Arquitectura volcada al interior

La arquitectura es la personalidad de un pueblo y, a principios del siglo XX, México necesitaba una nueva cara que lo metiera de lleno en el certamen de belleza mundial. No sé por qué extraña razón los arquitectos mexicanos voltearon los ojos a Nueva York y Chicago, cuando nuestros coloridos y misteriosos pueblos donde las casas forman hermosos muros y el cielo un multifacético techo ya tenían un lugar en el hit-parade del arte mundial. Preludios de la globalización o fantasías de la impersonalidad, el caso es que el momento reclamaba un rascacielos.
El uso del ascensor, que admirablemente comercializó Elisha Otis a partir de 1860, junto con la mayor resistencia estructural del acero, permitió construir los primeros rascacielos del mundo y realizar el sueño americano.
A medida que las nuevas torres de Babel alcanzaban el cielo, Nueva York y Chicago adquirían personalidad, mientras que las demás ciudades, grandes y pequeñas, se preguntaban si algún día debían también levantar enormes edificios. Nos ganaron las ganas y, en el vanguardista Centro Histórico de la ciudad de México, se erigió la Torre Latinoamericana (que, irónicamente, hoy se ve más acabada que cualquiera de los edificios vecinos del siglo XVI o XVII).
El «ingenio» se sucedió por las calles de diversas ciudades a mayor o menor escala: Puebla, Guadalajara, León La alienación del nuevo estilo retrasó la vieja idea de que la arquitectura, para ser arte, debe venir (de aquí la palabra in-vención) de la tierra que pisa, y que el atractivo de una ciudad o de un pueblo reside en su naturalidad, que siempre se traduce en innovación.
Sin duda, el funcionalismo «modernizó» la ciudad de México, pero a la vuelta de los años constatamos que no le sumó personalidad. Sin embargo, tampoco puede negarse que fue benéfico: nos despertó de un entumecido conformismo, pues el arte siempre va adelante, siempre es lo otro, lo que nadie sabe nombrar hasta que un poeta lo dice en este caso, Luis Barragán.

LAS GUERRAS SE SOÑARON EN LOS LIBROS

Mientras el estilo internacional crecía, en su natal Jalisco, Luis Barragán, Rafael Urzúa e Ignacio Díaz Morales tramaban sin saberlo una revolución de alcance mundial. «Las guerras se soñaron en los libros», dice Daniel Innerarity, y ésta no fue la excepción.
A sus 25 años, Barragán regresaba de Europa con dos libros de Ferdinand Bac: Les Colombiers y Los Jardines Encantados. En ellos, los tres jóvenes arquitectos encontraron una respuesta y una tabla de salvación, pues les revelaban la clave para que la arquitectura fuera bella: impregnar de poesía los espacios. Intuían que en el arte no hay vanguardia, sino sólo en los materiales y que la atemporalidad reside en la belleza.
Las ideas de Ferdinand Bac, gran escritor y artista del paisaje, los cautivaron. El relato siguiente muestra uno de los conceptos claves que Barragán aprendió de Bac: el alma de los jardines.
Cuando era niño, veía pasearse bajo mis ventanas, a un señor muy viejo, desde la aurora, en un jardín de su edad. Él llevaba una corbata blanca y una amplia levita bajo un delantal verde. Su porte era olímpico, su cara enmarcada en un collar de barba blanca, y a pesar de su solideo de terciopelo negro y el bastón, que tenía en la mano, tenía un aire diplomático. Un día yo me atreví a ir a verlo y entre macetas, flores y tulipanes, él me dijo: «Hijo mío, un jardín es una reducción del universo, llena todas las necesidades del hombre. Si él fuera menos tonto, no buscaría más lejos».
Conté mi visita a un joven alumno de la Escuela Politécnica, al que admiraba por su saber, y éste me prohibió tomar seriamente la conversación de este viejo chocho. Se lo juré, pero no he cumplido su palabra. [1]
Los tres arquitectos guardaban muy bien sus secretos con los libros, porque hablar de jardines cuando se estilaban rascacielos no era bien visto. Sin embargo, Ignacio Díaz Morales fue el primero en romper el silencio cuando trató de encerrar el universo en el jardín de la familia Ochoa.
Esto representó un revulsivo para los jóvenes arquitectos, que comenzaron a poner en práctica sus ideas subversivas: color, magia, embrujo, poesía Díaz Morales recordaría más tarde lo que en aquel entonces pudo ser el lema de los tres revolucionarios jaliscienses: «Concebir la cosa poética y alrededor de ella levantar los muros».
CONCEBIR LA COSA POÉTICA…
El proceso creativo de Luis Barragán es el mismo que el de los grandes artistas. «Comienza con la intensidad de vivir, de pensar, sentir, desechar, escoger, y con el temor de realizar algo lo menos distinto posible a lo que uno quiere hacer». [2]
Sabemos por entrevistas que Barragán se procuraba un ambiente estético, espiritual. Díaz Morales lo describía así a la vuelta de los años:
Luis Barragán era de un espíritu muy refinado. Refinadísimo en educación, en cultura porque se cultivó muchísimo, en su manera de vivir, en su religiosidad incluso y su vida social. Ahora, la vida que más cuenta es su vida particular; una vida religiosa, ordenada; nunca fue vicioso, tenía novias primorosas, aunque nunca se pudo casar; era muy amante de la soledad y del silencio, y un hombre que es amante de la soledad y del silencio es una personalidad humana de selección, porque es cuando tú puedes percibir cosas muy grandes y muy trascendentales. Luis fue así toda su vida. Nunca tuvo ningún rasgo de vulgaridad en ninguna forma de su vida, fue un espíritu selecto, y luego Dios lo dotó de esa intuición fenomenal de la arquitectura, y sobre todo también de esa capacidad de elegir lo bueno, y era una cosa increíble, esa la cultivó mucho Luis con Chucho Reyes, que era otro tipo parecido de selección. [3]
Barragán supo traer y expresar la parte prehispánica y medieval de su herencia de nuestra herencia histórica en pleno siglo XX. Los indígenas de esta tierra encontraban la belleza in Xóchitl in Cuícatl, en las flores y el canto. Para ellos los jardines y el arte eran accesos a lo divino. Así lo entendió Barragán.
Tenía, además, algo de monje contemplativo y sabía dotar de un aire casi monacal a sus construcciones. Es sabido que le gustaba la poesía, la pintura, la música y que sus tardes estaban llenas de arte. Bac dice algo hermoso que siempre me remite a él: «Antaño los jardines eran casi como casas de oración. El solitario penetraba mudo en su misterio». [4]
La vida de Luis Barragán consistió en gran medida en mirar. Convertía en muros un poema, encontraba serenidad en un jardín, amaba en la danza africana la coherencia de una vida estética.
Para un poeta, la belleza exterior es todavía más bella en el interior. Barragán convierte lo prosaico de la vida en belleza. Es un poeta hasta en prosa; lo que para algunos es desecho para él es poesía.
Por ejemplo, tenía una extraña afición: comprar árboles torcidos. «Ya conocemos las actividades de ese loco decía cierto individuo, quejándose de la inflación en los invernaderos causada por Barragán que anda echando a perder a los dueños de los invernaderos porque les compra los árboles chuecos, enfermos, que nadie les ha llevado nunca y se los paga hasta en 25 pesos». [5]
Para poder concebir la cosa poética, antes tuvo que haber sido transfigurado por la belleza. Por eso la personalidad de Barragán se refugia en una aparente impersonalidad, porque sabía que él no había elegido la belleza, sino que fue escogido por ella. Era un vasallo del arte.
Sólo desde esta humildad, que es condición de la verdadera vida interior, se puede concebir la belleza. «Lo que hace a un gran médico o a un gran poeta dice Max Jacob no es el número de libros que hayan leído, sino la calidad de su vida interior: la digestión de los conocimientos y la búsqueda». [6]
La clave para descifrar la concepción poética de Barragán hay que buscarla en cómo vivía, en qué gastaba sus horas, en sus amigos, sus libros, en lo que veía en sus ventanas y la manera en que se interesaba por los niños. «La generosidad de este “Príncipe del Renacimiento” escribió Mathias Goeritz se muestra en todo lo que hace. Es un hombre de gran tamaño y así es su obra». [7]
Y ALREDEDOR DE ELLA LEVANTAR LOS MUROS
La obra de Barragán es un claro stop en medio de la revuelta que causó el estilo internacional a mediados del siglo pasado. Mientras la moda imperante se derramaba hacia el exterior, sus casas miraban hacia dentro.
El contraste del rascacielos del momento y la arquitectura de Barragán no reside en el tamaño, sino en la intención. Cuando los ventanales de los altos edificios lo ven todo y por eso no descubren nada, las ventanas de Barragán dejan paso a la conjetura.
En la concepción arquitectónica de los nuevos templos financieros, el cielo, la ciudad, una montaña o un árbol están afuera del edificio; en las casas de Barragán están dentro. «Hay que lograr que las casas sean jardines y que los jardines sean casas», decía, como quien persiste en descubrir la fórmula.
Barragán, al igual que Louis Kahn, concibe la arquitectura como un mundo dentro de otro mundo. Desde este enfoque la naturaleza y la arquitectura son un regalo. Desentrañando el concepto de regalo encontramos que el misterio es parte esencial del regalo y, más aún, los tiempos: la entrega, la suposición al ver el tamaño del regalo, la envoltura. Abrir: la calma o la prisa y, finalmente, el encuentro del deseo con la realidad. Esto, en arquitectura, se traduce en la calle, la fachada, el vestíbulo, el pasillo, admirar y descubrir, contemplar o seguir. Así son sus casas, «un sueño dirigido», parafraseando a Borges.
Actualmente, Barragán corre el peligro de convertirse en una marca fácil de copiar, porque su obra tan fotografiada capta sólo los accidentes. Sus colores se pueden imitar, sí; pero lo que no se percibe en las fotos es la manera en que Barragán nos lleva de los tonos amarillos a los azules, de un techo bajo a una doble altura, y esto tiene que ver con los tiempos, con los efectos que quiere provocar (misterio, sorpresa, sortilegio).
Aunque sus muros se ven sencillos y lo son la sencillez dialoga necesariamente con el sitio en que fueron colocados, con su entorno y con el tiempo; es decir, lo que uno ha visto antes y lo que verá después de ellos. Son muros que cortan o acompañan, que cobijan o liberan, que enmarcan un horizonte o elevan la mirada al cielo.
Sus edificios tienen una voluntad de existir. Están hechos con las mismas reglas con las que se hizo la naturaleza. Son asombro, misterio, proporción, maravilla, orden, silencio, armonía palabras para él tan queridas.
«Pienso que en mí se premia a quienes aman y persiguen estas hermosas palabras y la realidad que ellas reflejan», dijo cuando recibió el premio Pritzker. Él sabía que la arquitectura, a diferencia de la simple construcción, no son los muros, ventanas, techos, sino el efecto que producen. Esta distinción, a veces olvidada, la hizo Lao Tse hace 4 mil años: «La arquitectura no es cuatro paredes y un techo, sino el aire que queda dentro». [8]
Hoy comprendemos que la enseñanza de la obra de Barragán no sólo es el color y los jardines. Hoy sabemos que para ser modernos (sería mejor decir atemporales) hay que lograr el efecto del misterio, sin importar que sea vidrio, acero, tabique, concreto, madera o titanio. Hoy sabemos que el efecto del asombro no sólo está en un rascacielos; sino también en un horizonte contenido en una ventana. Hoy sabemos que hay que lograr el silencio, la magia, la proporción no sabemos exactamente cómo, pero aspiramos a ello. Hoy nos resulta claro lo que Barragán aprendió de Bac: «el alma de los jardines alberga la mayor suma de serenidad de la que puede disponer el hombre». [9]
CREADORES SUBLIMES, VIDAS SUBLIMES
Barragán es conocido mundialmente, pero me parece que su obra opaca otra gran enseñanza que, paradójicamente, es condición de su arquitectura. Decía su gran amigo Ignacio Díaz Morales que «los creadores sublimes eran sublimes en su vida» [10] ; y esto sí es asequible para todos. Vivir en un mundo estético, estar en las coordenadas de la belleza, es el camino que nos muestra Barragán para el siglo XXI.
Leyendo a Ferdinand Bac entendemos un poco mejor su vida, que se puede imitar; y a los arquitectos nos da una de las pautas que deben gobernar la invención:
Los monjes encerraban su recogimiento con imágenes y fuentes, inscripciones y altares, a fin de tener con quién orar, leer, cantar bajo el cielo, instruirse bajo los árboles, plantar, respirar, caminar. ¡Qué cuidado en la elección del sitio donde los monjes colocaban sus jardines espirituales! Indicaban, en sus mismas reglas, un refinamiento estético que nosotros hemos perdido y que valdría la pena aplicar en nuestros días. [11]

[1] «El arte de los jardines» en Revue des Deux Mondes. Francia, 15 de septiembre de 1925. p. 397. Traducción de Margarita González Luna.

[2] Mario MONTEFORTE TOLEDO. Conversaciones con Mathias Goeritz. Siglo XXI Editores. México, 1993. p.54.
[3] Entrevista del arquitecto José de la Madrid a Ignacio Díaz Morales en Guadalajara, Jalisco, el 24 de marzo de 1990.
[4] «El arte de los jardines». Op cit. p. 381.
[5] Salvador NOVO. «Luis Barragán» en El Universal. Sección Cultural. 29 de abril de 1996.
[6] Max JACOB. Consejos a un joven poeta. Rialp. España, 1976. p. 25.
[7] Cfr. Ensayos y apuntes para un bosquejo crítico. Luis Barragán. Museo Rufino Tamayo. México, 1985. p. 55.
[8] Cfr. Ibidem, p. 10. Se trata del trabajo doctoral del arquitecto Luis Barragán al recibir la investidura del doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de Guadalajara en agosto de 1984.
[9] Antonio RIGGEN. Luis Barragán. Escritos y Conversaciones. El Croquis Editorial. España, 2000. p. 59. Lo cita Luis Barragán en su discurso al recibir el premio Pritzker, el 3 de junio de 1980.
[10] Max JACOB. Op. cit. p. 27.
[11] «El arte de los jardines». Op. cit. p. 387.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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