Cuando pienso en los derechos de los niños no puedo evitar recordar la novela de William Golding, El Señor de las Moscas («The Lord of the Flies»). Trata de unos niños que van a dar a una isla desierta y se organizan para sobrevivir. Entre las normas que se inventan, está la de que sus asambleas nadie podía hacer uso de la palabra si no tenía en mano un caracol que habían encontrado.
Me gusta en especial la parte en que Ralph, a punto de enemistarse con Jack, defiende el uso de la caracola durante la asamblea. Ralph, aconsejado por Piggy, justifica el respeto a la norma de la caracola con algo así como: «Porque las reglas son lo único que tenemos». Ralph representa los ideales de la civilización para los niños. Jack, en cambio, se decanta por el salvajismo y la supervivencia. Las leyes, al final, se rompen. La isla se vuelve un caos. Por supuesto que se trata de una novela. Sin embargo, me gusta lo dicho por Ralph: «incluso en los niños, las reglas son lo que los hacen distintos, no su espontaneidad».
ENTRE UN ADULTO Y UN BUEN SALVAJE
Recientemente estuve con expertos en derechos de los niños. En cierto momento, uno de los presentes me reprochó: «es que los tratas como niños». A lo que respondí: «y eso son». La discusión fue iluminadora. Caí en cuenta que los derechos de la infancia son un tema que divide las opiniones de los adultos.
Creo que es claro hacia dónde quiero ir: el tema de los derechos de los niños es agua entre los dedos. El problema, quizá, sea tratar a los niños como adultos chiquitos. Lo cual es una consideración que, irremediablemente, se cuela cuando se habla de derechos infantiles. Como si los derechos humanos se encogieran para su aplicación a los niños. Esto proviene de una visión romántica e idílica de la niñez. Los menores son considerados como adultos puros, impolutos, ingenuos, inocentes y frágiles. Que se encuentran en una desventaja tal que, más vale, darles herramientas para su supervivencia.
Sin embargo, no podemos olvidar que los niños son sólo niños. No son ciudadanos en miniatura. Ni tampoco son un «buen salvaje» rousseaniano. Los derechos infantiles, en este sentido, deben recoger esta puerilidad.
DOS FLANCOS DÉBILES
Se habló por primera vez sobre los derechos de los niños en el siglo XIX. La primera declaración sistemática apareció hasta 1924, con la Declaración de Ginebra. La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) promulgó en 1959 la Declaración del Niño: diez principios que aterrizaban los decretos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la situación de los menores. Treinta años más tarde, la ONU firmó la Convención de los derechos del niño. Una versión enmendada y mejorada de la declaración anterior.
El tema de los derechos infantiles presenta dos flancos débiles. Primero, no son exigibles. O ¿a quién se le exige el cumplimiento del derecho a tener una familia?, ¿al Estado?, ¿a la sociedad? No está claro quiénes son los encargados de vigilar su cumplimiento –esto bajo el supuesto que los niños son capaces de exigirlos–. En segundo lugar, me parece, que se hace demasiado énfasis en los derechos y poco se repara en las obligaciones. Si son derechos, tienen una contrapartida de deberes. Deberes que no son los mismos a las obligaciones de los adultos, pero, deberes, al fin y al cabo.
La niñez es un estado transitorio. Y los derechos infantiles comparten la misma condición. Los derechos de los niños rigen, en tanto, el niño adquiere pleno uso de sus facultades jurídicas. No se trata de implantar los derechos de los adultos en pequeña escala, sino de reconocer los derechos que se anidan en la vida misma del niño. Derechos que valen sólo para la niñez y que se abandonan, una vez entrada la mayoría de edad. Por ejemplo, el derecho al juego. El artículo 31 de la Convención de los derechos del niño avala el derecho al juego y al esparcimiento del niño. El derecho al juego va de la mano con la protección del menor contra la explotación económica: al niño le toca jugar, no trabajar.
La misma Convención, empero, cae en el miniaturización jurídica. En el artículo 14 se lee: «Los Estados Partes respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión». Inmediatamente, en el 15, se repite la fórmula: «Los Estados Partes reconocen los derechos del niño a la libertad de asociación y a la libertad de celebrar reuniones pacíficas».
Estas libertades sobran en una declaración de los derechos infantiles. No significa que estos derechos no los tenga el menor. Tan sólo que se trata de libertades que no son propias de la niñez. Es una exageración facultar a los menores para que se reúnan y formen un club anti-niñas o un equipo de fútbol. Tampoco es necesaria una libertad de culto en los niños. Pues, de entrada, ellos ni siquiera escogen qué religión profesar. Cuando los padres bautizan a sus hijos o los circuncidan sin pedir su opinión, no cometen ningún abuso ni violan los derechos de sus hijos. No es descabellado creer que los niños deben obediencia a sus padres o tutores, para que ellos salvaguarden su ventana de desarrollo. Me pregunto, entonces, ¿es realmente necesario que una declaración de los derechos del niño reconozca su libertad de creencias? ¿Qué añade el derecho de libertad de asociación a la vida del menor? ¿Acaso mejoran su desarrollo físico, espiritual y psíquico?
Tengo mis dudas, al menos en el caso de los más pequeños. Si bien se trata de derechos fundamentales de la persona, en el caso del niño hay otras prioridades y exigencias. Sencillamente, no competen al aquí y el ahora del menor. Los derechos infantiles deben reconocer en los niños una singularidad que no es equiparable a la de cualquier sujeto. Es un error de enfoque pretender ampliar las libertades de los menores a través de sus derechos. Se debe subrayar su protección. Garantizar las libertades propias de su edad. Velar por su sano crecimiento. Vigilar el desempeño de los padres o tutores legales. Fomentar y valorar su participación. Pero no conferir libertades que el niño no puede ejercer
¿DERECHOS SIN OBLIGACIONES?
Las organizaciones internacionales y los Estados deben garantizar que los niños, en virtud de su inmadurez física y moral, no se conviertan en blanco de abusos. Flaco favor les hacemos a los menores concediéndoles libertades que no están listos para asumir. La misma vulnerabilidad que se intenta proteger, es el propio límite de documentos como la Convención de los derechos del niño. Deben apuntar a la prevención y la protección y el óptimo desarrollo. No conferir derechos o reconocer libertades que superen las capacidades del niño.
El endiosamiento de los derechos infantiles es tan reprobable como su omisión. La Covención de los derechos de los niños debe interpretarse en su justa medida. El deseo de proteger a la infancia puede llegar a ofuscar la mirada. El asunto es si los niños tienen o no menos derechos que los adultos. Lo verdaderamente importante, insisto, es reconocer las necesidades propias de la niñez, muchas o pocas, y atenderlas. Las libertades que de poco sirven a los menores, no forman parte de sus derechos. Por la sencilla razón de que no las pueden ejercer.
El debate sigue abierto. La permisividad infantil es un riesgo que nos acecha. Ya lo verán. ¿Soy autoritario? No quiero serlo, sin embargo, los derechos infantiles son algo más serio que las instrucciones de juego en el Museo del Papalote o la Ciudad de los Niños.