Incluido en el volumen Los amores difíciles (1985), un texto de Italo Calvino captura una mecánica esencial. «La aventura de un fotógrafo» (escrito en 1953) dibuja la figura de un hombre, Antonino Paraggi, que se percata del gran cambio en las sociedades originado por la difusión de los aparatos fotográficos: «Uno de los primeros instintos de los progenitores —reflexiona Paraggi—, después de haber traído un hijo al mundo, es el de fotografiarlo; y dada la rapidez del crecimiento, resulta necesario fotografiarlo a menudo, porque nada es más lábil e irrecordable que un niño de seis meses, borrado enseguida y sustituido por el de ocho meses y después por el de un año (…), quedando sólo el álbum fotográfico como lugar donde todas esas fugaces perfecciones pueden salvarse y yuxtaponerse, aspirando cada una a un absoluto propio, incomparable».
Casi desde su nacimiento, la cámara fotográfica se convierte en inseparable compañera de la cotidianidad y sus pequeñas rupturas. ¿De dónde proviene ese instinto de fotografiar, tan artificial como mecánico? Muy pronto aparecen esas iconotecas familiares en las que se incluyen «momentos dignos de recordarse», es decir, trozos de la realidad seleccionados (y redactados) a partir de una gama de valores culturales no siempre conscientes. En primera instancia, Antonino Paraggi se rebela ante la «locura de la instantánea»: ese afán de sus amigos y conocidos por fotografiarse en cuanta ocasión especial se les presenta: «El gusto por la fotografía espontánea, natural, tomada de lo vivo, mata la espontaneidad, aleja el presente. La realidad fotografiada asume enseguida un carácter nostálgico, de alegría desaparecida en alas del tiempo, un carácter conmemorativo, aunque sea una foto de anteayer. Y la vida que ustedes viven para fotografiarla es ya, desde el comienzo, una conmemoración de sí misma».
SÓLO RECORDANDO SE VIVE
El individuo social sólo puede confirmar la realidad al reproducirla. Pero es más que una confirmación: la vida es reproducida para hacerla real, y la medida de esa realidad es la suficiencia (técnica, mecánica, artificial) de la reproducción. Un fragmento del mundo deja de ser real por sí mismo si no se le reproduce y captura. La publicidad de las grandes compañías fotográficas se basa en el lema: «Recordar es vivir dos veces»; pero en el fondo late justamente lo opuesto: sólo recordando se vive, y recordar equivale a ver con nostalgia un momento arrebatado al tiempo. Sin embargo, ese momento ya era, desde el instante de brotar, una nostalgia de sí mismo.
En los inicios de la fotografía —cuando era un arte—, ésta reflejaba un instante; tras la divulgación de las cámaras —cuando vuelve a ser sólo una técnica—, ellas poseen el instante: así como la publicidad no vende un jabón sino belleza, no un automóvil sino status social, no un artículo equis sino poder, del mismo modo el individuo que compra una cámara se convierte en propietario del instante.
El «instinto fotográfico» causa una profunda transformación en lo cotidiano: los individuos aunque no tengan a la mano una cámara, comienzan a vivir «de la manera más fotografiable posible», es decir, actúan como si los contemplara en todo momento el lente fotográfico, moldean su cotidianidad de acuerdo con las convenciones del lenguaje de la «captura de imágenes». No se fotografía lo que es bello: es bello lo que se fotografía. La belleza es un registro que corresponde a su reproducción. Basta colocar la palabra «realidad» sustituyendo a «belleza», para cerrar el círculo: la realidad sólo existe para ser reproducida.
EL ANSIA DE PERMANENCIA
A medida que se perfeccionan los medios de reproducción, tal círculo se confirma hasta alcanzar proporciones de sacralidad (no sólo la del actor en el escenario sino la del carácter semidivino que cubre a quien re-crea lo real). La magia de la «instantánea» crece hasta lo indecible con la divulgación del cine como medio casero; rápidamente proliferan con creciente popularidad los sistemas accesibles a las clases medias: la película en 16, 8 o super 8 milímetros, dota de movimiento y color a la realidad reproducida (porque los momentos «originales» no eran reales hasta ser «capturados»).
En lugar de mostrar un álbum, el padre de familia sienta a su visitante frente al aparato de televisión y lo introduce en los momentos «más significativos» del clan. Eso en cuanto al «consumo externo», pero el consumo interno es todavía más revelador: cada niño de esa familia verá las imágenes de su vida (a veces incluso su propio nacimiento) en la misma pantalla «chica» en donde consume la diaria avalancha de imágenes indiferenciadas; para ese niño, las grabaciones videográficas —que de algún modo desalientan a la memoria, puesto que se recuerda menos el momento que los pormenores e incidencias de la grabación familiar—poseerán idéntica jerarquía que cualquier otra imagen transmitida por el «espectáculo electrónico»; es decir, detentarán la misma irrealidad, el mismo vacío de sentido. Con tal educación visual, ¿qué características tendrá la óptica del adulto en que tal niño habrá de convertirse? ¿Ese adulto será capaz de reconocer «otra» jerarquía en la imágenes del mundo real si no existe más que una sola jerarquía, la de los medios que codifican el mundo que re-presentan? La realidad no sólo existe para ser reproducida sino para traducirse al específico lenguaje técnico que permite el milagro: asomarse, desde un presente irreal, a una pasado irrecuperable que fue real.
REALIDAD MONOLÍTICA E INTRANSFORMABLE
El «arte» mayoritario no es sino la mecánica de la «captura de imágenes» llevada a un punto extremo; no tiene otro origen la «sacralidad» con que se reviste Hollywood, el máximo fabricante de imágenes y el máximo contador de historias; no tiene otro origen el regusto de suprema realidad de que se bañan tanto esos productores hollywoodenses que compiten en festivales artísticos internacionales, como sus cintas de «difusión masiva» (divertimento).
¿Cuál es entonces la frontera que ha encontrado Paraggi, la que separa a la ficción del documental? Este personaje «se sorprendió envidiando la vida del reportero gráfico que se mueve siguiendo los impulsos de las multitudes, la sangre vertida, las lágrimas, las fiestas, el delito, las convenciones de la moda, la falsedad de las ceremonias oficiales; el reportero gráfico que documenta los extremos de la sociedad, los más ricos y los más pobres, los momentos excepcionales que se producen en todo momento en todas partes».
Los medios de reproducción más complejos son los que permiten un uso masivo cada vez más sencillo (el usuario del video ya no tiene que colocar luces, acomodar micrófonos, establecer siquiera a nivel primitivo una «puesta en escena»); de la misma manera, el realismo hollywoodense equivale a una «infinita simplicidad»: la que reproduce de modo directo e incuestionablemente veraz lo «simple» de la vida misma. Para que tal veracidad prospere, debe ocultarse la complejidad técnica de fondo, la abismal artificialidad con que se contempla a lo «espontáneo», la gran masa de férreas convenciones que definen lo «natural».
De manera tajante, la Meca del cine dictamina una realidad sin excepciones, monolítica e intransformable, fatal y predatoria; para esta «regla», sólo hay un modo de perdurar: extinguiéndose; sólo un modo de recordar: olvidar lo verdaderamente excepcional; sólo un modo de vivir: saturarse de apariencias.
«CADA IMAGEN CUENTA UNA HISTORIA»
El instinto que lleva al espectador a reconocer la veracidad de un filme hollywoodense, es el mismo que lo lleva al intento de «capturar» las imágenes significativas del álbum familiar. Toda iconoteca, independientemente de sus particulares características, se redacta a partir de ese lenguaje de lo bello por perdurable, de lo real por reproducido. La «ficción» hollywoodense no es sino la parte más compleja del mismo lenguaje técnico que cubre a lo documental, a lo periodístico o al entero reino de las artes gráficas.
En la «cultura de la imagen» sólo algunos instantes merecen perdurar pero cada instante nace ya con esa vocación, podría decirse con esa ansia de permanencia. La excepción se produce en todo momento y en todas partes porque el mundo no es real más que cuando se le reproduce: cuando los reporteros gráficos difunden las imágenes de un suceso atroz o maravilloso y también cuando los contadores de historias o los fabricantes de imágenes hacen real el mundo, no al volverlo parte de una cultura de la imagen, sino de la única imagen de la cultura. Se trata de un mismo proceso: every picture tells a story, dice el refrán central hollywoodense, «cada imagen cuenta una historia». Cada imagen porta un mundo sobreentendido y, a la vez, lo calla y acalla todo. El medio crea al recrear porque la reproducción elimina el sentido. El medio equivale a la realidad porque equivale al vacío.
* Estudió dirección de cine y ha dirigido varias películas. Ha publicado A lo mejor todavía (teatro, 1985), Apuntes para un retrato de Alejandra (1987; Premio Poesía Joven de México 1982), Las visiones del hombre invisible (ensayo, 1988), Para reconstruir a Galatea (poesía, 1989), Semejanza del juego (1990, Premio Nacional de novela «José Rubén Romo», 1987) y la Cineteca Nacional le ha publicado Luis Buñuel: la trama soñada.