¿Alcanzaremos ese momento que apuntan las tendencias demográficas en que los viejos serán mayoría o surgirán otras variables que den un vuelco a las predicciones?
Juguemos unos minutos a imaginar cómo será el mundo en el primer caso. ¿Se reconocerá al «adulto mayor» o su imagen será la de un ciudadano más? ¿Predominará la sensatez sobre la irreflexión, la tranquilidad sobre la vida acelerada? ¿Aprenderemos a vivir mejor? A pesar de los cambios vertiginosos que en poco tiempo vuelven todo obsoleto, ¿recuperaremos el respeto por la experiencia y la edad?
Desde ahora muchos viejos ya no se ajustan a esa imagen tradicional del ser frágil que mece sus canas y sus recuerdos. La medicina preventiva y la técnica permiten superar muchos achaques. Sin embargo, cada vez que he comentado con alguien la posibilidad que mencionan los científicos de vivir hasta los 120 años, nadie la desea, resulta mucho más inquietante que atractiva.
Y es que, por más que se estire la existencia y que los «adultos mayores» se mantengan sanos y activos, cuando esa larga vida se acerque a su fin, entonces, como ahora, habrá que aprender a envejecer.
La ciencia y la técnica todavía no nos dicen cómo afrontar la pérdida de elasticidad vital, de capacidad de proyección, ni cómo encarar la soledad y el inevitable angostamiento del horizonte. Los saberes humanísticos podrían ayudarnos quizá a superar esa hueca tendencia que considera como atributos esenciales de la vida la energía juvenil, la capacidad de acción intensa, el poder de dominio y el disfrute biológico.
Si lográramos invertir el tiempo de esos años extra que nos ofrece la ciencia, más que en dominar lo exterior, en saber sobre nosotros mismos, conocernos y ordenar el caos interior, podríamos tal vez darnos cuenta plenamente de que nuestra realidad, mientras vivimos, no está cerrada, sino siempre abierta al amor, a la rectificación y al comienzo de nuevas trayectorias.
Viéndolo de esta manera, una existencia demasiado larga se revela menos inquietante.