Crónica de un profesor que delira

Un profesor camina por los salones y pasillos de su universidad. Hace oídos sordos a las disertaciones de Derecho Romano y Cálculo Diferencial, no ve pizarrones ni pupitres, y tampoco repara en los alumnos que conversan entre clase y clase. De pronto se queda quieto y absorto, como si esperara extraer de los muros reverberaciones que se diluyeron hace varios siglos. Un par de secretarias pasan junto a él y lo saludan con un gesto, sin recibir respuesta. «¡Cómo se ve que licenciado no es lo mismo que educado!», murmura una de ellas. «Qué va, lo que pasa es que es miope». Y el profesor, que no se da por aludido, quisiera decirles: «Silencio, silencio, ¿qué no escuchan? ¿No oyen el ruido de los telares en el Aula Magna? Y allí, a la izquierda, en el salón 3, ¿no oyen cómo hierven los tintes en los calderos? Y más acá, junto a la chimenea, ésas son las tijeras cortando los flecos de la lana. ¿O estoy loco?»
El profesor, quien nunca desecha una hipótesis así como así, juzga que en caso de estar volviéndose loco debería salir a tomar aire fresco cuanto antes. Pero apenas ha puesto un pie en el patio cuando lo sorprende el quejido del enorme portón de madera, seguido por los cascos de tres caballos y las ruedas de una elegante calesa. «El smog de nuestra ciudad empieza a afectarme», piensa, porque ha visto bajar del carruaje a dos caballeros de levita y bastón. Sigilosamente, el profesor sube una escalera tras ellos, cruza un recibidor y se detiene frente a lo que maestros y alumnos de la universidad conocen como la Sala del Búho. En un principio se sorprende al ver aquellos muebles antiguos, aquellos tapetes y espejos, pero poco a poco se va hallando más cómodo y hasta comienza a interesarse por la conversación. «Caramba, si esta gente habla con unos giros como de Gracián, ¡y con lo que a mí me gustan esos retruécanos!» Total que el profesor se anima, jala una silla, se sienta y con el mayor desenfado se dispone a encender un cigarro, sólo que no le da tiempo porque uno de los caballeros se dirige repentinamente a él y le dice: «¡No me va a decir que usted tampoco la conoce, profesor! Pero si ha décadas que esta monjita escribió sus versos, que amén de muy bien contados son encantadores. A ver, profesor, lea usted aquí», y habiéndose quitado los guantes, el caballero le extendió un libro. El profesor pensó en recitarles el Brindis del Bohemio, que se sabía de memoria, pero por no caer en un anacronismo prefirió contenerse y leyó la primera estrofa del poema que le pedían:
Éste que ves, engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido
Lástima que, por razones de espacio, tengamos que poner aquí punto final a nuestra historia. Hubiera sido interesante ver a nuestro profesor desplegar su erudición y disimular su acento norteño. Ya tendremos ocasión. Mientras tanto, una adivinanza: ¿es nuestro personaje un académico que padece surmenage avanzado con accesos delirantes, o es Salvador Cárdenas escribiendo la historia del edificio que alberga a la Universidad Panamericana?
Aunque las opciones no son excluyentes, nos inclinamos decididamente por la segunda, sobre todo en vista de que el profesor Cárdenas acaba de publicar El obraje de Mixcoac en el siglo XVIII, editado por la Universidad Panamericana y Lindero Ediciones. No es improbable que, para escribirlo, Cárdenas haya intentado varias veces un ejercicio de imaginación como el que relatamos, pero antes tuvo que sumergirse tapabocas de por medio entre numerosos legajos que rastreó en archivos históricos de México y España. Sólo así se puede desenterrar y recrear la historia de uno de los obrajes telares más importantes de la Nueva España, detenerse en las condiciones laborales de los empleados, señalar la innovadora estructura capitalista del negocio y presenciar su decadencia.
También a través de polvosos documentos, y descifrando la garigoleada letra de folios y mapas, libros de matrimonios y defunciones, actas y cédulas y papeles notariales, Cárdenas logró relatar en este libro la vida cotidiana de uno de los dueños más prominentes del obraje: Francisco Antonio Casuso y Peña de los Ríos, regidor y alférez mayor del Ayuntamiento de la noble Ciudad de México, quien adquirió el inmueble en 1748.
Guiado por Cárdenas, el lector de El obraje de Mixcoac… obtiene permiso para fisgonear un poco en los quehaceres de la familia Casuso; llevándonos por las habitaciones, el despacho, la capilla, el cuarto de costura y las caballerizas, el autor nos mete, literalmente, hasta la cocina.
Citando de memoria y sin meter las manos al fuego, creo recordar que fue Chesterton quien definió la vulgaridad como la actitud de quien está ante algo grandioso y no se da por enterado. Pues para que no pasemos vulgarmente por las aulas de la UP, sin darnos cuenta de su valor histórico y estético, sin admirarnos de la serenidad y fortaleza de sus muros, sin simpatizar con los obreros que dejaron aquí sus trabajos y alegrías, con el empresario que arriesgó su hacienda, con los pobladores del Mixcoac novohispano, para que no pasemos vulgarmente se escribió este libro.
Esperamos que cuando menos un par de ejemplares ya estén en la biblioteca de la UP, para que quienes no puedan comprarlo tengan oportunidad de disfrutar del texto y las fotografías y las pinturas, en fin, de esta edición que es un lujo, y que se echaba de menos en una universidad que tiene un campus de lujo (no es inmodestia decirlo: es la simple y llana verdad).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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