía, esto supone mucho. Me parece estar viviendo ahora momentos que siempre soñé utópicos.
Antes de ayer, el Padre me llamó al cuarto del Rector. Estuve con él cerca de media hora. Me preguntó por ti. Ya lo había hecho en otra ocasión. Me dijo que yo era como tú, a través de un cristal de aumento. O –con otra comparación– que yo era tu garbanzo echado a remojo (…)
Esta carta te la escribo porque el Padre me dijo que quería ponerte unas letras. Un abrazo muy fuerte de Rafa.
Debajo, unas palabras del Padre:
Un abrazo muy fuerte, bandido. Ahora aún digo alguna vez aquello de: Partagás, ni los ves ni los verás. Y Rafa sonríe, con una sonrisa simpática… y amplia.
Que me seáis fieles en ese México de mi alma.
Para ti y para todos, la bendición más cariñosa del Padre.
(La referencia a «Partagás», se debe a la fábrica de puros que mi familia tenía en Cuba). Las cartas tanto de Carlos como mías con unas letras de san Josemaría, se sucedieron a lo largo de los años. Recojo, solamente como ejemplo, una carta de Carlos cuando yo estaba ya en el Brasil, del 25 de febrero de 1966:
Querido Rafa:
Después de escribirte, casi recién llegado a Roma, me dijo el Padre que podría escribir a los hermanos de Casa y que él encabezaría la carta con unas letras. No quiero privarte de esa ocasión que sé cuanta alegría te dará. Recuerdo cuando tú, estando en Roma hiciste lo mismo (…)
Recibe un abrazo muy fuerte de tu hermano que te quiere. Carlos
Y las palabras del Padre:
Con un afectuoso abrazo, te recuerda, a ti y a todos esos hijos, envía una cariñosa bendición el Padre.
DERROCHE DE SIMPATÍA Y BUEN HUMOR
Muchas otras cosas podría contar de mi relación con Carlos durante bastantes años. Sin embargo hay un hecho que pienso vale la pena relatar. Recibí una carta de la Nunciatura de la Santa Sede en el Brasil, precisamente en el momento en que estaba con las maletas en la mano para viajar a México. Hacía muchos años que no estaba en el lugar que me vio nacer. En esta carta se me comunicaba que el Santo Padre Juan Pablo II se había dignado nombrarme Obispo Auxiliar de Rio de Janeiro. Pedían mi consentimiento. Sorprendido y lleno de confusión, guardé el sobre en un cajón y me marché a México sin saber qué responder. Lo primero que hice cuando llegué al Distrito Federal fue hacer, con Carlos, una visita a la Virgen de Guadalupe. Pasé mucho tiempo pidiendo luces para saber cuál debería ser mi respuesta.
Una chispa de esa luz me llegó a través de la Patrona de América Latina. En conversación sigilosa confidencié con Carlos mis perplejidades. Al llegar al Brasil, llegué a una conclusión positiva. Agradezco mucho a nuestra Señora de Guadalupe y a Carlos las luces que recibí por su intermedio. Como señal de agradecimiento quise colocar como fondo de mi escudo episcopal el manto de la Guadalupana.
La última vez que vi a Carlos fue en enero de 2009, en el «Encuentro Mundial de las Familias», al que fui en mi calidad de Presidente de la Comisión Vida y Familia del Brasil. Estuve muchas veces con él. Organizó en el IPADE dos almuerzos: uno con la familia Llano y otro con la familia Cifuentes. Muchos parientes de ambas familias participaron. Entre ellos se encuentran bastantes personas del Opus Dei. El papel que representó Carlos en ambas familias de México fue fundamental.
En bastantes lugares en los que acompañaba a Carlos, muchas personas lo saludaban. Incluso en algún restaurante se adelantaron a pagar el almuerzo. El Cardenal Norberto Rivera me invitó a almorzar junto con algunos cardenales y autoridades civiles. Al presentarme, el Gobernador del Estado de México, preguntó si era hermano de Carlos. Al decirle que sí, me comentó que lo estimaba mucho y que había sido su alumno.
En todos los contactos que tuvo Carlos a mi lado mostró derroche de simpatía y buen humor.
Fue el primero que pidió la admisión en la Obra y a través de él directa o indirectamente nos relacionamos con ella. Si fuese sólo por esto, nuestra deuda con Carlos ya sería enorme.
En fin, quiero que conste que, después del fallecimiento de Carlos, me comunicaron que acababa de ser nombrado Miembro de la Academia Internacional de Derecho y Economía de Brasil. En contacto con esta entidad tan prestigiosa, me aseveraron que, con pleno derecho, se puede incluir ese título en su Curriculum Vitæ. (Nova Friburgo, 8 de septiembre de 2010).