Bergman, el Caballero y la Muerte

EL SÉPTIMO SELLO

A pesar de los años transcurridos, conservo fresca en el recuerdo la expectación un tanto morbosa que, allá por los sesenta y sobre todo en los ámbitos intelectuales, despertaba en España cada estreno de Ingmar Bergman.
Por una de esas casualidades de la vida, hace pocas horas he tenido el privilegio de volver a disfrutar de una de sus cintas más logradas: El séptimo sello.
La historia es conocida. En los atardeceres de la Edad Media, el noble Antonius Block regresa de una cruzada en Tierra Santa. Pero, al contrario de lo que había sucedido en otras ocasiones, esta vez su corazón se encuentra oprimido por la angustia. Ha perdido la fe, antaño firme y tan consoladora.
Durante el camino, mientras se debate entre dudas cada vez más sombrías y atormentadas, la Muerte le sale al paso. Ha llegado su hora. Pero el gentilhombre todavía no se siente preparado y logra establecer un compromiso con ella. La desafía a una partida de ajedrez, que se desplegará a lo largo del retorno: mientras Block resista en el juego, continuará viviendo, y si vence, la Muerte se alejará de él.
LA MUERTE, GRAN OLVIDADA
Aunque el tono, el contexto y la textura cinematográfica resulten tan dispares, es fácil descubrir un cierto parecido entre este planteamiento y el argumento central de uno de los filmes más taquilleros de hace algunos años, ¿Conoces a Joe Black? En ella actúa de forma briosa y casi insuperable Anthony Hopkins. También participó Brad Pitt de modo brillante, pero menos maduro y un tanto frío y envarado.
Volviendo a Bergman, quiero evocar el episodio quizás más significativo de la historia: la escena en que se explicita el sentido del duelo entre el Caballero y la Muerte. En una pausa del viaje, Antonius Block se detiene ante una pequeña iglesia en medio del campo y entra en ella. Se arrodilla frente al altar. Silencio, penumbras, aire fresco. Imágenes de santos, el rostro de Cristo que parece explotar en un grito de agonía, la figura de un demonio al acecho, allá en lo alto
El aristócrata oye ruido en el confesionario y se acerca a él. En su interior, los espectadores pueden fugazmente contemplar el huidizo perfil de la Muerte, que Block, por el contrario, no reconoce. Diálogo dilatado entre uno y Otra. El Caballero se resiste a morir antes de saber con certeza: «Quiero el conocimiento, no la fe. No suposiciones, sino el conocimiento. Quiero que Dios tienda su mano hacia mí, se revele y me hable. Lo llamo y no me contesta. Parece que no haya nadie». La Muerte contesta lacónica: «Quizás es que no hay nadie». «Pero entonces replica Block la vida es un error atroz. Nadie puede vivir con la mirada puesta en la muerte, sabiendo que todo es nada». La Muerte: «La mayor parte de la gente nunca reflexiona sobre la muerte ni sobre la futilidad de la vida». Y de nuevo nuestro noble, impulsado por su propia experiencia: «Pero un día se encontrarán ante el último momento de su vida y mirarán hacia las tinieblas».
Desde dentro del confesionario se le pregunta entonces si ese es el motivo de que juegue al ajedrez con la Muerte. Block lo confirma y añade, ante el simulado e inquisitivo asombro de su «confesor», que todavía no ha perdido ni una sola pieza porque emplea una táctica combinada de caballo y alfil, que su oponente no ha descubierto. Sin embargo, en el próximo movimiento pasará al ataque y producirá auténticos estragos. La Muerte, irónica y punzante: «Lo tendré muy en cuenta». Y tras mostrar un instante su cara por detrás de la rejilla, desaparece.
Gentilhombre: «¡Me has engañado! Pero volveremos a vernos. Hallaré otra estrategia». La Muerte, ahora invisible: «Nos encontraremos en la posada y proseguiremos la partida». Y Antonius, elevando la mano y mirándola fijamente a la luz que penetra por un ventanuco, grita: «Esta es mi mano. Puedo moverla, sentir la sangre que bulle en ella. El Sol está todavía alto en el cielo y yo, Antonius Block, juego al ajedrez con la Muerte».
LA EXISTENCIA INAUTÉNTICA
Recordemos a Kierkegaard y a Heidegger y a sus doctrinas de la existencia inauténtica: para quien vive en el anonimato, el pensamiento fugaz de la muerte, provocado acaso por el fallecimiento de un amigo o un familiar, es vivenciado bajo la forma periférica y tranquilizadora del se muere, la gente muere. Pocos tienen agallas para encarar, con la tremenda seriedad que la situación reclama, lo que esos acontecimientos significan: que yo también voy a morir. Antonius Block, casi a la fuerza, debe hacerlo. Ya sabe que no sólo los demás se disuelven en las penumbras.
Pero nuestro caballero ha descubierto otra cosa: la muerte no es sólo el fin de la existencia, situado en un futuro lo bastante lejano como para no inquietarnos. Sino que en cualquier momento de nuestra biografía arroja su sombra sobre la vida, haciendo a la par que resalten, encantadoras, la belleza y la dulzura la delicada estructura de la mano, el borbollar de la sangre en las venas, el Sol resplandeciente en el cielo y la precariedad de todo ello.
LA MUERTE, CONTRAPUNTO PARA REALZAR LA VIDA
Claridad y penumbras, por tanto. Una oportunidad para descubrir el verdadero y maravilloso sentido de nuestro paso por la tierra. Hace años, cuando leí La formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, de Carlos Llano, el libro me impresionó. Probablemente era lo mejor que conocía sobre esos temas. Original y clásico a la vez y, sobre todo, audaz, resuelto, muy decidido. De ahí que también él se atreviera a referirse a la muerte, afirmando nada menos que debemos pensar en ella a menudo. Todos los días.
Pero, Carlos, ¿te has vuelto loco?, pensé. ¡Estás mentando «la bicha»!, como decimos por Andalucía. Porque Carlos, heideggeriano él y muy rebelde en este extremo, no se refiere a una consideración abstracta de la muerte como general condición humana. Habla de plantar cara al pensamiento de la muerte personal y de no eludir la neta vivencia, no de que algún día habré de morir, sino de que en este mismo momento me estoy muriendo ya.
Y no sólo eso. Lo admirable, lo revolucionario según sugería, es que plantea la cuestión como la única manera posible de introducir un auténtico optimismo en nuestra vida. En el pensamiento de la muerte el autodominio del ser humano cobra su expresión más alta. Si lográramos instaurar un cabal señorío frente al miedo a morir, nos veríamos revestidos de tal coraje que cualquier otro sentimiento desagradable o amenazador apenas lograría conmovernos. ¿Macabrismo?, ¿encarnizamiento lúgubre? No lo sé. Yo lo he probado desde hace años y funciona.
Pocos días antes de que el libro de Llano llegara a mi poder, fallecía Jean Guitton. Recordé entonces el ensayo que había escrito anticipando ese instante. Mi testamento filosófico comenzaba así: «La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino. Todo empezó cuando yo agonizaba tranquilamente. Era centenario o poco me faltaba. No sufría ni me angustiaba nada y, mientras me apagaba, pensaba. Pero también esperaba».
De hecho, no pereció en su casa, sino en un hospital de París. Pero las demás circunstancias paz, ausencia de trepidación, esperanza fueron tal como las había previsto. En cualquier caso, da que pensar esa capacidad para adelantar el propio tránsito y trabar con él diálogo amigable.
UN VIAJE, PERO CON TÉRMINO
Tal vez porque le ha faltado la meditación asidua de que hablan Guitton y Llano, Block implora un suplemento de tiempo: no puede resignarse a aceptar que «todo es nada». Necesita otra verdad. Y ese es el motivo de que su búsqueda del saber no se desenvuelva en la calma tranquilidad de una biblioteca, sino que tome la trabajosa forma del viaje, con sus peripecias e inimaginables vicisitudes, sus encuentros humanos de resultado siempre incierto, sus pausas relajantes y sus dramáticas aceleraciones. Lo que está en juego no es una suerte de acertijo intelectual, resoluble a fuerza de poner en marcha los fríos engranajes mentales tan al uso en la actual civilización tecnológica, sino el sentido mismo del existir humano. El significado de la vida. Lo que a veces conocemos como salvación. De ahí, repito, que se acuda a la figura, tremendamente vital, del viaje.
Desde épocas inmemoriales, esta metáfora con espectaculares navegaciones en el paradigmático caso de Ulises resulta la más sencilla y común para expresar el tránsito del hombre sobre la tierra. Así Bergman. Al final de todo el Caballero pierde la partida pues recibe el jaque mate antes de encontrar lo que anhelaba. Su apasionada y comprometida búsqueda se erguirá como una invitación para todos aquellos que, no queriendo resignarse a la futilidad de una existencia sin interrogantes, prefieran probar a jugar al ajedrez con la Muerte.
¿SON MUCHOS LOS QUE ACEPTAN EL RETO?
En Filosofia e rivelazione, Vittorio Possenti recuerda que la meditación sobre la muerte ha sido uno de los motores de la reflexión filosófica en Occidente. Cita como botón de muestra el Fedón, donde leemos: «Los que filosofan directamente se ejercitan en el morir y la muerte les produce menos temor que a cualquier otro hombre». Comenta entonces, de manera similar a Llano, que la filosofía es capaz de transformarse en medicina contra el horror de la falta de sentido y acaso de preparar una existencia más libre que la terrena.
Pero añade, y pienso que con razón, que tras tantos siglos en que los filósofos han sabido pronunciarse sobre la muerte y la inmortalidad, incisivas transformaciones actuales han confiado a las ciencias la consideración de la muerte, que, valorada con los esquemas de éstas, se entiende como un suceso meramente biológico y no da pie a ulteriores interrogantes. De suerte que resultaría vano buscar una diferencia sustancial entre el deshacerse del hombre y el de cualquier otro ser vivo.
Bien sabemos que en la sociedad contemporánea el de la muerte constituye un tema prohibido. Marx impuso a quienes le seguían que prescindieran por completo de Dios: molestarse en demostrar su no-existencia era dedicarle una atención desorbitada. Pues lo mismo hoy con la muerte. Los estoicos maquinaron una suerte de triquiñuela teórica para exorcizar su presencia: «Mientras yo esté, ella no habrá llegado. Y en cuanto ella arribe, yo ya no estaré». Pero a muchos incluso esto les resulta excesivo. De ahí que la arrojen, junto con el dolor, a espacios asépticos donde permanece ignorada.
Hay excepciones, sin embargo. Rememoro con cierta emoción las palabras de Marcel niño, que confirman de manera vivísima una tradición de siglos: «No dudaré en decir que mi vocación filosófica nació el día que, yendo por una alameda del parque Monceau, debía tener ocho años entonces, y habiendo llegado a la conclusión de que no podía saber con certeza si los seres humanos sobreviven a la muerte o si están destinados a la extinción absoluta, me dije: Más adelante intentaré ver esto con claridad».
MORIR EN FAMILIA
En un libro traducido del italiano con el título La persona y la familia, Rocco Buttiglione habla también de la muerte. Y mucho. Y sin truculencias. Agrega, además, que el ámbito en que se debe morir es la familia. Si no siempre el lugar físico, a veces superado por las posibilidades de clínicas y hospitales, sí el psicológico: el cariño y las atenciones de padres, hermanos, hijos, demás parientes y amigos Nadie puede sustituirlos en ese momento supremo.
Y evoca representaciones iconográficas del Renacimiento y de centurias posteriores. El justo muere en su lecho, rodeado por las personas queridas. Con una mano sujeta la de la mujer que llora y con la otra, elevada a lo alto, bendice y amonesta a los hijos. Cielo que se abre, sacerdote que conforta y notario que aprieta el testamento con el que el moribundo ha intentado remediar injusticias cometidas en vida
¿Se moría así por aquellos tiempos? Probablemente no o no siempre. Pero la muerte era un acto social, en el que participaban los familiares y amigos. Y tenía, entonces, un efecto saludable para quienes asistían a ella y para quien la estaba «viviendo». Porque aquí radica el malentendido de tantos: conciben la muerte como lo contrario de la vida. En realidad es parte integrante y principal de ella. Su culminación, el punto donde alcanza su plenitud o se desmorona definitivamente.
Me centro en tres aspectos. 1) La muerte es el momento de la reconciliación, de saldar cuentas, pidiendo perdón y perdonando a fondo, una vez relativizados los bienes y las luchas de la tierra. 2) Es la hora del amor, después de una existencia acaso no siempre ejemplar, ni por parte del moribundo ni por la de quienes lo rodean. Pero el afecto se purifica a través de la participación en el dolor y de los cuidados que preceden y acompañan la agonía. 3) Es la ocasión del testimonio. Quien muere entrega a los que permanecen su propia memoria y, con ella, los valores por los que ha luchado y que componen el contenido más profundo de su corazón. Estos valores no lo son tanto por la fuerza de su evidencia inmediata, sino porque se han verificado en la biografía de quien nos abandona y se queda.
De suerte que entonces, y sólo entonces, la existencia terrena acaba de alcanzar y transmitir un sentido. Esto pacifica el sufrimiento de quien agoniza y se convierte en enseñanza inolvidable para quienes siguen viviendo. Por eso, concluye Buttiglione, «el lugar de la lección y del testimonio el de la muerte es, de un modo absolutamente privilegiado, la familia».
Las razones por las que, en una proporción directa al «desarrollo» de las naciones, hoy no sucede así son abundantes y profundas. Una buena pista nos la ofrecen estas palabras de un documento magisterial español. Tras dejar constancia de que «sin el horizonte de una vida cumplida, sin la fe en un amor al que entregarse, la esperanza queda reducida a la previsión meramente material del porvenir», añade que «esta falta de esperanza se vive de modo dramático en el miedo al menor sufrimiento, pues éste ha perdido todo su sentido». Y concluye: «El último de los temores, la muerte, se oculta de la vida diaria y llega a ser un nuevo tema “tabú”. Es una forma de restringir la verdad del hombre a lo que éste puede dominar y manipular».
Muchas enseñanzas cabría extraer de estos párrafos. Las reservo para otra ocasión. Por ahora, siguiendo un consejo de Kierkegaard curiosamente recogido por Wittgenstein en su famosísima conferencia sobre moral, me limito a hacer acto de presencia, que es la última y más definitiva palabra del filósofo. Anticipo a la muerte la bienvenida Pero, eso sí, en familia.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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