«Todo lo que sé de la moral de los hombres lo he aprendido del futbol.»
Albert Camus
A mi maestro y amigo, Héctor
En la edición de enero-febrero, no. 306, istmo publicó el artículo El deporte al banquillo, con algunas reflexiones de Héctor Zagal, un insigne ensayista y sin duda uno de los mejores filósofos y pensadores mexicanos de la actualidad. El artículo es provocador; pienso, sin embargo, que su tesis central es falsa. Sostengo, a contrapié del artículo citado, que el deporte no es necesariamente totalitario, que es real (aunque limitada, como todo) su capacidad para formar ciudadanos y para despertar sentimientos solidarios; que colabora en la obtención de un sentido de pertenencia y de misión, y que sus orígenes en la guerra o en la caza no lo desacreditan como una actividad humana que plantea exigencias éticas y que ofrece enseñanzas importantes desde el punto de vista cívico y humanista.
Me explico. Zagal afirma que «el deporte no vacuna contra las adicciones, no previene la violencia, no fomenta la civilidad, no nos blinda contra la manipulación». Estoy de acuerdo con la frase, aunque acotaría que tampoco el arte, la lectura, la filosofía, la academia o la familia consiguen «blindarnos» con certeza absoluta contra los riesgos citados. Sin embargo, pensamos –y la experiencia de muchos así lo confirma– que en el arte, la filosofía o el deporte se abre al menos la posibilidad de encontrar un sentido a la vida, de ocupar el tiempo libre de forma constructiva y de establecer relaciones humanas con riqueza y significado; todo ello hace menos probables las evasiones destructivas, aunque no existan «vacunas» absolutamente infalibles.
Zagal cita a Adorno para referir a la semejanza entre los equipos deportivos y las juventudes hitlerianas. En efecto, el deporte puede ser usado con fines totalitarios e ideologizantes; también la literatura o la religión. Es cierto que una visión del deporte como un mero despliegue de fuerza física, de superioridad corporal, de imposición frente a los otros, resultaría fascista y anti-humanista; sin embargo, como sabe cualquiera que ha practicado y ha amado una disciplina deportiva, el deporte es mucho más que eso. Si bien el ejercicio tiene qué ver con necesidades e instintos primitivos y con la dimensión animal de la naturaleza humana, no por ello la representa a un nivel irracional; por el contrario, dichos instintos se encauzan, se espiritualizan, se humanizan, y es por ello que el deporte es cultura, es seguimiento libre (y gozoso y compartido) de las reglas, es respeto al contrincante, es disciplina, es creatividad y es, a veces, una forma de comunicación y de identificación que facilita los acuerdos y la paz.
DEL SALVAJE AL DEPORTISTA: NIETZSCHE O HEGEL
Zagal tiene razón cuando señala que los orígenes del deporte están en la caza primitiva y en la guerra, y que en el ejercicio deportivo se manifiestan los instintos más elementales del animal humano. El tema lo ha desarrollado el antropólogo Desmond Morris, quien en su excelente libro The Soccer Tribe (pésimamente traducido al castellano como El deporte rey) explica el futbol como caza ritual y como batalla estilizada, e incluso como droga social, como negocio y como ceremonia cuasireligiosa. Sin embargo, ante esta génesis del deporte cabe tomar dos posturas bien diferentes.
Una sería la de Nietzsche: ya que el deporte proviene de la lucha y de la caza, despreciémoslo como algo salvaje y animal, y despreciemos también al ser humano –que se apasiona mayoritariamente por el deporte exponiendo así su miseria. Esta es la genealogía: Nietzsche la aplica a los conceptos morales y podemos hacerlo con las aficiones deportivas y las pasiones colectivas: reduzcamos al hombre a sus necesidades materiales y a su caverna originaria. Los intelectuales podemos denostar a las masas incultas que se emocionan con los deportes y fustigar a los medios y a los mercados por exaltar pasiones tan bajas; podemos presumir de ilustrados mientras incurrimos en aquel fariseísmo del que se llama humanista mientras desprecia los intereses de los seres humanos de carne y hueso.
La otra lectura es la de Hegel: aquello que en un inicio es pedestre y material se espiritualiza, mostrando la capacidad humana para elevar al nivel de la razón y la cultura incluso aquellas necesidades más básicas de su condición animal. La gastronomía, las costumbres propias del cortejo y la moda son ejemplos contundentes: el deporte también lo es. Dice Zagal que «las fórmulas tradicionales de la urbanidad se ponen entre paréntesis a la hora de patear un balón», y la afirmación es parcial y descontextualizada. Patear un balón es justamente seguir las reglas (el instinto primario es tomarlo con las manos, más hábiles y más habituadas), y hay que patearlo dentro de un terreno bien delimitado, con un fin preciso, siguiendo normas y admitiendo las sanciones respectivas, respetando tradiciones e incluso buscando plasticidad estética: eso es jugar al futbol. Y es una mejor alternativa para la catarsis de las emociones que la guerra con los vecinos o los síntomas neuróticos.
Lo maravilloso es que, mientras se siguen todas esas reglas (las escritas, las no escritas, las que representan un guiño al espectador), el deportista se siente libre y se reconoce en las mismas condiciones que sus compañeros y sus contrincantes; la oposición se realiza en un marco normativo que no hace más distingos que los de la habilidad y el ingenio. Ojalá que la competencia política fuese así de transparente y franca: ahí sí que se interrumpen las reglas más básicas de la moralidad (no mentir, no hablar mal de los demás, no hablar bien de uno mismo) con fines inconfesables.
Zagal afirma que «la cancha, la pista, el gimnasio, son un retroceso en el proceso de humanización». Pienso justo lo contrario: el cuidado del cuerpo, realizado bajo reglas, con conceptos y lenguaje propio, con un sentido estético y lúdico, sólo puede ser rechazado desde la perspectiva de una espiritualización puritana. El deporte representa justamente una sana humanización, que establece orden y equidad a la par que atiende a los aspectos afectivos y corpóreos de un ser que es, siempre, alma y cuerpo, racionalidad emotiva y emotividad razonable.
EL DEPORTE Y EL STRUGGLE FOR LIFE
Comprendo la inquietud anti-fascista de Zagal y la comparto. Sólo que nuestro filósofo presume que «en el deporte sobrevive el más fuerte, el más diestro físicamente». Ello es de nuevo parcial; el seguidor de cualquier disciplina deportiva puede dar fe de que no siempre es así; como subrayó también el escritor Eduardo Galeano, lo apasionante del deporte es que en él, a veces, el pez chico se come al grande. No se impone en todos los casos aquel que está mejor dotado genéticamente: a menudo cuentan más la persistencia, la habilidad, la inteligencia práctica, la capacidad para encontrar motivación aun en la situación más desfavorable; puede ganar el bajito, el débil, el lisiado (los amantes del futbol recuerdan a Garrincha), si es ingenioso, si sabe jugar en equipo, si tiene una inspiración. El último torneo de liga en México lo ganó la escuadra del Monterrey: los analistas reconocen sus talentos y fortalezas, pero atribuyen el triunfo principalmente a que varios miembros del equipo perdieron trágicamente a familiares cercanos, y dedicaron los esfuerzos del torneo a la memoria de sus seres queridos. No triunfa siempre el más fuerte, y en el deporte –porque el deporte es humano– el paradigma evolucionista no explica nada: la libertad rebasa a la selección natural.
No puedo estar de acuerdo con el dictum de que «“Ponerse la camiseta” significa, ordinariamente, dejar de pensar por uno mismo». La metáfora sirve a instituciones de todo tipo justamente porque apunta a un sentido de pertenencia y de misión; «ponerse la camiseta» significa compartir una tradición, aceptar un conjunto de convicciones. Y esto, en general, como dice H.G. Gadamer, es condición de un pensamiento fecundo; apropiarse de una tradición no anula el espíritu crítico, sino que lo hace posible.
Zagal acierta cuando, de nuevo de la mano de Adorno, señala que el deporte puede ser utilizado como escuela de dureza, y que la dureza excesiva con uno mismo conlleva la insensibilidad con el sufrimiento ajeno. Estoy de acuerdo en que la pedagogía de la dureza está profundamente errada y coincido en que ver el deporte como reciedumbre e indiferencia es psicológicamente dañino y socialmente peligroso. Creo, sin embargo, que hay otro modo de considerar las disciplinas deportivas, y que es esta otra perspectiva la que comparten quienes aman el ejercicio o la contemplación de algún deporte en particular: no lo conceptualizan como una actividad dirigida a la forja de un carácter guerrero ni como una escuela de dureza, sino como algo que tiene sentido en sí mismo, que se disfruta (y que además es benéfico para la salud y el carácter, pero no se disfruta porque tenga consecuencias higiénicas o formativas).
Quien ama el deporte lo aprecia como un espacio de libertad y hasta de expresión personal –no es raro que la defensa de un estilo deportivo se imponga incluso por sobre la obtención de victorias; también en el deporte se combate la razón instrumental. Dicho en términos filósoficos, el deporte puede ser visto como póiesis –como proceso productivo de un cuerpo o un carácter determinado– o como práxis –como acción en sentido pleno, finalizada en sí misma y formativa precisamente porque en ella toma cuerpo un significado que va más allá de las consecuencias materiales o sociales de la ejecución. Quienes amamos al deporte lo vemos como práxis, como acción libre y expresión de libertad personal y de encuentro comunitario, no como enajenación.
TENER LA PELOTA
En resumen, y aunque admito que la profesionalización del deporte ha jugado en contra de su aspecto lúdico y ha propiciado la seriedad que Zagal asocia con la tecnoestructura calculadora, defiendo que hay aún, en todas las disciplinas, quienes disfrutan su deporte, y a menudo son precisamente ellos los que destacan, los que no se amoldan a los compromisos comerciales y los que resultan emblemáticos para sus clubes, sus equipos y sus representativos nacionales. Son ellos los que inspiran a niños y jóvenes y los que generan aficiones más allá de los resultados (viva el Athleti manque pierda, dicen en Madrid); son ellos los que alcanzan incluso una dimensión poética de la actividad deportiva. «No se trata de ganar –dijo una vez un inspirado y admirado futbolista, Carlos “el Pibe” Valderrama, quien por cierto tenía problemas ortopédicos– sino de tener la pelota».
En efecto, «la victoria de uno depende, indefectiblemente, de la derrota del otro». Es por eso que el deporte (como se desarrolla en el libro de David Trueba, Saber perder) enseña mucho sobre las condiciones trágicas de la existencia humana y enseña también que, como dijo alguna vez el mismo Jorge Luis Borges (quien nunca comprendió la esencia del deporte, y aún así intuyó esta verdad), «en la derrota hay una dignidad que el vencedor no puede alcanzar». La competencia deportiva no supone una incapacidad para identificarse con el otro; por el contrario, en los verdaderos deportistas, la competencia exige un reconocimiento y un respeto del rival que hace falta en muchas otras dimensiones de la existencia: piénsese en la emotividad y el significado de una competencia deportiva entre países en guerra (el caso se ha repetido muchas veces, en olimpiadas y mundiales; se han declarado incluso treguas con este propósito). Piénsese también en lo que se ha puesto de relieve recientemente con la película Invictus: incluso barreras raciales se han visto superadas por la emoción deportiva. Cualquier espectador sabe que, cuando se mira la competencia entre dos escuadras y uno no es particularmente afín a alguna de ellas, favorecemos por default al débil, y nada resulta más inspirador que una sorpresa, un esfuerzo extraordinario que rompe con los momios y hace quebrar a los apostadores. Todo es posible en el deporte; también, la defensa de valores humanos y el sentimiento de solidaridad. Es entonces cuando uno, verdaderamente «juega bien».
JUGAR CON LA CABEZA
Como espero haber dejado claro, creo que las preocupaciones de Zagal frente al deporte son serias y legítimas, y que tiene parcialmente razón respecto a una forma particularmente rígida y alienante que el deporte puede asumir. Tiene razón, además, en que en ciertos grupos y momentos el deporte ha sido sobrevalorado. Mi defensa se limita a decir que las cosas no tienen por qué ser así, que hay otro modo de ser para el deporte, aún vivo y palpitante.
La crítica intelectual frente al deporte suele ser injusta: los intelectuales de derecha lo desprecian por su dimensión popular y los de izquierda lo rechazan por su desvío de energías revolucionarias. Me temo que ambos bandos adolecen de la misma incomprensión frente al deporte. Pensar que el futbol consiste en once hombres en calzoncillos persiguiendo una pelota –dijo alguna vez Jorge Valdano–, es tan absurdo como pensar que la literatura consiste en un cúmulo de letras puestas juntas. No todos los intelectuales incurren en ese error; algunos aman al deporte y por ello pueden pensar en él y desde él: en el caso del futbol se cuentan el propio Valdano, Galeano, Villoro, Fontanarrosa, Günter Grass, Camilo José Cela, y hasta el italiano Antonio Gramsci, quien amaba el deporte, y lo ensalzaba como «el reino de la lealtad humana ejercida al aire libre».