«El futbol es popular porque la estupidez es popular.» Jorge Luis Borges
A mi amigo Vicente
El deporte no vacuna contra las adicciones, no previene la violencia, no fomenta la civilidad, no nos blinda contra la manipulación. Nuestra cultura lo sobrevalora. El ejercicio sirve para mantener los triglicéridos a raya; para distraerse, quizá. Su valor en la formación humana es muy cuestionable, como lo muestra, por ejemplo, el que las juventudes hitlerianas se ejercitasen con tanto afán en todo tipo de actividades físicas.
Theodor Adorno, sensible a las nuevas formas de dominación, intolerancia y deshumanización de la civilización ilustrada, escribió: «Las organizaciones deportivas fueron el modelo de las reuniones de masas totalitarias. Como excesos tolerados que son, suman en sí el momento de crueldad y agresión con el respeto autoritario y disciplinado de las reglas del juego: son tan legales como pogroms de la nueva Alemania o de las democracias populares».
LOS INSTINTOS PRIMITIVOS SE DESBOCAN
Basta asistir a un juego de futbol para darnos cuenta de que los instintos más primitivos se desbocan. Hombres corteses, racionales y benevolentes, se transforman en machos beta que luchan por aplastar al macho alfa en turno. Las fórmulas tradicionales de la urbanidad se ponen entre paréntesis a la hora de patear un balón. Excesos tolerados. Válvulas de escape. Lubricante social. La cancha, la pista, el gimnasio son un retroceso en el proceso de humanización; en el deporte sobrevive el más fuerte, el más diestro físicamente. El poder de los argumentos racionales se desvanece en las olimpíadas: no triunfa quien esgrime la razón, sino que se da la razón al triunfador. La misma falacia de las ordalías.
LA MASA SE MIMETIZA
Lo específicamente humano es la protección del huérfano, del enfermo, del anciano. Este desvelo por quienes carecen de plena capacidad para valerse por sí mismos –los «inútiles» en términos de producción– distingue al homo sapiens de otras especies animales.
Visitemos una escuela primaria a la hora del recreo. Observemos cómo se arman los equipos para jugar una «cascarita». Los dos capitanes eligen a sus jugadores de entre un grupo; primero a los mejores, los más ágiles y robustos, al final, quedan los inútiles, los inservibles. Algo parecido hacían los guardias de los campos de concentración: se desechaba a quienes carecían de vigor.
En su origen, el deporte es escuela de cazadores y guerreros: un campo de batalla en miniatura, un conflicto bajo condiciones controladas. Los fanáticos chillan, aúllan, gritan como soldados que chocan sus lanzas contra sus escudos para amedrentar al enemigo. La gente se pinta la cara, se desnuda, se mimetiza con la masa. «Ponerse la camiseta» significa, ordinariamente, dejar de pensar por uno mismo. La atracción del fascismo y el comunismo por las tablas gimnásticas no es casual. Tampoco es casualidad el peso específico de los deportes en las preparatorias norteamericanas. El deporte domestica el espíritu crítico.
El lanzamiento de jabalina, la esgrima, la equitación, el box revelan el origen bélico del deporte. Pero más allá del desarrollo de habilidades específicas como el manejo de la espada (habilidades superfluas en la guerra moderna), el deporte templa el carácter, forja guerreros, enseña a triunfar. Es escuela de reciedumbre, de dureza.
¿Y esto qué tiene de malo? ¿Queremos hijos blandengues y perdedores? «Recuerdo que durante el proceso de Auschwitz, –escribe el mismo Adorno– el terrible Boger tuvo un estallido que culminó en un panegírico de la educación para la disciplina mediante la dureza. Una dureza necesaria para producir el tipo de ser humano que a él le parecía cabal. Esta imagen pedagógica de la dureza, en la que muchos creen sin reflexionar sobre ella, está profundamente errada.
La idea de que la virilidad consiste en una máxima capacidad de resistencia ha sido durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que –como ha hecho ver la psicología– viene a coincidir muy fácilmente con el sadismo. La tan loada dureza, para la que tendríamos que ser educados, significa sin más indiferencia frente al dolor, sin una distinción demasiado nítida entre el dolor propio y ajeno». Quien es duro consigo mismo, quien se maltrata, quien encuentra un gozo (encubierto) al auto-infringirse sufrimientos, se comportará duramente con la debilidad de los otros.
YA NO ES JUEGO, ES ASUNTO DE PRESTIGIO NACIONAL
Me viene a la memoria un partido de futbol profesional al que asistí. La estrella del equipo era un jugador con fama de que golpeaba a su esposa. El tipo venía desempeñándose con mediocridad en el partido y, para animarlo, sus seguidores comenzaron a gritarle: «Pégale fuerte al balón, pégale como si fuese tu señora». Lo más sorprendente es que nadie se indignó del comentario. Era lógico: con la «lógica» del juego que pone entre paréntesis la benevolencia y la compasión, e incluso las normas más elementales del derecho.
El deporte deja poco espacio para la solidaridad; hay, en el mejor de los casos, lugar para la arrogante clemencia del ganador, para la frágil fraternidad entre vencederos.
Para colmo –la idea procede también de Adorno– el deporte perdió su dimensión lúdica, las Olimpíadas incluidas. Los atletas olímpicos son deportistas de alto rendimiento, dedicados en cuerpo y alma al deporte. La profesionalización del deporte le arrancó su carácter juguetón y travieso; se trata de un asunto de prestigio nacional. Qué elocuente resulta el gesto del gobernante entregando la bandera nacional a la delegación olímpica.
La tecno-estructura, rígida, calculadora, preocupada por optimar recursos, colonizó las Olimpíadas. Los nadadores, por ejemplo, se afeitan el cuerpo completo para aminorar la fricción. Todo con tal de romper el récord. El deporte ha quedado desprovisto de su dimensión de ficción, de irrealidad, de irrelevancia, de trivialidad. Ha devenido una profesión o, mejor aún, una religión, como bien lo pregonaba la campaña publicitaria de un club.
En la escuela y en el estadio, el deporte se transformó en una actividad formal, tan seria que los planes de estudios la califican como asignatura: educación física. Ya no es una diversión, sino un deber, una tarea. Por eso, hacen falta árbitros cada vez más calificados y reglamentos más detallados. El deporte se produce y se comercializa igual que otras mercancías.
En las competencias deportivas la victoria de uno depende, indefectiblemente, de la derrota del otro. En las olimpíadas reafirmaremos que la persecución del propio interés exige soslayar el interés de los demás. ¿Esto es grave? Respondo citando nuevamente a Adorno: «La incapacidad para la identificación [con el otro] fue, sin duda alguna, la condición psicológica más importante para que pudiera ocurrir algo como Auschwitz entre personas en cierta medida bien educadas e inofensivas».
La promoción del deporte es una política pública estupenda para combatir la obesidad. Dudo, en cambio, que sea el camino para formar ciudadanos y, mucho menos, para propiciar la solidaridad.