Áspera, violenta, la pesadilla hiere al amanecer: Arsylang ha muerto. Y no se trata sólo de un simple perro: es el amigo, el compañero, el «hermano» de Dshurukuvaa, el niño que vive en una tribu nómada en Mongolia.
Cierto que la pesadilla se desvanece con el sol, pero el niño anhela evaporarla: no vaya a tentar a los dioses con semejante idea. Cuenta, pues, el terrible sueño a su madre y ella le indica cómo borrar las huellas que dejan las pesadillas realmente malas: no decirlas a nadie, sólo al viento y escupir después tres veces. Lejos de disminuir, la angustia del niño crece; el consejo nació muerto: él ya ha contado el sueño a su madre.
Tschinag transita lentamente por los días de su infancia de la mano del protagonista que es él mismo. La narración posee la cadencia de un día largo habitado entre familias, valles y ovejas. La brisa, la nieve, el ganado, la muerte de la abuela… brindan un espléndido homenaje a la estepa mongola. Tschinag escribe desde el centro mismo de las primeras experiencias, desde la implacable soledad del corazón abierto.
Una sugerencia para mantener el ritmo de lectura: fotocopie el glosario de las páginas finales. Ahorrará instantes valiosos.