«El que mata más, es el que gobierna»
Frase atribuida a Álvaro Obregón
RENCOR Y POLÍTICA
Los acontecimientos políticos de nuestro país muestran que andamos más bien escasos de amistad virtuosa. El asunto se torna peligroso porque se ha desatado un juego de venganzas y revanchas. No sólo estamos ante un recrudecimiento de enemistades políticas, sino que presenciamos un fuego de insultos y descalificaciones personales. A estas alturas, poco importa quién tiene la razón o quién disparó primero.
Sucede como con el terrorismo. Cuando los terroristas de ambos lados hacen estallar bombas que matan inocentes, se desata un círculo de acciones, represalias y venganzas que nada puede detener sino la absoluta aniquilación del enemigo o la sensatez de alguna de las partes en conflicto. Recordemos la tragedia Tito Andrónico, de Shakespeare. Al final, nadie gana. La suma es cero. En el círculo del rencor, la única sensatez posible se llama perdón, que, por curioso que nos parezca, es una de las entradas a la amistad.
El perdón adquiere, a veces, un nombre jurídico. Se le llama amnistía, aunque es, en realidad, una versión rebajada, muy rebajada, del perdón. En todo caso, es un acto razonable. Perdona quien sabe que la lucha desgasta, pues obliga a vivir en perpetua tensión, en perpetua vigilia contra las represalias del enemigo, en perpetua conspiración.
Las amnistías se promulgan para evitar la cristalización del odio y las represalias. Son la única manera de superar las situaciones entrampadas por el odio y las injusticias. Tienen siempre un deje de magnanimidad; el perdón se sitúa más allá de la ley, que siempre sanciona con castigos y penas. La amnistía requiere de un gesto de benevolencia que supera la regla de la reciprocidad.
Estamos en las antípodas de Clausewitz. Como escribió Jünger, «si, según Clausewitz, la guerra es la prosecución de la política con otros medios, eso quiere decir implicite que, cuanto más absoluto es el modo de librar la guerra, tanto menor es la cantidad de política que puede entrar en ella. Durante la guerra no hay negociaciones; faltan las manos libres para entablarlas y falta también aliento».
AMISTAD Y POLIS
La amistad ocupa un lugar importante en la teoría política de Aristóteles. Para él, no puede existir una verdadera comunidad política si los ciudadanos no son amigos entre sí. Se ha discutido mucho sobre el sentido de tal afirmación. Aristóteles no era ingenuo, no pretendía que la polis fuese un club de amigos, de amigos en el sentido fuerte. Pienso que quería decir que no hay polis sin un proyecto compartido, sin una finalidad común. La amistad philía en griego es un tipo de amor, que se caracteriza, entre otras cosas, por la reciprocidad.
De alguna manera, la amistad también se rige por la justicia. Los amigos son amigos porque el uno espera del otro según una medida, una proporción. La amistad requiere de una regla, implícita la mayoría de las veces. Cuando los amigos la violan, la amistad se deteriora. Esta «norma» o «ley» es uno de los primeros puntos que comparten los amigos. Análogamente, la ciudad sólo existe cuando se comparte una norma. Sin ley, no hay comunidad política.
VIRTUD Y CONVIVENCIA CIUDADANA
Aristóteles clasificó la amistad en tres tipos, dos de ellos imperfectos: amistad por placer, por utilidad y por virtud. La primera es típica de la gente joven; la segunda, de los viejos; la tercera, del hombre libre, del ciudadano virtuoso, y asume a las anteriores. La amistad por virtud es útil y placentera.
Podríamos decir que estos tipos sólo son posibles entre iguales. Sin embargo, el filósofo también contempla la amistad entre desiguales. Entre ellas se encuentran las relaciones de afecto que vinculan a los padres e hijos o a los gobernantes y gobernados, por ejemplo. Hay, por otro lado, formas derivativas de la amistad que se corresponden con los diferentes tipos de constituciones políticas y formas de gobierno. Sin este denso tejido de relaciones, la supervivencia de la comunidad política como un todo resultaría imposible.
Considera Aristóteles que hace falta un mínimo de virtud personal para que funcione el mecanismo político y vincula intrínsecamente la virtud de la amistad con la virtud de la justicia. Hace falta la ley. Sin duda. Pero si los individuos que integran la polis no tienen un mínimo de voluntad para cumplirla, no habrá manera de lograrlo. La voluntad de cumplir la ley, de vivir la justicia, precede de alguna manera a la ley. De ahí que la virtud de los ciudadanos es una exigencia de la auténtica vida política.
CONVIVENCIA Y PERDÓN
La convivencia humana es tan difícil que sólo el perdón la hace posible. Hay un salmo que reza algo así como «si llevaras cuenta de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara?» El salmista nos dice que nadie resiste el juicio de Dios. Sólo podemos acogernos a su misericordia. Pues eso que el autor sagrado dice de Dios, también puede decirse del ser humano. Ningún ser humano resiste el juicio de otro. Siempre «debemos» algo. De ahí que Jesús advirtiese: «Con la vara que mides serás medido». Los agravios no se borran, se perdonan. El daño infringido a otro no puede anularse, puede repararse, pero lo que sucedió, sucedió. El brazo roto se suelda porque antes se rompió. El perdón no cambia la realidad; cambia el corazón del agraviado.
El perdón anida en el alma, en la mente, si así se prefiere. Es una decisión racional que decide olvidar, que decide que no vale la pena recordar lo que aconteció. Por obvios motivos el perdón es un ejercicio espiritual, psicológico, pues requiere de un empeño por superar la obsesión. (Proponerse olvidar algo es casi un contrasentido.) Y también es un ejercicio político
Durante siglos se consideró a la concordia como uno de los bienes más preciados de la vida civil. Es su esencia. Anulemos la concordia y estaremos cerca de la vida animal. Sacaré de contexto una frase de Ratzinger: «necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda verdadera reforma».
Alguno podrá objetar mis consideraciones como excesivamente filosóficas y abstractas, incluso demasiado religiosas. «Qué simple hablar de perdón, cuando no tienes que verte con las calumnias de los adversarios», pensará alguno. «Como si no supieras que si no matas, te matan». Tienen razón. Qué fácil hablar de perdón y qué difícil vivirlo.
Max Horkeimer, uno de los fundadores de la escuela de Frankfurt, lo vio con nitidez inusitada y sacó la consecuencia: «Me atrevo incluso a decir algo osado: sin una base teológica no se puede fundamentar la afirmación de que el amor es mejor que el odio. ¿Por qué iba a ser mejor? El ejercicio del odio reporta a veces más satisfacción que el del amor. Por eso es necesario reflexionar seriamente sobre las consecuencias que se siguen del proceso de liquidación de la religión» (Anhelo de justicia).