CINE: Mar adentro, sentimental apología de la eutanasia
Director y Guionista: Alejandro Amenábar
Cine. España 2005
Director y Guionista: Alejandro Amenábar
Cine. España 2005
Tras el éxito internacional de Tesis, Abre los ojos y Los otros, en Mar adentro, el cineasta español Alejandro Amenábar recrea en tono hagiográfico la recta final del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, que se quitó la vida en 1998 tras defender durante años ante los tribunales su supuesto derecho a morir. La discutida película presentada en el Festival de Venecia y ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, reaviva el debate sobre la eutanasia.
Nacido en Xuño (A Coruña) en 1943, Ramón Sampedro viajó de joven por todo el mundo como marinero hasta que a los 26 años quedó tetrapléjico por un accidente en la playa. Paralizado del cuello para abajo, desde entonces fue cuidado por su hermano y su familia. Sampedro permaneció casi siempre postrado en la cama, frente a dos ventanas, pues, a diferencia de otros tetrapléjicos, se negaba a utilizar la silla de ruedas y a salir de su cuarto.
Así pasó 29 años, leyendo, escuchando música, escribiendo, hablando con mucha gente y luchando sin éxito para que el Estado le autorizara suicidarse, pues consideraba su vida indigna de ser vivida.
En los años 90, su caso saltó a los medios de comunicación, llegó a los tribunales de justicia y suscitó un debate social. En 1996, Sampedro publicó sus escritos autobiográficos con el título Cartas desde el infierno (Ed. Planeta). Y finalmente, el 12 de enero de 1998, se suicidó en connivencia con familiares y amigos que nunca fueron inculpados, pues él mismo elaboró un sofisticado plan para protegerlos.
Incluso después de su muerte su heredera intentó mantener abierto el caso Sampedro, y demandó al Estado español ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo por «vulnerar el derecho a la vida privada». El Tribunal declaró «inadmisible» la demanda. Después la heredera llevó el caso ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que el pasado marzo dictaminó también que las alegaciones eran inadmisibles.
BUENA DIRECCIÓN DE ACTORES
Lo primero que impresiona de la película es la soberbia dirección de actores realizada por Amenábar. Rodadas en orden cronológico, casi todas las interpretaciones son excelentes. Quizá la de Javier Bardem sorprende menos que la de Belén Rueda –magnífica en su complejo personaje– o que las de Lola Dueñas y Mabel Rivera, que encarnan a los personajes más auténticos de la película.
Por otra parte, Amenábar apela también a las emociones del espectador a través de una puesta en escena muy esmerada, en su mayor parte naturalista, aunque con varios insertos oníricos, algunos muy impactantes. En unos y otros pasajes, la planificación panorámica y el montaje resultan siempre sustanciales, y se refuerzan con la bella fotografía de Javier Aguirresarobe y con la sugerente música del propio Amenábar, siempre eficaz aunque a ratos demasiado enfática. Elogio aparte merecen el precioso tema celta de los créditos finales –en cuya composición colaboró Carlos Núñez–, y el antológico maquillaje de Jo Allen, que modifica totalmente los rasgos de Javier Bardem.
TRAMPA Y CARTÓN
Esta apabullante demostración audiovisual se asienta en un guión brillante, emotivo y hasta divertido en su descripción de las relaciones familiares y de amistad de Sampedro, pero muy ideológico y a veces descaradamente sentimental en su apología de la eutanasia y el suicidio. En este punto, los pasajes más toscos son la comparecencia de Sampedro ante los tribunales –con jueces dibujados con rasgos tétricos– y la visita a Sampedro de un jesuita tetrapléjico como él, históricamente falsa y desarrollada con un tono tan caricaturesco y cruel que desvela su sectario planteamiento anticatólico.
Esta deformación ideológica se aprecia asimismo en los idílicos perfiles vitales del propio Ramón Sampedro, cuya luminosa santidad laica sólo se rompe levemente en un par de salidas de mal humor. También poseen este modélico equilibrio psicológico y una serenidad inteligente y hasta divertida, los dos representantes de la asociación proeutanasia DMD (Derecho a Morir Dignamente), que incluso se erigen como abanderados de la natalidad, en una escena provida sensiblera y poco coherente con la insistencia de Sampedro en quitarse la vida.
LIBERTAD SIN LÍMITES
Similares ribetes sentimentales definen las dos historias de amor que el guión entrelaza en torno a Ramón Sampedro. Una, protagonizada por Julia (Belén Rueda), la abogada que le asesora en su lucha legal y que padece una enfermedad degenerativa. Y la otra, impulsada por Rosa (Lola Dueñas), una pobre chica de pueblo, maltratada por los hombres, y que encuentra en Sampedro una inesperada tabla de salvación.
Estas subtramas contienen los escasos datos que aporta Amenábar sobre el pensamiento de Sampedro, quien, a pesar de las numerosas razones para vivir que se le van mostrando, insiste en morir aduciendo siempre el mismo argumento: «No me juzges. Si me quieres de verdad, respeta mi libertad y ayúdame a morir».
En realidad, la película defiende un concepto de libertad entendida como una autonomía personal casi sin límites, ni morales ni legales, sólo controlada por la propia conciencia. Lo ha sintetizado muy bien el propio Javier Bardem al definir la película: «Es la historia de una persona cuyo único Dios es su conciencia, lo que hace al hombre más libre y más humano». Pero lo mismo podría decirse de un kamikaze o del seguidor de una secta que se suicida para alcanzar lo que considera mejor vida en el más allá. Pues la convicción más profunda puede ser compatible con la falta de autocrítica.
Por supuesto, para no enturbiar esa autonomía sin límites, no se reflexiona sobre las posibles deformaciones de la conciencia, se obvia el posible componente patológico de la obsesión de Ramón Sampedro por morir y se pasa de puntillas por el peliagudo problema de la influencia negativa de su actitud en otros lesionados y enfermos graves. Al fin y al cabo, su motivación principal fue considerar indigna su vida como tetrapléjico.
AMOR Y SUFRIMIENTO
En este punto concreto del sentido del amor y el sufrimiento se aprecia claramente la debilidad de la antropología y de la moral que sustentan la decisión de Sampedro, defendida por la película. Tal y como se describe en el filme, él partía de un concepto de la felicidad más bien materialista e individualista, que cuando choca con la limitación física resulta incapaz de dar sentido a la vida y al amor, pues ambos estarán siempre marcados por el sufrimiento.
Sin embargo, este planteamiento es desmentido día a día por miles de personas en todo el mundo, totalmente dependientes de otras y muy limitadas físicamente, pero que no han perdido la alegría de vivir y luchar, ni la capacidad de trabajo, ni el sentido solidario, enriquecedor y hasta santificador de su propio dolor.
En definitiva, todo este entramado de conflictos obviados, deformados o no resueltos enturbian enormemente la calidad formal e interpretativa de la película, y llevan a replantearse la autenticidad de sus personajes y la verdadera entidad dramática y ética de sus conflictos. Además, asusta que se hable con tal frialdad y ligereza de «vidas que no merecen la pena ser vividas», pues a ver quién tipifica jurídicamente ese concepto. Hasta ahora sólo se atrevieron a hacerlo ciertos filósofos del Tercer Reich, que teorizaron sobre «las vidas humanas sin valor vital» (“das lebensunwerte Leben”), víctimas más tarde del programa nazi de eutanasia y eugenesia. No aprendemos.
Jerónimo José Martín
Mar adentro. Director y coguionista: Alejandro Amenábar. Intérpretes: Javier Bardem, Belén Rueda, Lola Dueñas, Celso Bugallo, Mabel Rivera, Tamar Novas, Clara Segura, Francesc Garrido, Joan Dalmau, José Mª Pou, Alberto Jiménez, Alberto Amarilla. 125 min. Adultos.
Tras el éxito internacional de Tesis, Abre los ojos y Los otros, en Mar adentro, el cineasta español Alejandro Amenábar recrea en tono hagiográfico la recta final del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, que se quitó la vida en 1998 tras defender durante años ante los tribunales su supuesto derecho a morir. La discutida película presentada en el Festival de Venecia y ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, reaviva el debate sobre la eutanasia.
Nacido en Xuño (A Coruña) en 1943, Ramón Sampedro viajó de joven por todo el mundo como marinero hasta que a los 26 años quedó tetrapléjico por un accidente en la playa. Paralizado del cuello para abajo, desde entonces fue cuidado por su hermano y su familia. Sampedro permaneció casi siempre postrado en la cama, frente a dos ventanas, pues, a diferencia de otros tetrapléjicos, se negaba a utilizar la silla de ruedas y a salir de su cuarto.
Así pasó 29 años, leyendo, escuchando música, escribiendo, hablando con mucha gente y luchando sin éxito para que el Estado le autorizara suicidarse, pues consideraba su vida indigna de ser vivida.
En los años 90, su caso saltó a los medios de comunicación, llegó a los tribunales de justicia y suscitó un debate social. En 1996, Sampedro publicó sus escritos autobiográficos con el título Cartas desde el infierno (Ed. Planeta). Y finalmente, el 12 de enero de 1998, se suicidó en connivencia con familiares y amigos que nunca fueron inculpados, pues él mismo elaboró un sofisticado plan para protegerlos.
Incluso después de su muerte su heredera intentó mantener abierto el caso Sampedro, y demandó al Estado español ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo por «vulnerar el derecho a la vida privada». El Tribunal declaró «inadmisible» la demanda. Después la heredera llevó el caso ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que el pasado marzo dictaminó también que las alegaciones eran inadmisibles.
BUENA DIRECCIÓN DE ACTORES
Lo primero que impresiona de la película es la soberbia dirección de actores realizada por Amenábar. Rodadas en orden cronológico, casi todas las interpretaciones son excelentes. Quizá la de Javier Bardem sorprende menos que la de Belén Rueda –magnífica en su complejo personaje– o que las de Lola Dueñas y Mabel Rivera, que encarnan a los personajes más auténticos de la película.
Por otra parte, Amenábar apela también a las emociones del espectador a través de una puesta en escena muy esmerada, en su mayor parte naturalista, aunque con varios insertos oníricos, algunos muy impactantes. En unos y otros pasajes, la planificación panorámica y el montaje resultan siempre sustanciales, y se refuerzan con la bella fotografía de Javier Aguirresarobe y con la sugerente música del propio Amenábar, siempre eficaz aunque a ratos demasiado enfática. Elogio aparte merecen el precioso tema celta de los créditos finales –en cuya composición colaboró Carlos Núñez–, y el antológico maquillaje de Jo Allen, que modifica totalmente los rasgos de Javier Bardem.
TRAMPA Y CARTÓN
Esta apabullante demostración audiovisual se asienta en un guión brillante, emotivo y hasta divertido en su descripción de las relaciones familiares y de amistad de Sampedro, pero muy ideológico y a veces descaradamente sentimental en su apología de la eutanasia y el suicidio. En este punto, los pasajes más toscos son la comparecencia de Sampedro ante los tribunales –con jueces dibujados con rasgos tétricos– y la visita a Sampedro de un jesuita tetrapléjico como él, históricamente falsa y desarrollada con un tono tan caricaturesco y cruel que desvela su sectario planteamiento anticatólico.
Esta deformación ideológica se aprecia asimismo en los idílicos perfiles vitales del propio Ramón Sampedro, cuya luminosa santidad laica sólo se rompe levemente en un par de salidas de mal humor. También poseen este modélico equilibrio psicológico y una serenidad inteligente y hasta divertida, los dos representantes de la asociación proeutanasia DMD (Derecho a Morir Dignamente), que incluso se erigen como abanderados de la natalidad, en una escena provida sensiblera y poco coherente con la insistencia de Sampedro en quitarse la vida.
LIBERTAD SIN LÍMITES
Similares ribetes sentimentales definen las dos historias de amor que el guión entrelaza en torno a Ramón Sampedro. Una, protagonizada por Julia (Belén Rueda), la abogada que le asesora en su lucha legal y que padece una enfermedad degenerativa. Y la otra, impulsada por Rosa (Lola Dueñas), una pobre chica de pueblo, maltratada por los hombres, y que encuentra en Sampedro una inesperada tabla de salvación.
Estas subtramas contienen los escasos datos que aporta Amenábar sobre el pensamiento de Sampedro, quien, a pesar de las numerosas razones para vivir que se le van mostrando, insiste en morir aduciendo siempre el mismo argumento: «No me juzges. Si me quieres de verdad, respeta mi libertad y ayúdame a morir».
En realidad, la película defiende un concepto de libertad entendida como una autonomía personal casi sin límites, ni morales ni legales, sólo controlada por la propia conciencia. Lo ha sintetizado muy bien el propio Javier Bardem al definir la película: «Es la historia de una persona cuyo único Dios es su conciencia, lo que hace al hombre más libre y más humano». Pero lo mismo podría decirse de un kamikaze o del seguidor de una secta que se suicida para alcanzar lo que considera mejor vida en el más allá. Pues la convicción más profunda puede ser compatible con la falta de autocrítica.
Por supuesto, para no enturbiar esa autonomía sin límites, no se reflexiona sobre las posibles deformaciones de la conciencia, se obvia el posible componente patológico de la obsesión de Ramón Sampedro por morir y se pasa de puntillas por el peliagudo problema de la influencia negativa de su actitud en otros lesionados y enfermos graves. Al fin y al cabo, su motivación principal fue considerar indigna su vida como tetrapléjico.
AMOR Y SUFRIMIENTO
En este punto concreto del sentido del amor y el sufrimiento se aprecia claramente la debilidad de la antropología y de la moral que sustentan la decisión de Sampedro, defendida por la película. Tal y como se describe en el filme, él partía de un concepto de la felicidad más bien materialista e individualista, que cuando choca con la limitación física resulta incapaz de dar sentido a la vida y al amor, pues ambos estarán siempre marcados por el sufrimiento.
Sin embargo, este planteamiento es desmentido día a día por miles de personas en todo el mundo, totalmente dependientes de otras y muy limitadas físicamente, pero que no han perdido la alegría de vivir y luchar, ni la capacidad de trabajo, ni el sentido solidario, enriquecedor y hasta santificador de su propio dolor.
En definitiva, todo este entramado de conflictos obviados, deformados o no resueltos enturbian enormemente la calidad formal e interpretativa de la película, y llevan a replantearse la autenticidad de sus personajes y la verdadera entidad dramática y ética de sus conflictos. Además, asusta que se hable con tal frialdad y ligereza de «vidas que no merecen la pena ser vividas», pues a ver quién tipifica jurídicamente ese concepto. Hasta ahora sólo se atrevieron a hacerlo ciertos filósofos del Tercer Reich, que teorizaron sobre «las vidas humanas sin valor vital» (“das lebensunwerte Leben”), víctimas más tarde del programa nazi de eutanasia y eugenesia. No aprendemos.
Jerónimo José Martín
Mar adentro. Director y coguionista: Alejandro Amenábar. Intérpretes: Javier Bardem, Belén Rueda, Lola Dueñas, Celso Bugallo, Mabel Rivera, Tamar Novas, Clara Segura, Francesc Garrido, Joan Dalmau, José Mª Pou, Alberto Jiménez, Alberto Amarilla. 125 min. Adultos.
Nacido en Xuño (A Coruña) en 1943, Ramón Sampedro viajó de joven por todo el mundo como marinero hasta que a los 26 años quedó tetrapléjico por un accidente en la playa. Paralizado del cuello para abajo, desde entonces fue cuidado por su hermano y su familia. Sampedro permaneció casi siempre postrado en la cama, frente a dos ventanas, pues, a diferencia de otros tetrapléjicos, se negaba a utilizar la silla de ruedas y a salir de su cuarto.
Así pasó 29 años, leyendo, escuchando música, escribiendo, hablando con mucha gente y luchando sin éxito para que el Estado le autorizara suicidarse, pues consideraba su vida indigna de ser vivida.
En los años 90, su caso saltó a los medios de comunicación, llegó a los tribunales de justicia y suscitó un debate social. En 1996, Sampedro publicó sus escritos autobiográficos con el título Cartas desde el infierno (Ed. Planeta). Y finalmente, el 12 de enero de 1998, se suicidó en connivencia con familiares y amigos que nunca fueron inculpados, pues él mismo elaboró un sofisticado plan para protegerlos.
Incluso después de su muerte su heredera intentó mantener abierto el caso Sampedro, y demandó al Estado español ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo por «vulnerar el derecho a la vida privada». El Tribunal declaró «inadmisible» la demanda. Después la heredera llevó el caso ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que el pasado marzo dictaminó también que las alegaciones eran inadmisibles.
BUENA DIRECCIÓN DE ACTORES
Lo primero que impresiona de la película es la soberbia dirección de actores realizada por Amenábar. Rodadas en orden cronológico, casi todas las interpretaciones son excelentes. Quizá la de Javier Bardem sorprende menos que la de Belén Rueda –magnífica en su complejo personaje– o que las de Lola Dueñas y Mabel Rivera, que encarnan a los personajes más auténticos de la película.
Por otra parte, Amenábar apela también a las emociones del espectador a través de una puesta en escena muy esmerada, en su mayor parte naturalista, aunque con varios insertos oníricos, algunos muy impactantes. En unos y otros pasajes, la planificación panorámica y el montaje resultan siempre sustanciales, y se refuerzan con la bella fotografía de Javier Aguirresarobe y con la sugerente música del propio Amenábar, siempre eficaz aunque a ratos demasiado enfática. Elogio aparte merecen el precioso tema celta de los créditos finales –en cuya composición colaboró Carlos Núñez–, y el antológico maquillaje de Jo Allen, que modifica totalmente los rasgos de Javier Bardem.
TRAMPA Y CARTÓN
Esta apabullante demostración audiovisual se asienta en un guión brillante, emotivo y hasta divertido en su descripción de las relaciones familiares y de amistad de Sampedro, pero muy ideológico y a veces descaradamente sentimental en su apología de la eutanasia y el suicidio. En este punto, los pasajes más toscos son la comparecencia de Sampedro ante los tribunales –con jueces dibujados con rasgos tétricos– y la visita a Sampedro de un jesuita tetrapléjico como él, históricamente falsa y desarrollada con un tono tan caricaturesco y cruel que desvela su sectario planteamiento anticatólico.
Esta deformación ideológica se aprecia asimismo en los idílicos perfiles vitales del propio Ramón Sampedro, cuya luminosa santidad laica sólo se rompe levemente en un par de salidas de mal humor. También poseen este modélico equilibrio psicológico y una serenidad inteligente y hasta divertida, los dos representantes de la asociación proeutanasia DMD (Derecho a Morir Dignamente), que incluso se erigen como abanderados de la natalidad, en una escena provida sensiblera y poco coherente con la insistencia de Sampedro en quitarse la vida.
LIBERTAD SIN LÍMITES
Similares ribetes sentimentales definen las dos historias de amor que el guión entrelaza en torno a Ramón Sampedro. Una, protagonizada por Julia (Belén Rueda), la abogada que le asesora en su lucha legal y que padece una enfermedad degenerativa. Y la otra, impulsada por Rosa (Lola Dueñas), una pobre chica de pueblo, maltratada por los hombres, y que encuentra en Sampedro una inesperada tabla de salvación.
Estas subtramas contienen los escasos datos que aporta Amenábar sobre el pensamiento de Sampedro, quien, a pesar de las numerosas razones para vivir que se le van mostrando, insiste en morir aduciendo siempre el mismo argumento: «No me juzges. Si me quieres de verdad, respeta mi libertad y ayúdame a morir».
En realidad, la película defiende un concepto de libertad entendida como una autonomía personal casi sin límites, ni morales ni legales, sólo controlada por la propia conciencia. Lo ha sintetizado muy bien el propio Javier Bardem al definir la película: «Es la historia de una persona cuyo único Dios es su conciencia, lo que hace al hombre más libre y más humano». Pero lo mismo podría decirse de un kamikaze o del seguidor de una secta que se suicida para alcanzar lo que considera mejor vida en el más allá. Pues la convicción más profunda puede ser compatible con la falta de autocrítica.
Por supuesto, para no enturbiar esa autonomía sin límites, no se reflexiona sobre las posibles deformaciones de la conciencia, se obvia el posible componente patológico de la obsesión de Ramón Sampedro por morir y se pasa de puntillas por el peliagudo problema de la influencia negativa de su actitud en otros lesionados y enfermos graves. Al fin y al cabo, su motivación principal fue considerar indigna su vida como tetrapléjico.
AMOR Y SUFRIMIENTO
En este punto concreto del sentido del amor y el sufrimiento se aprecia claramente la debilidad de la antropología y de la moral que sustentan la decisión de Sampedro, defendida por la película. Tal y como se describe en el filme, él partía de un concepto de la felicidad más bien materialista e individualista, que cuando choca con la limitación física resulta incapaz de dar sentido a la vida y al amor, pues ambos estarán siempre marcados por el sufrimiento.
Sin embargo, este planteamiento es desmentido día a día por miles de personas en todo el mundo, totalmente dependientes de otras y muy limitadas físicamente, pero que no han perdido la alegría de vivir y luchar, ni la capacidad de trabajo, ni el sentido solidario, enriquecedor y hasta santificador de su propio dolor.
En definitiva, todo este entramado de conflictos obviados, deformados o no resueltos enturbian enormemente la calidad formal e interpretativa de la película, y llevan a replantearse la autenticidad de sus personajes y la verdadera entidad dramática y ética de sus conflictos. Además, asusta que se hable con tal frialdad y ligereza de «vidas que no merecen la pena ser vividas», pues a ver quién tipifica jurídicamente ese concepto. Hasta ahora sólo se atrevieron a hacerlo ciertos filósofos del Tercer Reich, que teorizaron sobre «las vidas humanas sin valor vital» (“das lebensunwerte Leben”), víctimas más tarde del programa nazi de eutanasia y eugenesia. No aprendemos.
Jerónimo José Martín
Mar adentro. Director y coguionista: Alejandro Amenábar. Intérpretes: Javier Bardem, Belén Rueda, Lola Dueñas, Celso Bugallo, Mabel Rivera, Tamar Novas, Clara Segura, Francesc Garrido, Joan Dalmau, José Mª Pou, Alberto Jiménez, Alberto Amarilla. 125 min. Adultos.
Tras el éxito internacional de Tesis, Abre los ojos y Los otros, en Mar adentro, el cineasta español Alejandro Amenábar recrea en tono hagiográfico la recta final del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, que se quitó la vida en 1998 tras defender durante años ante los tribunales su supuesto derecho a morir. La discutida película presentada en el Festival de Venecia y ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, reaviva el debate sobre la eutanasia.
Nacido en Xuño (A Coruña) en 1943, Ramón Sampedro viajó de joven por todo el mundo como marinero hasta que a los 26 años quedó tetrapléjico por un accidente en la playa. Paralizado del cuello para abajo, desde entonces fue cuidado por su hermano y su familia. Sampedro permaneció casi siempre postrado en la cama, frente a dos ventanas, pues, a diferencia de otros tetrapléjicos, se negaba a utilizar la silla de ruedas y a salir de su cuarto.
Así pasó 29 años, leyendo, escuchando música, escribiendo, hablando con mucha gente y luchando sin éxito para que el Estado le autorizara suicidarse, pues consideraba su vida indigna de ser vivida.
En los años 90, su caso saltó a los medios de comunicación, llegó a los tribunales de justicia y suscitó un debate social. En 1996, Sampedro publicó sus escritos autobiográficos con el título Cartas desde el infierno (Ed. Planeta). Y finalmente, el 12 de enero de 1998, se suicidó en connivencia con familiares y amigos que nunca fueron inculpados, pues él mismo elaboró un sofisticado plan para protegerlos.
Incluso después de su muerte su heredera intentó mantener abierto el caso Sampedro, y demandó al Estado español ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo por «vulnerar el derecho a la vida privada». El Tribunal declaró «inadmisible» la demanda. Después la heredera llevó el caso ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que el pasado marzo dictaminó también que las alegaciones eran inadmisibles.
BUENA DIRECCIÓN DE ACTORES
Lo primero que impresiona de la película es la soberbia dirección de actores realizada por Amenábar. Rodadas en orden cronológico, casi todas las interpretaciones son excelentes. Quizá la de Javier Bardem sorprende menos que la de Belén Rueda –magnífica en su complejo personaje– o que las de Lola Dueñas y Mabel Rivera, que encarnan a los personajes más auténticos de la película.
Por otra parte, Amenábar apela también a las emociones del espectador a través de una puesta en escena muy esmerada, en su mayor parte naturalista, aunque con varios insertos oníricos, algunos muy impactantes. En unos y otros pasajes, la planificación panorámica y el montaje resultan siempre sustanciales, y se refuerzan con la bella fotografía de Javier Aguirresarobe y con la sugerente música del propio Amenábar, siempre eficaz aunque a ratos demasiado enfática. Elogio aparte merecen el precioso tema celta de los créditos finales –en cuya composición colaboró Carlos Núñez–, y el antológico maquillaje de Jo Allen, que modifica totalmente los rasgos de Javier Bardem.
TRAMPA Y CARTÓN
Esta apabullante demostración audiovisual se asienta en un guión brillante, emotivo y hasta divertido en su descripción de las relaciones familiares y de amistad de Sampedro, pero muy ideológico y a veces descaradamente sentimental en su apología de la eutanasia y el suicidio. En este punto, los pasajes más toscos son la comparecencia de Sampedro ante los tribunales –con jueces dibujados con rasgos tétricos– y la visita a Sampedro de un jesuita tetrapléjico como él, históricamente falsa y desarrollada con un tono tan caricaturesco y cruel que desvela su sectario planteamiento anticatólico.
Esta deformación ideológica se aprecia asimismo en los idílicos perfiles vitales del propio Ramón Sampedro, cuya luminosa santidad laica sólo se rompe levemente en un par de salidas de mal humor. También poseen este modélico equilibrio psicológico y una serenidad inteligente y hasta divertida, los dos representantes de la asociación proeutanasia DMD (Derecho a Morir Dignamente), que incluso se erigen como abanderados de la natalidad, en una escena provida sensiblera y poco coherente con la insistencia de Sampedro en quitarse la vida.
LIBERTAD SIN LÍMITES
Similares ribetes sentimentales definen las dos historias de amor que el guión entrelaza en torno a Ramón Sampedro. Una, protagonizada por Julia (Belén Rueda), la abogada que le asesora en su lucha legal y que padece una enfermedad degenerativa. Y la otra, impulsada por Rosa (Lola Dueñas), una pobre chica de pueblo, maltratada por los hombres, y que encuentra en Sampedro una inesperada tabla de salvación.
Estas subtramas contienen los escasos datos que aporta Amenábar sobre el pensamiento de Sampedro, quien, a pesar de las numerosas razones para vivir que se le van mostrando, insiste en morir aduciendo siempre el mismo argumento: «No me juzges. Si me quieres de verdad, respeta mi libertad y ayúdame a morir».
En realidad, la película defiende un concepto de libertad entendida como una autonomía personal casi sin límites, ni morales ni legales, sólo controlada por la propia conciencia. Lo ha sintetizado muy bien el propio Javier Bardem al definir la película: «Es la historia de una persona cuyo único Dios es su conciencia, lo que hace al hombre más libre y más humano». Pero lo mismo podría decirse de un kamikaze o del seguidor de una secta que se suicida para alcanzar lo que considera mejor vida en el más allá. Pues la convicción más profunda puede ser compatible con la falta de autocrítica.
Por supuesto, para no enturbiar esa autonomía sin límites, no se reflexiona sobre las posibles deformaciones de la conciencia, se obvia el posible componente patológico de la obsesión de Ramón Sampedro por morir y se pasa de puntillas por el peliagudo problema de la influencia negativa de su actitud en otros lesionados y enfermos graves. Al fin y al cabo, su motivación principal fue considerar indigna su vida como tetrapléjico.
AMOR Y SUFRIMIENTO
En este punto concreto del sentido del amor y el sufrimiento se aprecia claramente la debilidad de la antropología y de la moral que sustentan la decisión de Sampedro, defendida por la película. Tal y como se describe en el filme, él partía de un concepto de la felicidad más bien materialista e individualista, que cuando choca con la limitación física resulta incapaz de dar sentido a la vida y al amor, pues ambos estarán siempre marcados por el sufrimiento.
Sin embargo, este planteamiento es desmentido día a día por miles de personas en todo el mundo, totalmente dependientes de otras y muy limitadas físicamente, pero que no han perdido la alegría de vivir y luchar, ni la capacidad de trabajo, ni el sentido solidario, enriquecedor y hasta santificador de su propio dolor.
En definitiva, todo este entramado de conflictos obviados, deformados o no resueltos enturbian enormemente la calidad formal e interpretativa de la película, y llevan a replantearse la autenticidad de sus personajes y la verdadera entidad dramática y ética de sus conflictos. Además, asusta que se hable con tal frialdad y ligereza de «vidas que no merecen la pena ser vividas», pues a ver quién tipifica jurídicamente ese concepto. Hasta ahora sólo se atrevieron a hacerlo ciertos filósofos del Tercer Reich, que teorizaron sobre «las vidas humanas sin valor vital» (“das lebensunwerte Leben”), víctimas más tarde del programa nazi de eutanasia y eugenesia. No aprendemos.
Jerónimo José Martín
Mar adentro. Director y coguionista: Alejandro Amenábar. Intérpretes: Javier Bardem, Belén Rueda, Lola Dueñas, Celso Bugallo, Mabel Rivera, Tamar Novas, Clara Segura, Francesc Garrido, Joan Dalmau, José Mª Pou, Alberto Jiménez, Alberto Amarilla. 125 min. Adultos.