¿Quién tiene derecho a lo superfluo?

A lo largo de la historia han existido diversas consideraciones sobre la relación entre materia y espíritu, pero en nuestra cultura toma la forma específica del materialismo. Éste, en general, es justamente el encadenamiento del hombre a la materia; sus antecedentes se remontan hasta Demócrito, Empédocles y los epicureístas griegos.
Luego del fordismo y del desarrollo del American Dream, el materialismo ha adoptado características especiales que Enrique Arce presenta desde una perspectiva amplia y minuciosa a partir de la obra de Juan Pablo II. El autor no sólo estudia antecedentes históricos del consumismo, sino más relevante aún, las causas de este fenómeno, así como sus posibles soluciones.
Podríamos calificar la obra de un firme y valiente estudio sobre un fenómeno que el propio Juan Pablo II «desmenuzó» desde diversos ángulos en sus múltiples escritos y discursos. Valiente porque, como diremos más adelante, en la cultura contemporánea el consumismo no es un vicio, ¡sino al revés!: es una «virtud», siempre entrecomillada. Enfrentarse con dicho fenómeno no es una tarea sencilla.
Nos permitimos «entresacar» algunas reflexiones a partir de las de Juan Pablo II, y de Enrique Arce que lo sigue. Como afirma nuestro autor, el materialismo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, ha tomado la forma de consumo. Antes, el deseo de poseer cosas materiales se llevaba a cabo mediante lo que podríamos llamar acaparamiento y, entonces, el materialismo tenía sobre todo el sentido de la avaricia del hombre que quería contar con mucho dinero y poseerlo a su antojo. Pero en este momento el deseo con respecto a las cosas no es tanto el de poseerlas, sino el de consumirlas.

ME CREO NECESIDADES PARA SATISFACERLAS
Ya de antiguo los antropólogos, que estudian la esencia fundamental del hombre (no las estadísticas de consumo del cliente), habían distinguido en el ser humano dos tipos de necesidades que se hallan mezcladas: las necesidades naturales, que se dan en el hombre por requerirlas para su subsistencia, y las necesidades añadidas, que el hombre se inventa porque cree necesitarlas; estas últimas, que en la terminología latina se llamaban appositae, son ficticias, fingidas o falsas. Es lo que llamamos crearse necesidades.
Enrique Arce muestra que el consumismo es, en último término, una postura contemporánea por la cual nos creamos necesidades precisamente para satisfacerlas.
Creemos que se puede ilustrar el modo de vida contemporáneo –tanto del hombre como individuo, y de la sociedad en su conjunto– con un paradigma de la historia de la filosofía. Gorgias, personaje de las obras de Platón, decía precisamente, en la Grecia de aquel tiempo, que la felicidad radica en el poder de crearse necesidades intensas para proceder luego a la satisfacción. Con su ironía acostumbrada, Sócrates objetaba que el hombre feliz se asemejaría entonces a aquel que continuamente se provoca resquemores en la piel para rascarse, calmando de esa manera su necesidad.
Pero, ¿cuáles son las verdaderas necesidades y cuáles las superfluas? ¿Cuáles son los bienes que agrandan el tamaño del hombre y cuáles son los bienes que lo encadenan y lo encogen? Por más que se encuentre generalizada la superfluidad, por el lado de las estadísticas no podremos resolver la cuestión. Desgraciadamente, el problema no es que sospechemos tener cosas superfluas, sino que –en el momento actual– carecemos del criterio gracias al cual podemos discernir lo que es superfluo de lo que no lo es.
SI NO SE APACIGUAN, SON SUPERFLUAS
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles dice que el hecho de que muchas personas usen las cosas no es signo de su necesidad. Este comentario fue recogido después por Tomás de Aquino, que lo dice de una manera más fuerte todavía: «Cuando se ha generalizado lo superfluo, no adquiere carácter de necesario; sobre todo cuando la generalización ha sido hecha por una multitudo stultorum», que literalmente se traduce como una «sarta de estúpidos». Sin embargo, hay una pequeña piedra de toque que nos hace ver si algo es natural o es superfluo: las necesidades naturales se calman, llega un momento en que ya no puedo comer o descansar más.
En cambio, las necesidades superfluas, como la multiplicidad de pares de zapatos, jeans, modelos de mp3 o iPod, tienen como constitutivo de suyo el no saciarse nunca. Podemos afirmar con Enrique Arce que cuando se tengan necesidades materiales no susceptibles de apaciguamiento, se califican entonces como superfluas, sea para tenerlas (avaricia), sea para consumirlas (consumismo).
El no saciarse nunca es lo que caracteriza a los bienes superfluos y lo que da paso a una enfermedad espiritual diagnosticada por Platón desde hace 2 mil 500 años, que lleva el nombre de pleonexia. Así como hay una anorexia física, que es la pérdida total del apetito, hay también una pleonexia materialista, que es, al revés, un apetito insaciable de cosas –paradójicamente– de carácter material.
Pleonéxico es aquel que considera que todavía no tiene bastante, porque ignora que su espíritu no puede calmarse ni saciarse con cosas materiales. Decía Pascal que el hombre tenía un ansia infinitamente infinita. Esa ansia infinitamente infinita, en lugar de saciarla nosotros con los bienes del espíritu, que son justamente infinitamente infinitos, pretendemos satisfacerla pleonéxicamente con una serie infinita de bienes finitos. Podríamos definir a los bienes materiales como aquellos que se destruyen al repartirse (los automóviles se estorban, las multitudes en una misma playa se inutilizan mutuamente).
¿ABRIR O CERRAR EL HORIZONTE HUMANO?
En contraposición a los bienes materiales (que se destruyen al repartirse), los bienes espirituales, lejos de significar algo místico o deletéreo, simplemente podemos definirlos como aquellos que crecen cuando se reparten (la alegría o la salud no pueden tenerse sin compartirlas con los demás).
Pero hay una diferencia grande entre la pleonexia de hace veinticinco siglos y la contraída contemporáneamente por la, bien llamada por Juan Pablo II, civilización de consumo. Para Platón era una enfermedad; para nuestra civilización es signo de éxito. Entre los dos extremos, evidentemente se ha dado un cambio de 180 grados. Ésa es nuestra gran enfermedad: considerar como «éxito» lo que precisamente nos enferma. Ello es una transformación muy importante de tener en cuenta, que ya de algún modo desarrolló Antonio Machado en uno de sus poemas.
Recordando el pasaje bíblico según el cual Caín asesina a Abel, debido a la bondad de éste, dice Antonio Machado con la garra de su poesía: «la envidia de la virtud hizo a Caín criminal». «¡Gloria a Caín! Hoy el vicio es lo que se envidia más».
No obstante, a pesar de modas y materialismos en la forma del consumo, la filosofía clásica ha hurgado entre lo superfluo y lo
necesario. Dice Aristóteles que son bienes necesarios y convenientes aquellos que hacen asequible al hombre el ejercicio de la virtud.
Esto nos explica hoy muy poco, entre otras cosas porque la palabra virtud ha perdido su fuerza, siendo esto una de las paradojas del lenguaje: ¿cómo ha podido perder fuerza un vocablo que significa precisamente fuerza, pues tal es el significado de virtud? No poseemos en la actualidad ni siquiera una palabra equivalente con la que la podamos pronunciar. Es una de las palabras más decisivas de nuestro lenguaje, pero también una de sus pérdidas más grandes. Enrique Arce, por su parte, habla de los valores que pueden vivirse para enfrentar el consumismo, a saber, el valor de la fe, el valor de la libertad, el valor de la coherencia, justamente el valor de la virtud (como medio para construir el carácter), así como el valor de la caridad.
El término virtud significa fuerza, consistencia: aquello mismo que nos hace hombres. El hombre se define por su espíritu. Aristóteles, al identificar la virtud con lo que amplía las posibilidades humanas, lo dice de una manera bella: «Llamamos felicidad al desarrollo o expansión de la actividad del espíritu». Como es manifiesto, he cambiado la palabra virtud y he puesto la palabra felicidad en su lugar. Pero ello no es ningún despropósito.
Los griegos no tenían más que un sólo vocablo para expresar esas dos realidades: la areté servía tanto para expresar la virtud como el éxito. El hombre de éxito era el hombre virtuoso y el hombre virtuoso era el hombre de éxito. Por ello, el valor humano no se medía por los bienes materiales poseídos, sino por el vigor que trae consigo el hecho de vivir la propia humanidad.
Para el pensamiento cristiano, que amplía sin medida los límites de la filosofía griega, los bienes necesarios son aquellos que amplían nuestra capacidad de ser hombres, que «esponjan» nuestra naturaleza espiritual, que nos hacen ser más. La voz clara de Juan Pablo II lo ha afirmado en su encíclica sobre la cuestión social –Sollicitudo Rei Socialis– también estudiada por nuestro autor: «Los verdaderos bienes –dice– son los que le abren el horizonte al hombre»; los falsos bienes son los que nos encierran en nuestro armario, en nuestra cochera, en nuestro iPod.
UN MAL ESPIRITUAL CONTEMPORÁNEO
Repetimos: el cristianismo subraya y potencia lo que la mente pagana de Aristóteles atisbaba: si los bienes estorban o benefician el crecimiento de nuestro propio ser, ésa es justamente la piedra de toque para saber si son o no necesarios. Los que despejan el panorama vital son los bienes necesarios, los que lo achican son bienes superfluos.
Superfluos son los bienes que se oponen al crecimiento humano. Aristóteles, y Juan Pablo II de un modo más nítido, no han dado una estadística de consumo, una proyección de mercadotecnia o alguna enumeración de cosas «necesarias», sino algo más profundo. Han aportado un criterio.
Finalmente, obtenemos una reflexión más a partir de la lectura del texto que el lector tiene en sus manos, y que también deriva principalmente de la perspectiva cristiana de Juan Pablo II: lo importante es poder distinguir por qué lo superfluo se podría convertir en nocivo. Lo malo no es lo superfluo, sino lo superfluo mío contemporáneamente existente con la carencia de lo necesario en otros. Lo superfluo se convierte en nocivo porque coexiste con la carencia de lo necesario, porque priva a alguien de lo que realmente necesita.
El retener para sí lo superfluo es entonces optar por la primacía de las cosas sobrantes en demérito de las personas que carecen de lo elemental y básico. Pero la conclusión se quedaría, así, a medias: tener lo superfluo es nocivo porque hay otros que lo necesitan. Quien retiene para sí lo superfluo no hace sólo daño a quien lo necesita, sino que sobre todo se hace daño a sí mismo, ya que se impide el ejercicio de la solidaridad que es justamente la virtud más valiosa del hombre.
Cuando yo no le doy lo superfluo a otro que lo necesita, el perjudicado no sólo sería el otro, sino yo mismo, por impedirme el ejercicio de la solidaridad que me haría más hombre que aquellas cosas superfluas que yo retengo.
Tenemos, pues, en las manos, un audaz intento de diagnosticar adecuadamente, como Platón, cuál es el mal espiritual contemporáneo, y en su caso, cuál es su posible cura o solución.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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