A los numerosos prejuicios personales y sociales que existen ante el sida, se suman los derivados por los múltiples problemas que produce, tanto de orden psiquiátrico-psicológico como orgánico. Estas complicaciones difieren en cada persona y según el momento o estadio en el que se encuentra la enfermedad.
El impacto psicológico del sida ha sido estudiado desde el comienzo de la epidemia, ya que, en muchos casos, además del progresivo deterioro físico y mental que culmina con la muerte ¾ casi siempre a causa de otras infecciones oportunistas o tumores¾ , el paciente sufre una demencia por el daño cerebral que produce el virus.
A muchos enfermos les preocupa más la posibilidad de llegar a sufrir demencia que el hecho de padecer un mal incurable.
SIDA Y ENFERMEDADES MENTALES: AZAR O CONSECUENCIA
Aunque no todos los enfermos con sida están expuestos a sufrir enfermedades psiquiátricas graves asociadas a la inmunodeficiencia, la mayoría desarrolla algún tipo de problema psicológico.
La posibilidad de que aparezcan complicaciones de este tipo se incrementa por ciertos factores ¾ algunos considerados de riesgo para contraer sida¾ : factores socioculturales adversos, pertenecer a grupos pobres y marginados, usar drogas parenterales ¾ inyectadas, como la heroína o la morfina¾ , o ser mujer.
Entre los grupos considerados de «alto riesgo» para contraer sida están los homosexuales, drogadictos que utilizan drogas intravenosas, alcohólicos, enfermos mentales graves y grupos marginados de las grandes ciudades con poco soporte social.
Otros grupos de alto riesgo son los adolescentes tardíos (en la última etapa de la adolescencia) y adultos jóvenes, heterosexuales activos que viven en áreas geográficas donde la infección es prevalente, minorías raciales y niños nacidos de madres enfermas. También hay contagios en el personal sanitario, en gente que practica conductas sexuales de riesgo, por transfusiones de sangre infectada o en personas que han sufrido abuso sexual de parte de individuos infectados.
En pacientes que ya presentaban problemas psiquiátricos previos al contagio, es probable que ese padecimiento los haya situado entre los grupos de alto riesgo para contraer el vih.
LA SECUELA MÁS DOLOROSA: EL RECHAZO
La infección se confirma mediante un estudio de laboratorio que busca el vih. La presencia del virus en la sangre cataloga al individuo como seropositivo, lo cual no conduce de modo inmediato al diagnóstico de sida.
El sida es un estado al que se llega cuando el virus de la inmunodeficiencia humana ha causado graves estragos en la salud debido a la severa inmunosupresión que produce, es decir, la pérdida de defensas del organismo hasta el punto en que el paciente puede morir por infecciones ajenas al vih y ante las que ya no es capaz de responder de modo alguno.
La presencia de trastornos orgánicos, psicológicos y psiquiátricos se debe a factores tanto personales como asociados al síndrome y su estadio. Así por ejemplo, en las etapas tempranas de la enfermedad, los problemas psicológicos se asocian sobre todo a factores relacionados con el virus.
En primer lugar, conocer y hacerse cargo de que se está infectado. La notificación de la seropositividad produce una gran alarma psicológica y tristeza, aunado al conflicto interior que surge de la necesidad de comunicar a otros que se es portador del vih y, posiblemente, de que se tiene una orientación sexual que hasta la fecha era ignorada por la familia y la mayoría de los amigos y conocidos.
A pesar de la alarma psicológica, los pacientes portadores se tranquilizan cuando todavía no son diagnosticados de sida, pues entre que se es portador del virus y se desarrolla la enfermedad pueden pasar varios años.
Una vez que se diagnostica el sida, el enfermo muere en uno o dos años. Al conocer el diagnóstico también surgen conflictos psicológicos y se echan a andar los mecanismos de defensa. La persona pasa por etapas similares a las de cualquier otra con un padecimiento grave y terminal.
El primer mecanismo que desarrolla es la negación: la imposibilidad de creer que realmente se sufre la enfermedad y que es mortal, progresiva e incurable. La negación va cediendo el paso a la ira y la rebeldía, se buscan culpables o se culpa a sí mismo, hasta llegar una etapa de aceptación en la que el paciente adquiere plena conciencia de lo que le pasa y de cuál será su futuro a mediano plazo.
Aceptar la enfermedad, tanto desde un punto de vista cognoscitivo como emocional, no significa que el paciente esté conforme. Una cosa es conocer el diagnóstico y otra sufrir las consecuencias que trae consigo.
En la medida que pasa el tiempo, el enfermo ve cómo se deteriora poco a poco y declina su salud, a pesar de los tratamientos. Va perdiendo facultades y puede empezar a tener síntomas de desfiguración física o incapacidad física y mental, así como síntomas neurológicos por la afectación del Sistema Nervioso Central.
Los síntomas neurológicos y el sufrimiento, así como las consecuencias psicológicas, son aún más severos y difíciles de soportar si la persona padecía además alguna otra enfermedad psiquiátrica asociada.
Además, el paciente se enfrenta no sólo a los problemas que ya tiene y que son consecuencia directa de la enfermedad, como son todas las complicaciones orgánicas, sino a otros tal vez aún más dolorosos. Uno de los principales es la pérdida de los soportes sociales, el rechazo de familiares y amigos, la soledad y el aislamiento, así como la pérdida del trabajo y el empobrecimiento económico. Aislado, abandonado, pobre, sin apoyos sociales, se siente abrumado y triste.
En algunos países existen grupos de apoyo para enfermos terminales, entre los que se encuentran los de sida. Suele suceder que éste sea el único grupo social que le quede y en el que, eventualmente, el individuo se enfrenta a la pérdida de sus compañeros. Ver cómo van muriendo produce mucho estrés y ansiedad de pensar que tal vez el próximo sea él. Pero, sobre todo, estas pérdidas continuas y dolorosas producen reacciones de duelo, ya que son pérdidas verdaderas que no puede recuperar.
DE LA ANGUSTIA AL DETERIORO MENTAL
Además de los problemas psicológicos mencionados, el enfermo con sida puede presentar algunos trastornos psiquiátricos específicos asociados a su enfermedad.
Tras conocer que es seropositivo o se confirma el diagnóstico de sida aparece una reacción de estrés agudo. Suele durar poco (de unas horas a unos días) y se caracteriza, sobre todo, por angustia.
También podemos encontrar trastornos adaptativos, con síntomas de ansiedad, miedo, depresión y alteraciones de la conducta, además de molestias físicas diversas. Estos trastornos se manifiestan, al igual que la reacción de estrés agudo, luego de enterarse de la seropositividad o cuando la persona nota que su enfermedad avanza, disminuyen sus facultades o se enfrenta a la pérdida de parejas o amigos que mueren de sida o se alejan cuando conocen su estado.
A estas alteraciones suelen asociarse los trastornos de ansiedad. Es recomendable enseñar al paciente técnicas de relajación, iniciar una psicoterapia de apoyo y, si fuera necesario, dar medicamentos que ayuden a controlar la ansiedad y la angustia, los síntomas principales.
La depresión es un problema asociado con mayor frecuencia al sida y aparece como reacción a las dificultades vinculadas con la enfermedad. Para estos pacientes es muy duro enfrentar el abandono de sus amigos, la pérdida del empleo, la disminución progresiva de la salud.
Puede darse el caso que el mismo paciente no se percata de su depresión, pero sus familiares lo notan decaído, aislado, ausente, encamado. Se abandona a sí mismo, deja de ir a trabajar y presenta una falta total de motivación. No quiere ver a nadie y todos sus pensamientos son negativos. Con el estado de ánimo depresivo, pierde el interés y la ilusión por las cosas, piensa de modo continuo en su falta de valía, en que es un fracaso y no faltan los sentimientos de culpa y autorreproche.
En algunos casos, el diagnóstico de vih positivo o de sida también supone tener que desvelar la propia orientación sexual, lo que aumenta el rechazo de algunas familias y amigos y acrecienta la tribulación y el sentimiento de desesperanza que de por sí produce la enfermedad. La persona le da vueltas de modo continuo a la causa de su contagio, a sus conductas anteriores y se avergüenza de padecer una enfermedad de transmisión sexual que es una amenaza para otros.
Todo esto merma su autoestima y disminuye su calidad de vida, porque a estos síntomas se agregan los propios del avance del sida: insomnio, pérdida de peso, fatiga, dolor físico y reducción objetiva de la propia capacidad, así como efectos secundarios de los medicamentos.
Si imaginamos por un momento el tormento interior de estos pacientes, es fácil comprender que concluyan que la muerte sería lo mejor para ellos. Por eso el riesgo de suicidio es alto durante todos los episodios de la enfermedad.
Los familiares, el médico de cabecera y todo el equipo sanitario que asiste al enfermo deben tenerlo en mente y actuar de inmediato ante la menor sospecha, derivándolo al especialista y ayudándole a sentirse seguro. Es importante prestarle soporte emocional, escucharle y transmitir tranquilidad. Pero no es acción exclusiva del psiquiatra o del terapeuta; familiares y amigos pueden ayudar mucho para que se sienta querido, necesario y su congoja y pesadumbre aminoren un poco, a pesar de los evidentes signos de decadencia psicológica y física.
A veces se presentan alucinaciones y delirios que parecen responder al efecto directo que produce el vih sobre el cerebro, o por infección de otros virus. En algunos pacientes se debe a que coexiste algún trastorno psicótico ¾ ya hemos dicho que los enfermos mentales se encuentran entre los individuos con alto riesgo de contraer el sida¾ o son efectos de drogas consumidas por el paciente.
Con el avance de la enfermedad, el estado físico y psicológico empeora. En las etapas más avanzadas no es raro que se presente una demencia asociada al vih: deterioro mental progresivo con pérdida de las facultades superiores, inteligencia, memoria y voluntad; el pensamiento se hace lento, se dificulta la concentración, conocer y emitir juicios.
También se daña la capacidad para desarrollar actividades de la vida cotidiana, como vestirse, el aseo personal, comer. Si el paciente se da cuenta de estas pérdidas, es posible que sufra síntomas de depresión o angustia. A medida que la demencia y el daño cerebral avanzan, disminuyen sus intereses, se aísla, sus movimientos se vuelven torpes e incluso podría tener dificultad para caminar.
A muchas personas les preocupa más la probabilidad de llegar a sufrir demencia que el hecho de padecer una enfermedad incurable, pues implica perder la autonomía y la imposibilidad de relacionarse consigo mismo y con el entorno.
LA PERSONA DETRÁS DEL ENFERMO
De todo lo dicho hasta ahora, se comprende la necesidad de dar un apoyo real a estos enfermos. En primer lugar, significa que puedan acceder a un tratamiento adecuado que incluye, sobre todo, tratamiento médico. Pero no basta. Es importante considerar que, a pesar del estigma y rechazo social que esta enfermedad conlleva, e independientemente de por qué la contrajo, el enfermo es una persona necesitada de apoyo, cariño y solidaridad que debe ser acogido con respeto, comprensión y delicadeza.
En muchas ocasiones esto es difícil para familiares y amigos. Sin embargo, la familia es el entorno natural donde estos pacientes deberían encontrar el soporte que precisan, ya que los amigos suelen abandonarlos pronto y las parejas se alejan, bien por miedo a contagiarse o porque entre las parejas de homosexuales los compromisos suelen ser limitados y la relación poco duradera. Por ello, la familia también requiere soporte emocional y una orientación correcta para que pueda ayudar de modo apropiado a su paciente.
En muchos casos, estos enfermos se encuentran completamente aislados, sin una familia que les ayude. El apoyo del equipo terapéutico y los grupos de autoayuda son entonces todavía más necesarios.
Asimismo, es preciso hacerles comprender que la progresión de la enfermedad es rápida y el desenlace puede ser próximo para que arreglen sus cosas con tiempo suficiente. Debe ayudárseles a bien morir, a enfrentar la muerte con serenidad y paz. No mentirles sobre su estado, decirles la verdad con delicadeza, sin herir.
Conforme su estado físico y mental empeora, el enfermo se encuentra cada vez más indigente y es necesario darle soporte vital, mediante los cuidados básicos de alimentación e higiene.
La responsabilidad de estos cuidados recae sobre todo en el equipo médico y de enfermería, que ha de comprender las limitaciones y necesidades del paciente y tratarle con respeto, recordando siempre su dignidad como ser humano; pero tanto la familia como el propio paciente ¾ si le es posible¾ deben colaborar.
La familia también se encuentra necesitada de ayuda y es importante establecer con ella una buena comunicación, pues la incertidumbre constituye una de las mayores fuentes de estrés.
Cuando sea posible y para facilitar los cuidados básicos, conviene hospitalizar al enfermo o tener en casa un cuidador especializado que ayude a sobrellevar el cansancio y el estrés que implica cuidar a un enfermo crónico y terminal. Si por razones económicas no puede ser hospitalizado, se debe entrenar a la familia para que le preste el cuidado que requiere. Parte fundamental son las necesidades emocionales y psicológicas de la familia y del paciente, que se encuentran agotados al final de una larga y penosa enfermedad.
En etapas terminales es probable que la persona esté inconsciente. Aun entonces debe tratársele con suma delicadeza, respetando su intimidad, cuidando los comentarios que se hacen delante de ella y ayudándole en todo lo que sea preciso, aunque ya no sea capaz de darse cuenta.
Los enfermos que conocen y aceptan su estado terminal con antelación, saben que están llegando al final de su vida y pueden prepararse mejor para ese momento. Por miedo, algunas personas y familias prefieren ignorar esa situación y siguen alimentando la esperanza de que se van a curar. Quienes les rodean, en especial el equipo terapéutico, han de hacerles caer en la cuenta de su gravedad, para que sean capaces de asumirlo y la familia pueda ayudar al paciente a prepararse.
Por último, además de las necesidades físicas y psicológicas, también es imprescindible atender las necesidades espirituales de estos enfermos. Es un derecho de todos los pacientes y forma parte de los cuidados que se les debe prestar. No hay que olvidar que entre los fines de la Medicina está, además de curar, aliviar y consolar.
El enfermo encuentra consuelo cuando, a pesar de no tener curación, es cuidado, acompañado y recibe ayuda en todos los aspectos. Por ello, la familia y el equipo médico y de enfermería han de facilitar la visita del sacerdote o ministro de su religión, ya que las prácticas religiosas son necesarias tanto en la salud como en la enfermedad y, más aún, al final de la vida.
BIBLIOGRAFÍA
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