En los tiempos que corren, y además a toda prisa, una de las leyes más populares es la del menor esfuerzo. Una paradoja semejante parece presentarse con el respeto; duele comprobar que un término acuñado para subrayar efectos poderosos –veneración, deferencia– hoy nos dice poco o nada. Es tal la erosión de su significado que valdría la pena preguntarnos cuánto valor le asignamos hoy al respeto. Después de todo, las palabras también tienen su historia y muchas veces se van avejentando hasta que ellas mismas olvidan lo que querían decir. Lo único seguro del respeto son sus tres sílabas porque, por lo demás, su elasticidad interpretativa lo lleva por numerosas acepciones y no pocas perversiones. Así lo comprobé en un apurado escrutinio aprovechando una reunión de amigos. Angélica, por ejemplo, señaló que lo primero que la palabra le traía a la memoria era el consejo que le dio su papá respecto al trato con un anciano y muy disminuido pariente: «Es ya muy mayor, tenle paciencia y trátalo con respeto». Mi amiga, en consecuencia, creyó durante años que respetar a sus mayores era una verdadera lástima. En cambio, Benito recordó de inmediato a un cruel e insoportable profesor de quinto de primaria que veía, en cada alumno, una magnífica oportunidad de probar su puntería… a gisazos, claro está. Añadió que aquel docente le «infundía respeto». Hoy, a bastantes años de distancia, sigue pensando que respeto es, sobre todo, terror. Otros contertulios fueron también consultados. Dunstan sostuvo que respeto es caballerosidad, porque a él le enseñaron que el respetar a las mujeres suponía no tocarlas ni con el pétalo de una rosa. Sin embargo, Luisa puso el desorden porque, según ella, si eres una dama has de «darte a respetar», lo cual desató un entreverado debate sobre el pudor, la moda y los frágiles linderos del romance y la pasión. Con la tarde, cayó también la discusión y ese fue el fin de mi pequeña emulación de Mitofsky.
RESPETAR PARA AMAR
Lo cierto es que en ese revoltijo de acepciones, no sé a ciencia cierta qué podemos exigirle hoy a este nieto del solemne respectus latino. Ajonjolí de todos los moles, el vocablo se usa hoy incluso para anunciar la inminente llegada de una inocente corrección, una necesaria descalificación o un franco insulto. Compruébelo contestando a esta pregunta: cuando alguien le dice, «Mira, con todo respeto…», ¿no le da miedo? La verdad, a mí, sí… Nos acercamos entonces al quid de este artículo (porque alguno ha de tener): nos cuesta definir el respeto porque nos hemos malacostumbrado a hablar de él sin esforzarnos por vivirlo. Conocemos la palabra, pero no es tan seguro que reconozcamos su valor. No en balde, si googleas «respeto», sólo en «páginas de México», obtendrás 1 millón 590 mil entradas para entretenerte un rato. Nos complicamos mucho la existencia porque seguimos los senderos de las consecuencias del respeto y nos alejamos de su extraordinaria hondura y muy alta exigencia. En el trato con los demás, el respeto es el mínimo indispensable para dar el siguiente paso, el paso verdaderamente humano: amar. Bajo el rigor del menor esfuerzo, hemos hecho del respeto un salvoconducto para no ir más allá de la rutinaria coexistencia y nos privamos de la posibilidad de convivir, de vivir con los otros, considerándolos íntegramente. En el fondo, lo que no podemos olvidar es que todas las personas personas merecen ser no sólo respetadas sino queridas, apreciadas, eneradas. Todas, sin excepción, aunque cueste. Aunque duela.
¡SE BUSCA RESPETO!
El respeto, entonces, no es más que el basamento, indispensable pero siempre insuficiente, sobre el que podemos construir cada una de nuestras relaciones –familiares, laborales, sociales, etcétera– si aspiramos a vivir en una sociedad lo más humana posible. En el Oriente, un saludo tradicional es unir las manos y realizar una pequeña reverencia mientras se piensa o musita: «Saludo lo divino que hay en ti». Para los cristianos, la exigencia es clarísima: hemos de respetar a todos porque todos somos hijos de Dios. Los hombres estamos unidos por lo divino, y los católicos, específicamente, hemos de vivir como hermanos de la misma sangre, la sangre de Cristo. ¡Qué meta tan lejana del mero respeto! Pero si no ambicionamos lo extraordinario nunca alcanzaremos lo posible. Un auténtico respeto hace posible la convivencia y eso está muy bien, pero se antoja ir más allá de lo mínimo posible y transitar, por ejemplo, de la justicia a la caridad; de la atención a la hospitalidad; del buen trato a la amabilidad y de la corrección a la cordialidad. No es una danza de palabras bonitas y buenas intenciones, es una gesta –y en muchos casos será heroica– por vivir más y mejor: más enamorados y mejor dispuestos a dar fe de ese amor. No hay motivos de desaliento; siguiendo con las búsquedas en Google, sólo en páginas de México hay 2 millones 550 mil entradas para «amor». La conclusión es poco científica, pero vale: en la vida y en la Red, hay mucha más gente buscando amor que respeto.