Está comprobado que el optimismo influye en la salud física, según un estudio referido por Daniel Goleman: «122 hombres que tuvieron su primer ataque cardíaco fueron evaluados para determinar su grado de optimismo o pesimismo. Ocho años más tarde, de los 25 hombres más pesimistas, 21 habían muerto; de los 25 más optimistas, sólo 6 habían muerto. Su visión mental demostró ser un mejor pronosticador de la supervivencia que cualquier otro factor de riesgo, incluido el grado de daño sufrido por el corazón en el primer ataque, bloqueo de arterias, nivel de colesterol o presión sanguínea». [1] Aunque estos hechos justifican por sí mismos un análisis del optimismo la salud es un valor importante en la vida humana, hay otra razón de mayor peso que invita a profundizar en la importancia de esta cualidad para resolver la propia existencia: su estrecha relación con la felicidad.
Durante más de diez años, los psicólogos David G. Myers (Hope College de Michigan) y Ed Diener (Universidad de Illinois) estudiaron el tema de la felicidad. Entre los resultados que el estudio arrojó, destaca que uno de los cuatro rasgos característicos de la persona feliz es el optimismo [2] .
No concluyen si este es causa de la felicidad o viceversa, simplemente consignan el hecho: quien es feliz es optimista.
Esto es suficiente para intuir la íntima relación entre optimismo y felicidad. Y como todos queremos ser felices sólo un loco desearía lo contrario, vale la pena estudiar esta característica que tanto contribuye a la realización humana.
Como se verá en su momento, ser optimista o incrementar dicha cualidad está en nuestras manos, depende de la actitud que cada uno adopte ante la realidad; incluso la felicidad es, en buena medida, fruto de una elección. Lo expresa bien el proverbio inglés: «Dos hombres miraban al exterior a través de los barrotes de la prisión. Uno veía el lodo, el otro las estrellas». En igualdad de circunstancias, los resultados pueden ser diversos amargura o felicidad en función de cómo se enfoquen las cosas.
El principal interés, por tanto, de analizar el optimismo radica en potenciar el camino que conduce a la felicidad personal, a ese estado de plenitud del corazón humano, consecuencia de múltiples factores, bastante lejano de la felicidad simplista y superficial que tantos persiguen. Tampoco deberá olvidarse que una persona optimista es fuente de felicidad para los demás, especialmente para quienes le rodean; les proporciona un gran servicio al facilitarles el camino hacia el fin que todos buscan.
¿UNA BURBUJA ROSA?
En el lenguaje coloquial, cuando se dice de alguien que es muy optimista a veces se piensa en una persona ilusa o incluso ingenua, que no percibe los problemas ni las dificultades objetivas de la realidad, sino que lo ve todo superficialmente y en su dimensión positiva.
También es frecuente imaginarla con un temperamento entusiasta y hasta propensa a la euforia, que reacciona con exageración ante estímulos ordinarios, y da la impresión de estar poco conectada con el mundo real porque atribuye un valor desproporcionado a hechos que merecerían una valoración más moderada. En ambos casos, el optimista parece haber renunciado a ver las cosas como son y a reflexionar sobre ellas con objetividad.
Gustave Thibon comenta que «hay un optimismo y un pesimismo tan vulgares e irreflexivos el uno como el otro, porque juzgan el mundo desde nuestra situación personal del momento. Si uno está alegre, todo lo ve color de rosa; en cuanto surge la menor contrariedad, todo se vuelve negro. Bernanos decía que el optimista es un imbécil alegre y el pesimista un imbécil triste» [3] .
De hecho, no es difícil encontrar personas que profesan ese optimismo ingenuo y que, cuando por alguna circunstancia especial abren los ojos a la realidad, padecen un profundo desconcierto. Algo similar ocurre con aquellos otros «entusiastas» que, paradójicamente, son temerosos al tomar decisiones, no están dispuestos a correr riesgos y se desaniman con facilidad ante las dificultades.
Es evidente que no interesa analizar el optimismo que implica una actitud superficial, desconectada de la realidad, ni un estado de ánimo sin mayor fundamento que el propio temperamento, sino aquel otro que está vinculado a la felicidad como estado interior permanente, con un contenido preciso.
CON LOS PIES EN LA TIERRA
Los estudiosos de la felicidad suelen coincidir en que la persona feliz es realista es decir, tiene los pies en la tierra, se identifica consigo misma y con las propias circunstancias. De esta persona decimos que es coherente, porque encontramos armonía entre su pensamiento y su conducta.
Ricardo Yepes, por ejemplo, sostiene: «la felicidad nace de la conformidad íntima entre lo que se quiere y lo que se vive» [4] ; en cambio, quien no logra vincular estos dos aspectos entra en conflicto y acaba siendo infeliz. Hay quienes viven deseando siempre algo distinto de lo que les corresponde, como el médico que quisiera ser arquitecto, el padre de familia que preferiría no ser responsable de sus hijos o el estudiante que añora ser un profesionista brillante pero no está dispuesto a estudiar con intensidad.
El optimismo auténtico, como todas las disposiciones favorables, ha de estar fundado en la realidad es decir, en la verdad, para que sea consistente. No puede basarse en una visión falsa sobre uno mismo y sus posibilidades, pues tarde o temprano resultará contraproducente.
La superficialidad, cerrar los ojos a la realidad, no enfrentar las propias limitaciones y problemas, rehuir el lado doloroso de la vida, origina una existencia falsa y evasiva que, en el mejor de los casos, dará origen a un optimismo ingenuo e inestable. Antes o después se revertirá negativamente.
Por ejemplo, quien participa en una competencia deportiva de alto rendimiento para la que no está capacitado y piensa, con ingenuidad y entusiasmo, que va a ganar, se frustrará al comprobar que ni siquiera pudo llegar a la meta. La verdad sobre las condiciones y posibilidades personales ha de ser el contrapunto necesario para las metas que nos proponemos.
Por otra parte, el optimismo ligado a la natural forma de ser de ciertas personas, que podría llamarse «espontáneo», supone una ayuda indiscutible. Pero si esos individuos no establecen una relación objetiva con la realidad y no la cultivan ni desarrollan en su vida personal, no podrán ser realmente optimistas, en sentido profundo:
«El optimismo de temperamento es algo hermoso y útil ante la angustia de la vida: ¿quién no se regocija ante la alegría y confianza que irradia una persona? ¿Quién no lo desearía para sí mismo? Como todas las disposiciones naturales, un optimismo de este tipo es sobre todo una cualidad moralmente neutra; como todas las disposiciones debe ser desarrollado y cultivado para formar positivamente la fisonomía moral de una persona. Ahora bien, puede crecer mediante la esperanza cristiana y convertirse en algo más puro y profundo; al contrario, en una existencia vacía y falsa puede decaer y convertirse en pura fachada» [5] .
La conexión e identificación con la realidad es, pues, condición para ser feliz y para que la felicidad permanezca, porque se apoya en un contenido objetivo y estable.
LA OTRA CARA DE LA MONEDA
En el otro extremo del optimismo ingenuo está la polarización de los aspectos negativos de la realidad que conduce al pesimismo: la disposición de ver el vaso «medio vacío» en vez de «medio lleno», de captar la oscuridad en vez de la luz, los problemas en vez de las soluciones, y los defectos sin apreciar las cualidades. El pesimista se nutre de elementos negativos, tanto reales como imaginarios, y al olvidarse de lo positivo pierde la objetividad.
Ciertamente hay situaciones adversas que no se deben pasar por alto, al contrario, exigen ser afrontadas incluso con crudeza, ya que de lo contrario provocarían efectos desastrosos.
Un médico mexicano comentaba la fuerte impresión que le produjo ver cómo en los hospitales de Estados Unidos se enfrenta a los cancerosos, no sólo diciéndoles la verdad completa de lo que les pasa, sino mostrándoles la imagen de sus tumoraciones. Y, según relataba, se ha comprobado que este modo de proceder disminuye en gran medida el porcentaje de depresiones en enfermos terminales.
También las circunstancias externas en que nos encontramos pueden resultar objetivamente negativas e inclinar al pesimismo. Sin embargo, casi siempre en esas mismas circunstancias suelen existir aspectos positivos que, si se descubren, mitigan el efecto pesimista en el ánimo y favorecen una actitud optimista en medio de la adversidad. Más aún, en los mismos hechos negativos es posible descubrir matices o enfoques que proporcionen un efecto favorable. Por tanto, aunque las circunstancias influyan, la posibilidad de ser optimista o pesimista depende mucho más del sujeto.
DECISIÓN VITAL
Es frecuente encontrar personas inclinadas al pesimismo. Algunas simplemente por temperamento por ejemplo, quien es pasivo tiene mayores dificultades para acometer situaciones que suponen esfuerzo y tiende a renunciar a ellas; otras, por la influencia familiar los hijos de padres pesimistas también suelen serlo, porque desde pequeños han aprendido los enfoques y las actitudes negativas; otras más porque sus defectos les pesan más que sus cualidades y, en consecuencia, tienen una baja autoestima [6] ; otras, por las experiencias negativas de su propia vida, por no haber sabido superar los efectos de sus errores o fracasos, ni verlos como oportunidades de las que podrían haber obtenido una experiencia valiosa.
En todos estos casos, ¿será posible reducir o incluso superar el pesimismo? Si bien el temperamento puede inclinar a ver la vida de determinada manera, ser optimista o pesimista depende, sobre todo, de una opción personal, que determina el modo de percibir e interpretar la realidad:
«Observemos que con la misma uva se obtiene el vino y el vinagre. Debemos tomar una decisión. En nuestro corazón no caben dos lagares, dos tipos de fermentación: o escogemos el vinagre de la amargura, o preferimos el vino de la alegría. A cada uno de nosotros corresponde hacer su propia y personalísima opción» [7] .
Dicho con otras palabras, lo determinante no está en los hechos la uva es la misma, sino en el modo de percibirlos y en las actitudes con que los afrontamos.
Ordinariamente no podemos cambiar los hechos, pero sí dirigir nuestras percepciones y actitudes. Podemos ver la uva en función del vino que surgirá de ella y alegrarnos ante esa posibilidad, o percibirla exclusivamente como la materia prima para el vinagre. La decisión está en nuestras manos. Y estas actitudes permiten, además, predecir en buena medida la felicidad de las personas.
Definitivamente, ser optimista o pesimista depende de una opción personal, cuya concreción deberá recaer sobre las actitudes que cada uno adopte al enfrentarse con la realidad.
REMEDIOS CONTRA EL PESIMISMO
Lo primero que el pesimista debe proponerse es no fijar su atención en lo negativo, a lo que se siente habitualmente inclinado, tanto en el presente como en el futuro, en lo real y en lo imaginario. Era lo que don Quijote aconsejaba al paje: «Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria; que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos: y es que aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir». [8]
Quien posee o adquiere la habilidad de no pensar negativamente en medio de sucesos adversos, cuenta con un recurso muy eficaz para evitar que su felicidad se afecte. Dicho en términos afirmativos: deberá descubrir y concentrar su atención en lo positivo.
Como ejercicio práctico podría escribir un elenco de cosas favorables en su vida personal y en su entorno, así como una relación de las posibilidades que el futuro le ofrece.
En segundo lugar, tendrá que aprender a puntualizar y relativizar los errores, quitándoles el carácter de absoluto que el pesimista les suele atribuir de forma subjetiva: «si fallé en esto, no sirvo para nada; como me equivoqué en lo otro, quedo definitivamente descalificado». Se trata, en suma, de valorar con objetividad los sucesos negativos, restándoles importancia cuando no la tienen, reduciendo su impacto emocional para que no invadan un campo mayor del que les corresponda. Esto se ilustra en el siguiente ejemplo:
En una ocasión, un hombre que había perdido todo su dinero llamó por teléfono a un amigo:
-Estoy acabado, lo he perdido todo, me he quedado sin nada.
-¿Aún puedes ver? – preguntó el amigo.
-Sí, todavía puedo ver – respondió el hombre.
-¿Aún puedes caminar? – inquirió nuevamente el amigo.
-Sí, todavía puedo caminar.
-Evidentemente aún puedes hablar y oír, pues de otro modo no estaríamos hablando por teléfono.
-Sí, efectivamente todavía puedo hablar y oír.
-Está claro que aún conservas todo -concluyó el amigo- . ¡Lo único que perdiste fue el dinero!
En tercer lugar, al pesimista le conviene evitar las quejas y lamentaciones, tanto externas como internas, que suelen ser estériles porque sólo consiguen generar una mentalidad de víctima, con una fuerte carga egocéntrica, que invita a la pasividad y, en el mejor de los casos, a la resignación.
Evitar las quejas puede significar un gran esfuerzo en ciertas circunstancias o para determinadas personalidades, porque implica sobreponerse a una realidad negativa o que se juzga así para darle salida.
La persona que tiene fe en Dios cuenta con una perspectiva que le permite encontrar con más facilidad y profundidad el sentido de las situaciones adversas, en especial de aquellas que humanamente resultan inexplicables, como una enfermedad incurable o la muerte de un ser querido en plena juventud. Y esa fe tiene, además, el poder de cambiar a la persona misma. Advierte san Josemaría Escrivá: «Sé atrevido en tu oración, y el Señor te transformará de pesimista en optimista». [9]
TONO VITAL FAVORABLE
Queda aún por determinar qué es y dónde radica el optimismo, si en la inteligencia, en la voluntad o en el ámbito afectivo o emocional.
Ya se ha señalado que hay personas espontáneamente optimistas, lo cual significa que lo son por temperamento. En estos casos, el factor emocional juega un papel destacado, en tanto que supone un impulso para percibir de modo positivo la realidad, sin intervención expresa de la voluntad. La inteligencia sólo se descubre inclinada en esa dirección, mientras la emoción o el entusiasmo permanecen.
En este nivel se puede hablar de un optimismo temperamental o emocional un sentimiento, muy valioso mientras se da pero, por lo mismo, limitado a causa de su eventual inestabilidad. Es bien sabido que los sentimientos, si no tienen soporte en la voluntad, carecen de estabilidad y pueden cambiar de signo en cualquier momento.
Se ha dicho también que ser optimista depende de una elección personal, es decir, de una decisión que radica en la voluntad, porque la voluntad puede influir sobre la inteligencia, ordenándole que perciba positivamente la realidad, que busque y descubra la bondad constitutiva de las cosas.
En este sentido cabe afirmar que el optimismo es una actitud, una disposición voluntaria de la inteligencia que determina el modo de orientar las propias operaciones, tanto racionales como emocionales, al enfrentarse con la realidad [10] .
La actitud optimista consiste, entonces, en que la voluntad disponga a la inteligencia para que perciba el bien y lo valore, de manera que esas percepciones influyan en la persona completa también y con especial importancia en los sentimientos, dando como resultado un tono vital emocionalmente favorable que, a su vez, influirá en la voluntad y en la inteligencia para reforzar la disposición de percibir lo bueno.
Este círculo virtuoso nos hace pensar que el optimismo auténtico incluye todo nuestro ser, esto es, tanto la inteligencia, como la voluntad y la afectividad.
También cabe señalar que, si la actitud optimista se mantiene una y otra vez en situaciones variadas, acabará convirtiéndose en un hábito bueno: la disposición permanente de percibir y valorar el bien actual y potencial en todo aquello con lo que nos relacionamos. Por ello se puede decir, con todo rigor, que el optimismo es una virtud.
En síntesis, vale la pena ser optimista. Son muchos los beneficios que resultan del optimismo. Su influencia en la felicidad personal es determinante, favorece a los demás y facilita la relación con Dios. Además, resulta alentador que esta cualidad dependa de una opción personal que cualquiera puede proponerse.
Aunque sea un sentimiento que espontáneamente se da en algunas personas, es también una actitud que deriva de la inteligencia y la voluntad por eso es posible la opción, y puede convertirse en una virtud, es decir, en una disposición permanente que forme parte de la personalidad. Si además del esfuerzo humano se cuenta con la ayuda de Dios, el optimismo adquirirá una solidez aún más estable y profunda. [11]
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[1] Daniel Goleman. La inteligencia emocional. Vergara. México, 1995. p. 212.
[2] Los otros tres rasgos que descubrieron fueron: una elevada autoestima, control sobre la propia vida y, en la mayoría de los casos, ser extrovertido. Cfr. D.G. Myers y E. Diener. «The pursuit of happiness» en Scientific American. V-1996.
[3] Gustave Thibon. «Para que todo vaya mejor» en ISTMO n. 225. Julio-agosto, 1996. p. 28.
[4] Ricardo Yepes. Fundamentos de Antropología. Eunsa. Pamplona, 1996. p. 217.
[5] Joseph Ratzinger. Mirar a Cristo. EDICEP. Valencia, 1990. p. 51.
[6] «Los sentimientos hacia nosotros mismos, el modo como evaluamos nuestra eficacia, o nuestra capacidad para realizar tareas o enfrentarnos con problemas, no es un sentimiento más, sino que va a intervenir como ingrediente en múltiples sentimientos». José Antonio Marina. El laberinto sentimental. Anagrama. Barcelona, 1997. p. 157.
[7] Rafael Llano. Optimismo. MiNos. México, 1994. p. 23.
[8] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Oveja Negra. Bogotá, 1993. 2ª parte. Cap. 24. p. 603.
[9] Josemaría Escrivá. Surco. MiNos. México, 1999. n. 118.
[10] La actitud es «una disposición voluntaria de la inteligencia que suscita, controla y dirige las operaciones mentales para conseguir un estilo determinado de ocurrencias. Se diferencia del carácter, que también es un estilo fijo de ocurrencias, porque es voluntaria. Se diferencia de los hábitos porque no está automatizada, aunque puede acabar estándolo y convertirse en un hábito del corazón o de la cabeza. Su importancia dentro de la economía vital deriva de que es el punto donde la inteligencia negocia con los sentimientos. Por ejemplo, adoptar una actitud cínica supone convertir los sentimientos de escepticismo, desprecio y afán de escandalizar en sistemas de producción de significados. Es posible que en su inicio el sujeto no sienta esos sentimientos, pero tenemos una gran habilidad para simular voces». José Antonio Marina.Op cit. p. 201.
[11]«Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios». Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa. MiNos. México, 1999. n. 123.
RECUADRO DIEZ CLAVES DEL OPTIMISMO
1. Descubrir y valorar lo positivo
La mayoría de las personas necesitan hacer cierto esfuerzo para detectar la bondad que hay en la realidad de sus vidas y su entorno. No sólo por la presencia del mal, que suele aparecer de una u otra forma, sino por la facilidad con que se acostumbran incluso a las mejores cosas y acaban pasándolas por alto, sin valorarlas.
Según Chesterton, la mediocridad es estar ante lo maravilloso y no enterarse. Para ser optimista es preciso escapar a esa mediocridad, «descubrir y disfrutar de todo lo bueno que tenemos. No esperar a encontrarnos con un ciego para enterarnos de lo hermosos e importantes que son nuestros ojos». [1]
Descubrir lo positivo alimenta nuestro espíritu de cosas buenas y estas, a su vez, generan sentimientos favorables que conducen al optimismo y a la felicidad. El optimista suele detectar los aspectos positivos en la misma proporción en que el pesimista descubre los negativos y antes que lo negativo, lo cual favorece la actitud con que enfrentará los aspectos negativos que no dejarán de aparecer. Si lo primero que habitualmente se captara fuera lo negativo, la capacidad para valorar las cosas buenas quedaría menguada, con el consiguiente efecto de pesimismo.
Pero no basta detectar la bondad de las cosas. Valorar el bien que se descubre implica reconocer y apreciar con profundidad aquello que se ha encontrado, de manera que influya en la voluntad y el ánimo, y refuerce la actitud positiva.
Hay quienes no valoran lo propio porque viven comparándose con los demás o dan mayor importancia a sus carencias que a lo que poseen. En cambio, quien sí valora lo que tiene o es, en sí mismo, adopta una disposición optimista que incrementa su felicidad.
2. Observar modelos valiosos
Los medios de comunicación suelen centrarse en sucesos que invitan al pesimismo: tragedias, muertes, guerras, conflictos y problemas en general. Basta abrir un periódico o escuchar las noticias en la radio o la televisión para comprobarlo. Igual pasa en la literatura actual, donde los personajes con frecuencia carecen de valores y no son puntos de referencia que orienten la propia vida en sentido positivo.
Para contrarrestar estas influencias y crecer en optimismo, hay que hacer un esfuerzo en sentido contrario y descubrir modelos humanos valiosos, como propone Olaizola: «En mi vida, como en la suya, querido lector, ha habido gente de todas clases, pero a mí sólo me apetece destacar los que me han hecho comprender que la vida vale la pena de ser vivida. Así pretendo contrarrestar la ingente cantidad de literatura que prolifera hoy en día, empeñada en demostrar que el hombre es un ser abominable, una especie de fracaso de Dios». [2]
3. Emitir opiniones constructivas
Ordinariamente el modo de hablar sigue al modo de pensar. Pero el modo de expresarse también influye en el modo de pensar. Si alguien se propone hablar sólo de cosas positivas ¾ callando las negativas, que tal vez pasan por su mente con mayor frecuencia¾ , con el tiempo sus pensamientos y juicios se inclinarán más hacia esa parte de la realidad y sus expresiones serán constructivas sin necesidad de proponérselo, porque serán la manifestación del nuevo modo de pensar optimista.
4. Tener autoestima
La autoestima correctamente entendida consiste en valorarse a sí mismo con objetividad: reconocer y aceptar tanto las cualidades y potencialidades, como los defectos y limitaciones, pero siempre con la confianza en que esas posibilidades, si se desarrollan y ponen en juego, acaban por pesar más que los defectos en nuestra conducta. Este enfoque es compatible con la virtud de la humildad, si se considera que «la humildad es la verdad».
La visión objetiva y positiva sobre uno mismo forma parte esencial del optimismo y contribuye en gran medida a la felicidad. Por el contrario, «el que continuamente es criticado fácilmente desarrolla un escaso nivel de autoestima y tiene necesidad de experimentar su propio valor para reconocer su verdadero potencial y su bondad real». [3]
En el amor propio radica el fundamento de la autoestima [4] .
Por eso, quien tienda a minusvalorarse deberá esforzarse por pensar positivamente de sí mismo, hablar bien de sí ¾ sin caer en la presunción¾ e imaginarse que su vida funcionará adecuadamente. La solución de fondo para que este planteamiento sea humilde, verdadero, es atribuir a Dios ¾ que nos ha creado y nos mantiene en la existencia¾ todo lo bueno de nuestra vida.
5. Fomentar la esperanza
El optimismo está íntimamente vinculado a la esperanza, en su doble acepción: virtud humana y sobrenatural. Su influencia en el logro de objetivos es notable.
La esperanza, según los modernos investigadores, hace algo más que ofrecer un poco de solaz en medio de la aflicción. «Es algo más que el punto de vista alegre de que todo saldrá bien. Snyder la define de una manera más específica como “creer que uno tiene la voluntad y también los medios para alcanzar sus objetivos, sean éstos cuales fueran”» [5] .
Al adquirir o perfeccionar cualquier habilidad, una persona se hace más competente y aumenta la confianza en su propia capacidad para afrontar retos en otros campos de la vida. Si supera esos nuevos retos, su esperanza crecerá y, consecuentemente, se hará más optimista.
Quienes muestran niveles elevados de esperanza, descubrió Snyder, comparten ciertas características, como la de poder motivarse ellos mismos, asegurarse cuando se encuentran en un aprieto que las cosas van a mejorar, sentirse lo suficientemente hábiles para encontrar diversas maneras de alcanzar sus metas o modificarlas si se vuelven imposibles, y tener la sensación de reducir una tarea monumental en fragmentos más pequeños y manejables [6] .
Pero también estamos llamados a metas sobrenaturales, como la santidad, que rebasan las capacidades puramente humanas. Por eso necesitamos recurrir a la ayuda de Dios. Aquí interviene la esperanza como virtud sobrenatural: «aguardar confiadamente la bendición divina» [7] .
Ratzinger advierte:
«un hombre desesperado no reza, porque no espera; un hombre seguro de su poder y de sí mismo no reza, porque confía únicamente en sí mismo. Quien reza espera en una bondad y en un poder que van más allá de sus propias posibilidades» [8] .
La esperanza sobrenatural presupone la fe, que también es un don de Dios, quien no sólo nos permite creer en Él, sino descubrir su mano en nuestra vida. Para una persona de fe y vida recta, todo cuanto le ocurre tiene una explicación positiva Dios lo quiere o, al menos, lo permite y acaba siendo motivo de optimismo. Si, además, es consciente de que Dios es un Padre infinitamente bueno y poderoso, experimentará una confianza filial que aumentará su optimismo.
Quien tiene esperanza cuenta con un fundamento profundo para ser optimista, porque tiene la seguridad, humana y sobrenatural, de alcanzar lo que se propone.
6. Aprovechar los resultados
Cuando alguien se propone metas altas que requerirán tiempo y esfuerzo, es importante que a lo largo del camino no pierda de vista el objetivo final, para unificar todas sus acciones hacia él sin desviarse. Pero si sólo mide el avance en función de lo que falta conseguir, es probable que su ánimo decaiga. En cambio, si compara el punto de inicio y el punto donde ahora se encuentra, sopesará lo que ya ha conseguido y se llenará de optimismo. Eso le dará un nuevo impulso para recorrer el resto del camino.
El optimista aprovecha los resultados: los valora, disfruta y agradece, alimentando su interioridad con la bondad de esos logros y, como recompensa, refuerza su autoestima e incrementa su esperanza. Así, el optimismo crece progresivamente.
7. Adoptar mentalidad de victoria
Hay quienes suelen quedarse cortos en el logro de sus metas, a pesar de que en el arranque parecían muy decididos a conseguirlas y tienen todos los medios para alcanzarlos. Sus derrotas pueden deberse a su actitud mental de inseguridad y pesimismo: no saben ganar.
La actitud positiva consiste en afrontar los retos con la confianza de que se conseguirán, lo que aumenta la probabilidad de lograrlos. «La expectativa de la victoria es ya la mitad de la victoria, porque esa disposición optimista estimula, abre campos de visión más amplios, aptos para captar todos los recursos que propician el éxito. Además, incita nuestra energía, cataliza la capacidad para que nos empeñemos a fondo, otorga resistencia y vitalidad a nuestro espíritu de lucha, y termina así creando condiciones favorables al buen resultado del proyecto» [9] .
Fruto de confiar en la victoria es la consistencia. El optimismo no es un entusiasmo momentáneo, intenso al inicio pero insuficiente en cuanto aparecen los primeros obstáculos.
Algunas actividades profesionales, como la del vendedor de seguros, definen muy pronto si los candidatos son optimistas o pesimistas, por el modo como reaccionan ante las numerosas respuestas negativas que suelen recibir de los clientes potenciales. Alrededor de 75% abandona la actividad en los tres primeros años. Un estudio de la aseguradora MetLife reveló que los optimistas vendían 37% más en los primeros 24 meses de trabajo que los pesimistas, quienes desertaban en doble proporción durante el primer año. [10]
8. Saber perder
No siempre se ganan las batallas, a pesar de la actitud mental adecuada y de poner todos los medios. Pero también aquí es preciso adoptar una actitud optimista, saber perder, que abarca varios aspectos:
a) las derrotas ayudan a conocerse mejor, a reconocer y aceptar las propias limitaciones,
b) se pueden aprovechar para caer en la cuenta de su carácter relativo, la vida está constituida por múltiples batallas y no todo se acaba por perder una en particular,
c) sirven para aprender a levantarse después de haber caído, en lugar de hundirse y desanimarse,
d) permiten sacar experiencia, enseñan lo que se ha de corregir y evitar para obtener mejores resultados en ocasiones sucesivas.
Al preguntarle a Edison qué había sentido al fracasar tantas veces en sus intentos por fabricar una bombilla eléctrica, respondió que nunca había fracasado, más bien había descubierto exitosamente miles de maneras en cómo no fabricar una bombilla.
Quien sabe perder convierte las derrotas o aparentes fracasos en factores positivos de su vida. Churchill decía que «un optimista ve una oportunidad en toda calamidad; un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad».
9. Explicar satisfactoriamente los fracasos
«Las personas optimistas dice Goleman consideran que el fracaso se debe a algo que puede ser modificado de manera tal que logren el éxito en la siguiente oportunidad, mientras que los pesimistas asumen la culpa del fracaso, adjudicándolo a alguna característica perdurable que son incapaces de cambiar» [11] .
Para desarrollar el optimismo se requiere una actitud intelectual que descubra el carácter transitorio de los motivos que intervienen en los fracasos y que relativice el fracaso mismo.
El complemento de una explicación adecuada del fracaso será que la persona crezca, en vez de resignarse ante él, y vuelva a intentar su objetivo con un ánimo renovado para llegar más lejos de lo que pretendía al principio.
El ejemplo de Biondi, quien fuera campeón de natación de los Estados Unidos, es ilustrativo. En una ocasión, su entrenador le dijo que había conseguido una marca más baja a la real. Le pidió que descansara y volviera a intentarlo. Su rendimiento, que ya había sido muy bueno, fue aún mejor en el nuevo intento. En el mismo caso, otros miembros del equipo, cuyas puntuaciones en un test demostraban que eran pesimistas, lo intentaron otra vez y su rendimiento fue peor.
10. Tomar el esfuerzo como un juego
Los tres aspectos anteriores forman parte de la virtud de la deportividad, que entre sus beneficios permite ver el esfuerzo como un juego, un reto gozoso, no como un mal, algo tormentoso, un precio que no hay más remedio que pagar para obtener resultados [12] .
Cuando deportistas y artistas dominan su especialidad, se desenvuelven con tal naturalidad y facilidad que dan la impresión de que aquello no les supone un esfuerzo especial y disfrutan realizarlo. En cambio, quien carece de ese dominio realiza un esfuerzo muchas veces agotador para llevar a cabo una tarea de poca relevancia.
Existen, entonces, dos tipos de esfuerzo: el que se toma como un juego, se disfruta, produce distensión y en el que se aplica sólo la energía necesaria y de manera armónica, y otro que constriñe y agota, no tanto por la magnitud del reto, sino por la forma de afrontarlo. Este segundo tipo de esfuerzo «es una especie de veneno engendrado por el acto voluntario. Este acto, cuando excede sus límites, segrega, si no estamos atentos, una crispación. Encoge el campo de atención y le arrebata una parte de su eficacia. () Al lado del esfuerzo, que es una crispación del querer, existe un esfuerzo favorable, bello y bueno, que es la distensión del querer (y que, en cierto sentido, es un esfuerzo sin esfuerzo)» [13] .
Quien afronta su vida con un querer distensionado y una lucha relajada, es optimista ante los retos. Aunque hay personas cuyas dotes naturales les facilitan algunas o muchas de las actividades que han de realizar, la deportividad conduce a adquirir y desarrollar aquellas capacidades que permiten, en la práctica, tomar el esfuerzo como un reto gozoso, es decir, con una disposición optimista.
Francisco Ugarte Corcuera
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[1] J.L. Martín Descalzo. Razones para la alegría. Sociedad de Educación Atenas. Madrid, 1998. pp. 14-15.
[2] José Luis Olaizola. Un escritor en busca de Dios. Planeta. México, 1994. p.73.
[3] P. Poupard. Felicidad y fe cristiana.. Herder. Barcelona, 1992. p. 25.
[4] Cfr. M. A. Martí. La afectividad. EUNSA. Madrid, 2000. pp. 19-20.
[5] Daniel Goleman. La inteligencia emocional. Vergara. México, 1995. p. 113.
[6] Cfr. Idem.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2090.
[8] Joseph Ratzinger. Mirar a Cristo. EDICEP. Valencia (España), 1990. p. 71.
[9] Rafael Llano. Optimismo. Minos. México, 1994. pp. 18-19.
[10] Cfr. Daniel Goleman. Op. cit. p. 115.
[11] Ibid. pp. 114-115.
[12] Cfr. Rafael Alvira. Filosofía de la vida cotidiana. Rialp. Madrid, 1999. pp. 54-55.
[13] J. Guitton. El genio de Teresa de Lisieux. EDICEP. Valencia (España), 1996. pp. 50-51.