Las zanahorias y los camellos

«El humor, como la poesía,
nos permite entrar en contacto
con lo que no acabamos de entender».

Hugo Hiriart

Entre los valores que usted quiere fomentar en sus hijos no aparece, ni de broma, el humor. «¡Fulanito!, ¿cuántas veces te tengo que repetir que tengas humor?» Tampoco figura en el elenco de objetivos personales que usted persigue. «¡Uy! Otro día sin humor, ¿qué me pasa?»
Lo que sí exige a sus vástagos es ser laboriosos y usted mismo se pone como meta ganar en solidaridad para con sus empleados etcétera. Esto es así porque la laboriosidad y la solidaridad sí son virtudes, pero el humor no, aunque a veces se camufle tras los rasgos del optimismo o la alegría.
Más allá del origen de la palabra –que, me temo, es igual que el de jugo– o de las definiciones hipocráticas (el profesor Héctor Zagal publicó un texto al respecto en La tempestad de enero de 2006), cuando hoy nos referimos al humor necesariamente lo vinculamos con los detonadores de la risa. Los matices y giros del significado llegan al echar mano de los adjetivos: negro, infantil, vulgar.
Pero también, como ocurre con la poesía, el humor funciona al unir realidades que en la naturaleza no existen juntas. Cuando el poeta dice «te lloré todo un río, ahora llórame un mar» plantea un escenario descabellado; por más que llore, ningún ser humano segregará tal cantidad de lágrimas para componer un caudal tipo arroyo, mucho menos oceánico. Y aunque esto es así, el poema no sólo no resulta aberrante, sino que es conmovedor.
Aunque el humor busca una víctima y la poesía no, ambos se alimentan de lo inaudito e inesperado, de la polivalencia del lenguaje y sus aristas; por eso, su comportamiento es exagerado e inconexo. Claro, hay un punto en el que la metáfora se vuelve comprensible y los términos coinciden; como la reacción del padre primerizo, cuyo hijo nació en medio de muchas complicaciones, ante el médico que anuncia: «Su hijo nació bien, pero tuvimos que ponerle oxígeno». «Menos mal, pero a mí me hubiese gustado ponerle Ambrosio, como su abuelo».
EL CUCHILLO Y LAS BOMBILLAS OSRAM
El humor, como la poesía, es una manera de interpretar al mundo, una herramienta, que no nos hace más o menos virtuosos. En ese sentido se parece más a un cuchillo o a las bombillas Osram. Sin embargo, bien empleado, el humor puede llegar a ser devastador.
Me refiero a que el humor sirve como termómetro de la inteligencia; dicho de otro modo, dime de qué te ríes y te diré quién eres. No es casualidad que en México los programas cómicos de televisión más exitosos sean infantiles y vulgares. Además, como hay libertad de expresión, es de lo más sencillo. Piense en cualquier serial de estos y verá siempre tres elementos: 1) un desfile de mujeres en cueros, 2) un patiño estúpido y 3) el bufón abusivo, quien reparte ofensas lascivas a las chicas y rebaja a subespecie al patiño.
Esencialmente machista, el humor en nuestro país hunde sus raíces en el resentimiento y la revancha simplona, por eso es chabacano y procaz. Concebimos la ofensa como pelea de gallos y reducimos el humor a empujones y descalificaciones. Por eso nos reímos de lo mismo que ríe un niño: lo escatológico y lo genital. Ante la censura posrevolucionaria, los cómicos mexicanos se refugiaron en las carpas. Ahí, lejos de la mirada gubernamental, los payasos populares lanzaban albures a diestra y siniestra, sin miramiento alguno.
En España, bajo el régimen franquista, los humoristas ejercitaron la inteligencia y, en lugar de ocultarse, empezaron a escribir. La famosa revista La codorniz (1941-1978) congregó en sus páginas a brillantes autores como Ramón Gómez de la Serna y Enrique Jardiel Poncela, y encontró el maquillaje perfecto para lanzar puyas al régimen sin que los censores franquistas las notaran. Lo mismo ocurrió en la Inglaterra victoriana.
Maestro de lógica y matemáticas, Charles Dodgson (a.k.a. Lewis Carroll) salpicó sus relatos para niños con reyertas y diatribas contra la reina, el rey, el primer ministro y demás dictadores. El humor convertido en reclamo social, en arma política, se ejercitó en el teatro y mutó hacia la televisión. The Monty Python’s Flying Circus es el mejor ejemplo (para mayores referencias le imploro que visite http://www.youtube.com/watch?v=ur5fGSBsfq8), su hilaridad elevó a sus integrantes a la cumbre del éxito televisivo en los años setenta.
RATAS EN LA SALA
Me parece que los escritores y actores (dramaturgos) neoyorquinos de origen judío son los herederos naturales de esta tradición británica. Hugo Hiriart refiere una simpática anécdota que ejemplifica muy bien mi parecer. El papá de Groucho Marx pasaba unos días de solaz en Nueva York y se hospedaba en casa de su hijo. Acomedido, el señor Marx hizo arreglos en el sótano y encontró ratas. «Hijo, ¿cómo es posible que tengas ratas en el sótano?», le reclamó a la primera oportunidad. «Y qué querías, papá, ¿qué las tuviera en la sala?» (su epitafio es una joya: «perdonen que no me levante»).
Ahí está también Allen Stewart Konigsberg (Woody Allen), quien tejió complicados personajes para exhibir los sinsabores de las relaciones humanas y matarnos de risa. Invernadero de cómicos como Jermoe Seinfeld o Tina Fey, la serie Saturday Night Live (tres décadas al aire) sacude a los pequeños burgueses norteamericanos con un sarcasmo corrosivo que alcanza por igual a Bill Clinton, Barack Obama o George W. Bush.
Pero tampoco nos pongamos tristes. Para nuestra buena fortuna, en México el humor no sólo depende de Jorge Ortiz de Pinedo o los Mascabrothers. Por ahí anda todavía Andrés Bustamante y, para paladares más refinados, contamos con Guillermo Sheridan, el referido maestro Hiriart o Paco Calderón. Y, evidentemente, la obra de Jorge Ibargüengoitia, abundante en inteligencia y trivialidad, como en este texto.
«Si descubrí el delirio de persecución no fue por cuenta propia, sino gracias a la ayuda de un amigo de la casa que era optometrista. Yo tenía ocho años, estábamos sentados a la mesa y mi abuela dijo que ella veía estupendamente y que no necesitaba anteojos. En ese momento, el optometrista pronunció las palabras fatales: “Eso es lo que usted cree. Yo le aseguro que no ve lo que nosotros vemos”.
Este parlamento contiene un error de formulación. El optometrista debió haber dicho que mi abuela no veía con la misma claridad que los demás. Todos lo entendieron así, menos yo, que me quedé mirando las zanahorias que había en el plato y pensando que quizá lo que mi abuela estaba viendo en vez de zanahorias eran camellos».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter