Tiempo atrás conocí a una persona que afirmaba trabajar mejor bajo presión. Siempre la veía agobiada. «Sufres por gusto» le dije. Ella me contestó: «Tienes razón. Es un vicio feo, pero así hago la vida emocionante, ¿sabes? Igual que en las películas». Esa conversación me llevó a formular una teoría que llamo el «síndrome del último minuto»: buscar la incertidumbre del tiempo límite por la emoción que conlleva. El asunto no es tan descabellado. Previsores o espontáneos, todos hemos vivido esa experiencia: el taxi que no llega, el gol en tiempos extra, el cambio de planes. La emoción, positiva o negativa, es siempre fuerte.
Me aventuro a considerar este «síndrome» como una enfermedad social. Hoy tendemos a buscar más intensidad que calidad. Por sí mismas, las aventuras límite no son tan constantes como deseamos, pero nos hemos vuelto adictos a la adrenalina que genera una situación extrema, de modo que vamos apurando las condiciones para que lo imposible suceda.
La variante más común es la del que deja todo para el final, porque siente que nada de lo que haga con previsión será tan provechoso como lo que realice movido por la tremenda presión de lo definitivo. Con frecuencia, lo que se ejecuta en estas condiciones se hace a prisa y mal, con una sensación de protagonismo; la persona se piensa a sí mismo como víctima de las circunstancias qué más da que él las haya fomentado, héroe por tanto, merecedor de la victoria. El compromiso y la voluntad acaban por depender más de las emociones y menos de los objetivos. Pierde la capacidad de aplicarse en proyectos grandes o largos y, en suma, de ser responsable y consciente.
Quien padece este mal no suele tener una labor seria sobre la cual apoyar su proyecto. Su experiencia es sólo apariencia de actividad y no ha podido enriquecerse con el proceso. Estará, sin duda, lleno de anécdotas. Sus actividades son plenamente narrables porque han sido preparadas como una serie de televisión, con el tiempo estratégicamente planeado.
El interés por el momento límite no es cosa nueva. Desde que el hombre cuenta su historia, se aplica el recurso de la incertidumbre en la narración y se procura el gozo en la sorpresa final. Eso está muy bien en la ficción, pero la vida real no puede resolverse como en las películas y no podemos volvernos dramaturgos de nuestra vida las 24 horas. Ya decía Hannah Arendt que una cosa es ser novelista y otra muy distinta pretender vivir tu vida como una novela. En términos vitales, el experimento suele ser un fracaso. Los golpes de suerte son escasos e inconstantes. La falta de esfuerzo y el abandono al capricho del acaso tarde o temprano llevan a la frustración.
Lo que hacemos tiene que ver con el tiempo. Eso no puede evitarse. ¡Al contrario! La meta es un incentivo y, en su justa medida, el final consigue integrar de un modo afortunado todo un proceso. El resultado con frecuencia es mucho mejor de lo esperado porque el último momento potencia todo el trabajo previo.
Mi amiga creía que la suerte iría mejor si trabajaba sólo en el último instante y el tiempo anterior se preocupaba por ello. Era una especie de ritual. Similar a lo que hacemos cuando nos agobiamos en lugar de poner manos a la obra. Pero por muy calculadores que seamos, siempre sucede algo fuera de nuestro control, y por muy soñadores que deseemos ser, no podemos negar a la vida su ritmo y su tiempo. Lo maravilloso, en resumidas cuentas, tiene el buen gusto de escaparse del dominio del hombre.