¿Por qué hay que aceptar la evolución?

na de las afirmaciones que se encuentran periódicamente al charlar del tema de la evolución biológica es la de la inexistencia de la evolución. Dado que no se observa que las especies se transmuten unas en otras, la afirmación de la evolución sería gratuita, y el hecho de que se encuentren fósiles de animales extraños y pretendidamente antiguos no significaría nada: Dios pudo haber creado un mundo con apariencia de viejo y con restos «antiguos» en su interior.
En este breve texto desarrollaré las razones que existen para admitir la existencia de la evolución biológica: no es un capricho de los obsesionados con el tema, sino una cuestión ineludible en el terreno científico.
EVOLUCIÓN: ¿OBSERVACIÓN ANECDÓTICA?
En primer lugar, para evitar dar lugar a confusiones posteriores, precisaré qué entiendo por evolución biológica: es la aparición de seres vivientes de una especie a partir de seres de una especie distinta por medio de la generación. A esto se conoce como «macroevolución», fenómeno, que no se observa salvo contadas excepciones, es distinto del fenómeno, fácil de observar, que produce razas y variedades sin salir de una determinada especie, y que se conoce como «microevolución».
Al preguntar en el título de este artículo «¿Por qué hay que aceptar la evolución?» lo que quiero afirmar es  que ha habido macroevolución en el sentido que acabo de indicar.
Dado que la transformación de una especie en otra o, más bien, la aparición de una especie completamente nueva, es un fenómeno rarísimamente observado, la persistente afirmación de la existencia de la evolución se tiene que basar en algunas evidencias o razonamientos distintos a esas rarísimas observaciones, que no pasan de ser anecdóticas, y que no revelan, por su rareza, el comportamiento habitual de la naturaleza.

ADMITIR LA EVOLUCIÓN
Lo primero que llevó a afirmar la evolución hace tres siglos fue la observación de los fósiles: en primer lugar, se llegó a la conclusión de que se trataba de restos petrificados de seres vivientes muertos en época remota, y no de minerales que adoptaban caprichosamente formas parecidas a otros seres vivientes. Después, se comprobó que la forma de muchos de esos seres petrificados no correspondía con la de ninguno actualmente existente (aunque existan notables parecidos o similitudes).
Dado que en el siglo XVII se estaba demostrando que los seres vivientes no aparecen por generación espontánea, sino que siempre se derivan de unos progenitores, la conclusión necesaria es admitir que, en el pasado, seres de una especie han dado lugar a seres de otra especie por generación.
Este argumento se vio fuertemente reforzado en el siglo XIX con los experimentos de Pasteur, que demostró que la generación espontánea no se producía ni siquiera entre los microorganismos. En aquella época estos eran el último reducto que quedaba a la teoría de la generación espontánea. Desde esa época, hace ya siglo y medio, no queda otra escapatoria lógicamente coherente que admitir que en el pasado se dio el fenómeno de la evolución. Hoy, sin embargo, no se observa; pero esto es explicable si se considera la enorme edad de la tierra en comparación con el tiempo que el hombre lleva recopilando datos y observaciones de la naturaleza: es razonable que, en un tiempo en comparación brevísimo, no se llegue a observar un fenómeno que parece producirse a muy largo plazo.

ARGUMENTOS CONTRA LA EVOLUCIÓN
Contra el razonamiento que acabamos de ver se barajan diversos argumentos, que pueden reducirse sin mucho esfuerzo a tres.
a) Leyes de la naturaleza particulares
El primero consiste en afirmar que, según las leyes de la naturaleza vigentes hoy, y que la ciencia va descubriendo poco a poco, el razonamiento es incontrovertible; pero nada nos garantiza que, en épocas remotas, dichas leyes hayan sido distintas, de modo que entonces sí pudo darse la generación espontánea, mientras que ahora no se da.
Con esta afirmación no se quiere decir que las condiciones en la tierra en otra época eran distintas, de tal modo que sucedió en ella la generación espontánea (en esto estarían de acuerdo todos los evolucionistas), sino algo distinto: que las leyes básicas que la biología ha descubierto (como la que aquí está en juego: «todo ser viviente procede de otro ser viviente») pueden tener vigencia sólo en esta época, pero que pudieron ser distintas en otras épocas.
Como es evidente, una suposición de este tipo echa por tierra una de las bases de toda ciencia: la de que la naturaleza tiene leyes universales (que abarcan cualquier espacio y cualquier tiempo), y que estas leyes se pueden alcanzar por medio de la razón. Si las leyes de la naturaleza fueran mudables, toda la empresa del conocer humano sería completamente absurda, pues se dedicaría a intentar conocer unas leyes que, quizá pasado mañana, ya no estarían vigentes. Intentar estudiar la naturaleza sería perder tontamente el tiempo.

b) ¿Puede Dios alterar
sus propias leyes?
El segundo consiste en afirmar que, en efecto, se observan restos de seres vivos que ahora no existen, y que no ha habido generación espontánea. Pero que nada impide que las distintas especies de seres vivos hayan sido producidas directamente por Dios, con lo que no sería necesario recurrir a la evolución para explicar las nuevas especies. No ha habido evolución sino sólo una apariencia de evolución. En otro artículo podremos ver cómo este argumento está muy relacionado con un intento de salvar la literalidad del relato bíblico de la creación.
Si se admite este argumento, aparecen varias preguntas de difícil respuesta. ¿Por qué Dios ha elegido hacer el mundo de los seres vivos poco a poco, y además con pasos intermedios entre las distintas formas vivientes relativamente pequeños? Como mínimo, parece una elección un tanto caprichosa. Por otra parte, este argumento dejaría nuevamente las leyes de la naturaleza en una situación muy precaria, pues Dios debió saltárselas al hacer cada especie de vivientes; ¿qué nos garantiza entonces que pasado mañana no las vuelva a alterar, tirando por tierra toda la regularidad de la ciencia? Nuevamente, la empresa científica, sin esta seguridad, se vuelve absurda.
Con esto no queremos decir que Dios no pueda intervenir en el mundo rompiendo las leyes naturales que Él mismo ha establecido. Es decir, son posibles los milagros. Sin embargo, el hecho milagroso es raro y, además, se realiza con vistas a la salvación eterna de los hombres. Lo normal es que ese objetivo se consiga mediante la Providencia ordinaria, mediante la acción divina inteligente que produce la inclinación de cada cosa a su fin natural, pues este mundo está muy bien pensado.
Por tanto, no hacen falta muchas intervenciones milagrosas para que Dios consiga los fines que se propone. Además, atribuir el origen de todas las especies a intervenciones de ese tipo pone en duda la perfección de su plan providente inicial. En suma, no es una tesis sólida, ni desde el punto de vista científico ni desde el punto de vista filosófico o teológico.

c) Intervención divina
El tercer argumento viene a decir que las evidencias científicas son tan amplias que hoy no se puede negar que haya habido evolución biológica. Pero, a la vez, afirma que la explicación científica que tenemos para muchos de sus hechos clave (aparición de los phyla o tipos básicos de organización, organización de complejas estructuras funcionales, etcétera) es sencillamente nula; para esos hechos clave, deberíamos admitir que Dios interviene directamente, aunque sea de modo extraordinario y puntual, en la historia de la evolución, haciéndola ir por el cauce que le interesa.
Este argumento, que viene a rellenar los huecos de las explicaciones científicas con intervenciones divinas (sería literalmente un Deus ex machina), toma diversas formas y es más o menos ubicuo: es fácil encontrar autores que aceptan la evolución y admiten la creación directa como solución a la aparición de los phyla, por ejemplo. La forma más reciente es el movimiento del intelligent design, que tiene mucho predicamento en Estados Unidos desde hace una década. Es, en suma, un Dios tapaagujeros, que rellena los vacíos que todavía tiene la ciencia.
El problema fuerte del Dios tapaagujeros, dejando aparte su confusión entre el modo de actuar de Dios y el de la naturaleza (que son heterogéneos), consiste, en parte, en que también deja las leyes de la naturaleza en suspenso, aunque sea para cuestiones más o menos excepcionales, que actualmente no estamos en condiciones de explicar; y, en parte, en que supedita un razonamiento que es filosófico o teológico al estado actual de la ciencia.
Dicho razonamiento filosófico o teológico, por contra, debe ser intemporal, si quiere llegar, como todo razonamiento, a conclusiones universales. Supeditar que Dios crea mediante un plan inteligente a nuestro escaso conocimiento actual de cómo pueden haber evolucionado las cadenas metabólicas de la coagulación de la sangre a partir de sistemas más sencillos (por poner un ejemplo bien conocido del argumento del intelligent design) significa no saber filosofar. Además, en el momento en que la ciencia dé la explicación (a su nivel de estudio) de todos esos orígenes inexplicados actualmente, automáticamente se deduciría que Dios no hace falta para nada en la naturaleza, afirmación sencillamente risible desde el punto de vista filosófico.
EVIDENCIA EVOLUTIVA
Aunque el argumento esbozado en «Admitir la evolución» es suficiente para obligarnos a sostener la evolución, actualmente son muchísimas las evidencias que nos hablan de un origen común de los seres vivos. Para no agobiar, me limitaré a esbozar algunas.
Las primeras sospechas en este sentido tienen más de dos siglos de existencia. Surgieron cuando los estudiosos de la zoología y la botánica comprobaron la similitud estructural de muchos animales y plantas; si esta similitud hubiera sido simplemente casualidad a la hora de la aparición de las distintas formas de los vivientes, no se termina de comprender por qué tantas similitudes. De hecho, en algunos animales existen restos de órganos que no son funcionales, pero sí existen en otros animales (así sucede, por ejemplo, con los huesos de la cintura pélvica en la ballena, que a ella le son inútiles, pues carece de patas, mientras que en los mamíferos terrestres es vital para poder andar).
Estos restos orgánicos no funcionales que remiten por similitud a otros sí funcionales en animales parecidos apuntan a un origen común, aunque en algunos animales hayan degenerado o atrofiado en parte y no sean funcionales.
Posteriormente, y en concreto durante el siglo XX, se han encontrado muchas más evidencias a nivel microestructural o molecular que apuntan igualmente a un origen común: se trata de más similitudes, o incluso identidad total, que carece de explicación si no se recurre a argumentar un origen común.
Así, todas las proteínas de los seres vivos están formadas por aminoácidos que tienen una determinada conformación espacial (L), y no su simétrica (D), que también sería perfectamente funcional; con las moléculas de los azúcares sucede exactamente lo contrario: todos los azúcares que sintetizan y consumen los seres vivos tienen conformación D, y no su simétrica (L).
La estructura general de un ser vivo es siempre un conjunto de células organizado, y una célula siempre tiene la misma estructura básica: una membrana, que rodea un citoplasma –que contiene, a su vez, diversas organelas– y, en los seres superiores, tanto animales como vegetales, un núcleo que contiene el material genético. Entre las organelas que se encuentran en el citoplasma, son omnipresentes las mitocondrias, que se encargan de los procesos bioquímicos de la respiración de la célula; estos procesos son invariantes en casi todas las especies animales y vegetales. Además, también los genes tienen un único sistema de codificar su información, que es común a absolutamente todos los seres vivos. Y podríamos seguir esta relación hasta hacerla interminable.
De todos modos, es interesante constatar que todas estas evidencias se han obtenido de modo independiente por investigadores que examinaban distintas ramas de la biología sin pretender llegar a la conclusión del parentesco último de los distintos seres vivientes. Este hecho da más fuerza a estos hallazgos, pues su búsqueda no ha sido algo planeado con vistas a probar la evolución biológica: las evidencias que apoyan el fenómeno evolutivo se imponen por sí mismas poco a poco en las mentes de los científicos.
MÁS ALLÁ DE UNA
EXPLICACIÓN BIOLÓGICA
Sin embargo, es importante hacer constar que admitir la evolución de los seres vivientes (en el sentido antedicho de macroevolución) no implica admitir ninguna explicación concreta acerca de cómo se ha podido dar este fenómeno: esa es una pregunta posterior, que no está respondida diciendo simplemente que ha habido evolución.
En ciencia es normal que las respuestas abran nuevas preguntas; en este caso, ante el razonamiento y las evidencias que hemos mencionado, llegamos a la conclusión de que ha habido evolución. Pero, automáticamente, se abre la interrogante: ¿cómo ha sido esto posible? Porque nuestra evidencia inmediata, como hemos mencionado, es que el mundo es siempre igual. De hecho, los sabios de la antigüedad clásica, al ponerse a explicar el mundo, tendieron en su gran mayoría a interpretar que el mundo había sido siempre igual, similar al mundo que vemos actualmente, que había sido así desde siempre y sería así para siempre.
Para responder esta pregunta normalmente se acude a la biología, que es la ciencia que más ha trabajado el problema. Sin embargo, enfocar este problema sólo desde el punto de vista de la biología es un error de método. En efecto, como mencioné más arriba, por macroevolución entiendo «la producción de seres de una especie a partir de seres de otra especie por generación».
Como la especie de un ser vivo no es una evidencia constatable mediante ningún procedimiento de observación científica, pues no es una evidencia empírica, el método científico no será suficiente para estudiar este problema: necesitará del apoyo del sentido común (que aporte la noción de especie al trabajo del biólogo) o de la filosofía (que se plantee por qué un ser de una especie puede generar un ser de otra especie, analizando solamente la cuestión del cambio de especie o modo de ser).
Aunque de este aspecto filosófico de la evolución biológica hay mucho escrito, los estudiosos del tema se han decantado, en su inmensa mayoría, por el estudio de los factores biológicos que hacen posible la evolución, desdeñando la aportación de la filosofía y enfocando la cuestión del cambio de especie como si sólo se tratara de un cambio de forma o morfología.
De hecho, en la obra de Darwin El origen de las especies la palabra «especie» no aparece hasta una edición muy tardía, y de modo marginal. Sólo en tiempos recientes (desde hace una veintena de años) los biólogos se plantean el tema de lo que ellos llaman «especiación»: el hecho de que el cambio de morfología no sea una simple aparición de razas nuevas de especies previamente existentes, sino de especies realmente nuevas. Evidentemente, desde el punto de vista exclusivo de la biología, sin aportaciones por parte de la filosofía, esta pregunta carece de respuesta.
Como este problema tiene un calado que desborda las posibilidades de este breve texto, simplemente lo hacemos constar, sin entrar en él. Quede la idea de que toda explicación meramente biológica de la evolución es, por definición, incompleta, pues deja fuera una serie de aspectos filosóficos inesquivables.
COLOFÓN
Como resumen de lo expuesto, podemos decir que la evolución biológica es más que una simple deducción lógica: el número de datos que apuntan en su dirección es tan abrumador que ningún científico medianamente serio se plantea que no la haya habido. El hecho de que no fuera vista es debido a lo corto de nuestro periodo de observación de la naturaleza en comparación con la duración de las épocas geológicas en que el fenómeno evolutivo se ha venido dando. Para estudiar este fenómeno se suele emplear el método científico (la biología), pero este método es incompleto y es necesaria la apreciación de la filosofía para poder dar una visión completa.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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