Pedir y aun implorar es humano y corriente. Ser agradecido es todavía más humano, pero también mucho más caro.
Sin pecar de exageración se puede afirmar que «no hay ninguna otra cualidad humana que manifieste mejor la salud interior, espiritual y moral del que la posee, que su capacidad de agradecer» (Bollnow). Es de bien nacido ser agradecido.
Sorpresa siempre fresca
La gratitud sale al encuentro del don, y especialmente del don amoroso. En efecto, el amor humano merece este nombre si es entrega gratuita y sin plazo, y deja de serlo apenas se define en el afán de posesión o se mercantiliza en un simple intercambio de servicios, de placeres, de cosas. El amor sin apelativos es puro regalo, y su piedra de toque es la gratitud. Cuando entre amantes se habla mucho de deberes y derechos, se olvida o maltrata lo decisivo: la dádiva incondicionada y la gratitud que desvela. Y si la fidelidad pasa a ser la preocupación fundamental, no se ha descubierto todavía la médula más arcana y sabrosa del amor entre humanos, pues mientras la fidelidad frecuentemente se define por las múltiples obligaciones contraídas cuya lesión desgarra el vínculo amoroso, la gratitud es una actitud de fondo en extremo delicada, que el simple descuido, la distracción y la omisión hacen desvanecer.
El agradecimiento brilla como signo de la libertad más limpia, como sorpresa siempre fresca ante un don que nunca es obvio ni pudo ser barruntado. Quien no ha experimentado la perfecta libertad del don de sí, no puede tampoco sentir ni expresar la alegría cabal y expedita de la gratitud.
Existe el mercado libre en las relaciones humanas, pero el que vende una mercancía tiene y reclama el derecho de ser pagado por ella. Hay una fidelidad libre, pero tan sólo en el sentido de mantenerla o de quebrantarla no sin mérito y sin culpa; ahora bien, el dar y el recibir se mueven en el ámbito de una libertad más alta, que se actualiza por parte del que da en una modestia elegante y recatada, y por parte del que recibe en un gracioso agradecimiento.
La palabra «gracia» significa a un tiempo don y gratitud: se concede una gracia a la que se corresponde dando gracias… Y además se llama «gracia» a aquella preciosa cualidad por la que lo que es en sí difícil se hace con facilidad, sin groserías ni descomposturas de esfuerzo: soltura de movimiento en un mundo que bulle de mequetrefes, de falsos titanes y de dolientes esclavos de nuestras complicadas máquinas. Dice Goethe a través de su Fausto:
«Demos donaire al vivir,
pongamos gracia en el dar
y garbo en el recibir.
Donosamente se alcance el deseo,
sea en el marco de los días quietos
gracioso el agradecimiento».
Gratitud eterna
El don verdadero llega siempre inmerecido e inesperado. En él se funda la novedad absoluta de cada acto de amor, que nunca puede repetirse ni experimentarse como algo ya vivido y cuyo nacimiento siempre renovado da lugar a la «eternidad», a la indisolubilidad y a la indesilusionabilidad del lazo amoroso interpersonal, expresión y revelación de la estupenda libertad del ser espiritual que es el hombre.
Y como el don genuino no puede ser nunca «pagado», ni «correspondido», la gratitud que despierta es por su misma naturaleza «eterna». Este «para siempre» de la gratitud auténtica explica por qué tantas personas evitan con sumo empeño el tener que agradecer algo: huelen que no podrían desembarazarse jamás de la gratitud, y todo lo que es eterno ha asustado siempre a los mortales.
Los jóvenes son famosos por su peculiar «ingratitud», y ello se debe a su repulsa de todo lo que no es merecido o ganado con las propias manos. Son todavía demasiado inexpertos y demasiado orgullosos para saber que en este mundo vivimos todos del apoyo de los demás, que todo vivir es con-vivir, que toda existencia es co-existencia.
Por todo ello, y aunque parezca singular, la gratitud es una de las actitudes fundamentales de la vida, la cual ya en sí misma es un puro don: no sólo la vida, sino el ser. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», exclamaba San Pablo. Somos, en realidad, destellos «inútiles» de la gloria de Dios, como «inútil» es la belleza. Por este motivo, dice el cristiano: «Te damos gracias, Señor, por tu inmensa gloria»: estamos aquí tan sólo para brillar, para irradiar misteriosamente su incorruptible belleza.
Luz que resplandece
Siempre habrá gente que maldiga la existencia, pues, según su propia declaración, no tuvieron más que malas experiencias. Pero prescindiendo del hecho de que muchos hombres se arrojan literalmente al abismo de la infelicidad sin quererlo, claro está, pero de modo muy real, porque ya desde la infancia vivieron bajo el terror de caer en él y crecieron como esclavos de un fatalismo imaginario, pero psicológicamente eficacísimo, todos deberíamos aprender, con los años, que en este mundo hay sombras cabalmente porque la luz existe y resplandece: la innegable coexistencia con el mal, en mí y en los demás, en el instante y en la historia, está más preñada de esperanza que de negros presagios.
Vivir significa pasar de la nada al ser, esto es, aspirar a poseer una cantidad de posibilidades existenciales, ciertamente limitada, pero relativamente grande.
Dolor y dicha son tan sólo colores diversos del amor que nos llamó a la vida y nos re-crea a cada instante. Hay que recibirlos, pues, con gratitud, por las posibilidades que contienen y ofrecen a la fortuna de cada uno. «Todo lo que acontece es adorable», escribió Léon Bloy, y aquella amable figura femenina protagonista de La alegría, de Bernanos, repite casi lo mismo con palabras conmovedoras: «Todo lo recibo de las manos de Dios, como en mi infancia recibía cada sábado las notas de mi escuela, y decía para mis adentros: una vez más me he salvado». Más sencillamente aún, encontramos el mismo sentimiento en una antigua canción francesa que cantaba Jacqueline François:
«No tengo nada;
tú me lo has dado todo:
alegría en el vivir,
en el amar y en el ser amado.
Por todo esto sucede
lo que tiene que suceder:
gracias, mil veces, gracias».
Más superficiales que los textos de las canciones ligeras son, en todo caso, el rencor y la desesperanza, aunque se muestren tan serios y ceñudos. Hay que desenmascarar de una vez la miopía y la frivolidad de misántropos y suspicaces, pero aquí nos interesa sobre todo subrayar que la gratitud se coloca en la ribera opuesta de todas estas actitudes negras, por falta de realismo.
Gratitud significa abrir los ojos ante el abanico multicolor de las posibilidades vitales que a todos se nos ofrecen; denota capacidad de ajustarse al ritmo misterioso del gobierno universal y, con ello, de tomar parte activa en la continua creación divina. La gratitud es confianza en el presente y esperanza en el futuro: una actitud briosa y festiva, en espera de dones de amor siempre nuevos e inesperados y aun contradictorios.
La verdadera gratitud, como la esperanza de Gabriel Marcel, se dirige a lo que no depende de nosotros y, como dice en otro lugar el mismo filósofo y autor dramático, se puede agradecer sólo en primera persona del plural: dar gracias en nombre de todos, como acto que, de alguna manera, abraza a toda la comunidad humana, esto es, a todos los que comparten mi arriesgada aventura existencial.
Agradecimiento que es plegaria
Navidades y Año Nuevo, como revelación de la vitalidad divina trascendente y descendiente, son los mayores y más generosos dones que el hombre ha recibido y puede recibir. ¡Cuántos «muchas gracias» formalistas y zalameros se pronuncian en esos días! La íntima actitud de agradecimiento, referida no a los que nos regalan sus propinas, más o menos abundantes, sino ante la Vida misma, ante el mundo y ante Dios, que se embarca en nuestra carne de humildad, sería la mejor premisa de la paz tan deseada entre los hombres y de los hombres con Dios.
Fuera de este recinto tan humano y tan sagrado de la gratitud, se persiguen sin cesar ilusiones y desilusiones, idealismos y materialismos frenéticos, codicias y mezquindades. Quien no vive agradecido o ha expulsado de sí el don de Dios, instalándose en la angustia, o no ha vislumbrado aún la divina belleza que se cela en su existencia, y entonces es ciego y desdichado.
De puro agradecido conserva el hombre consciente el don de su vida en su limpia integridad y desarrolla libremente sus capacidades: nada se le vuelve estéril, nada torcido le crece entre las manos. Todas las virtudes brotan de este humus modestísimo de la gratitud con una frescura y un sumiso ardimiento que garantizan su autenticidad y evitan el calambre belicoso y la exhibición ostentosa del voluntarismo. Cada respiro es agradecimiento que se transforma en plegaria.
¿Quién conserva todavía en nuestros tiempos esta infatigable actitud agradecida? De los diez leprosos curados por Jesucristo sólo uno volvió sobre sus pasos para darle las gracias… y «era un samaritano». Trillada historia: sólo los humildes, aunque pecadores, saben reconocer la generosidad del don recibido, y sólo ellos, por tanto, entran en el goce de la gratitud.
Pedir e implorar es humano; pero ser agradecido, en los buenos y en los malos tiempos, es tan sólo propio de los mejores, de los realistas, de los más sanos y sensibles. (Tomado de Psicología abierta. Rialp. Madrid. 1972).