Tarde de toros con Ricardo Garibay

Llevaba muy poco tiempo como reportero en Canal 22, quizás un mes, y estaba todavía aprendiendo los rudimentos del oficio. Me dio gusto saber que tenía que entrevistar a Ricardo Garibay. Lo había escuchado en la radio (94.5 FM) y admiraba su estilo enérgico y enfático, que usaba invariablemente, lo mismo para dar cauce a sus querellas interiores, que para referirse a objetos literarios delicadísimos, de preferencia El cantar de los cantares o la poesía de Miguel Hernández. Daba la impresión de jugar, entre sus manos hoscas y hurañas, con una mariposa, y de echarla después a volar, intacta.
Era vehemente hasta el histrionismo, y sus desplantes resultaban de los más divertidos.
¡Cuánto le molestaba la interpretación alegórica de El cantar, ésa que ve en el poema un símil del matrimonio de Cristo con la Iglesia, o de la unión mística del alma con Dios! Le parecía como un desprecio por el amor entre hombre y mujer.La entrevista me tenía nervioso, pero la esperaba con ilusión.
Ése que escribe con tanto paladar, con aspereza cuando la frase pide aspereza, con suavidad cuando en la suavidad está el acierto; ése que compone el párrafo con tanta libertad; ése que se atreve a irse de bruces y estrellarse, con plena consciencia, con pleno dominio del texto, debía ser un autor de los que vale la pena entrevistar.

PRIMER TERCIO: LA POESÍA DEL CAPOTE

En el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Garibay iba a participar en la Cátedra Extraordinaria Italo Calvino con una conferencia sobre Leopardi.
La conversación estaba pactada media hora antes.Conforme se llenaba el aula, mi ansiedad crecía. Ya iba yo previendo lo que podía suceder: que Garibay llegara tarde, que le pidiera la entrevista y me la concediera, pero no en el jardín contiguo, ni en la antesala del aula: que me dijera, refunfuñando, que con mucho gusto, que allí, y señalara el estrado.A los periodistas, por lo menos a los novatos, no nos agrada hacer entrevistas públicas.
El camarógrafo y el asistente están porque tienen que estar. Uno o dos metiches nunca faltan. Y no es cosa rara que un colega se cuelgue de la entrevista (es decir, que aproveche el viaje y ponga su grabadora por delante).
Pero a las otras 150 personas, gente que iba dispuesta a una conferencia, y nada más a una conferencia, ¿quién les dio boleto para la entrevista?Las previsiones nefastas, como es sabido de todos, se cumplen como leyes de la naturaleza. Basta que lo piense uno para que, con carácter de causa-efecto, el presentimiento se cumpla.
Al cinco para las seis se apersonó Garibay, con su guayabera y dos gotas de sudor en la frente, y me dijo, refunfuñando, que claro que sí, que allí, y señaló el estrado.Mi primera pregunta era complicadísima.
Pero tenía el número uno en la libreta tamaño esquela que otorga el estatuto de reportero, y no me sentía con suficiente autoridad para alterar el orden de las preguntas que yo mismo había preparado esa mañana.Pregunta: «Hace unos días estuvo en México el crítico argentino Saúl Yurkievich» (nótese cómo el neófito necesita poner una autoridad por delante, como para no cargar con toda la responsabilidad), «vino a presentar una compilación de sus ensayos» (no está usted para saberlo ni yo para contarlo) «y aseguró que la más alta literatura genera una sed infinita de desciframiento» (la pregunta no estaba siquiera cerca de comenzar) Garibay me interrumpió bruscamente y dijo: «Infinito sólo lo pongo en la boca de Dios. Ya».
Y se volteó con impaciencia a mirar la pared.Sentí de reojo el peso de todas las miradas. Algunos rostros me compadecían y otros se morían de la risa. Los más, como en el circo romano, como en la plaza de toros, pedían sangre.
Y ya que en tales circunstancias es imposible pensar con claridad, me aferré a mi partitura tamaño esquela y seguí trabajosamente con mis preguntas. Esos cinco, siete minutos quizás, me iban pareciendo eternos, hasta que Garibay pidió el estoque y se dispuso a rematar la entrevista.«¿Cómo se llama usted?», me espetó con su voz altanera, con su modo siempre encarado de hablar (a estas alturas yo ya había perdido hasta la prerrogativa de hacer las preguntas). «José Galindo», respondí, con la presteza y el tono de un sargento a la voz de su capitán.Garibay hizo una pausa, se dignó a mirarme y dijo serenamente: «La poesía, José Galindo, es la reunión de las palabras bajo el signo de la belleza».Allí terminó la entrevista. Con la definición de Garibay resonando en los oídos, el camarógrafo, el asistente y yo nos dispusimos a grabar algunos fragmentos de la conferencia. Garibay estaba de vena.

SEGUNDO TERCIO: BANDERILLAS DE LA VEJEZ

«Leopardi dijo Garibay entre el humo de su cigarro odiaba sobre todo la vejez, la decadencia. Porque la vejez huele rancio. Yo ya huelo rancio ædijo machacando las sílabas, y enseguida repitió en voz más bajaæ, yo ya huelo rancio.»Recuerdo y aquí cambiaba un poco el tono y la postura, porque iba a descender a uno de los abismos de su alma, recuerdo vivamente a mi padre paseándose por la habitación con ese olor amargo». Garibay guardó silencio y fijó la mirada, como si observara a su padre frente a él, y vociferó: «¡Viejo cabrón!».El público reaccionó con perplejidad. Algunos rieron. Otros nos resolvimos en puro asombro y nos pusimos a recordar Beber un cáliz, ese libro que Garibay escribió con el corazón en la mano y con una prosa admirable. (Muchos libros se escriben con el corazón en la mano, pero de ahí a lo que llamamos literatura suele haber una distancia monstruosa.)Cerca del comienzo de Beber un cáliz, Garibay recuerda algunas estampas de su niñez, oscurecidas por la ominosa figura paterna:«No sé por qué las ramazones del pirul, que los vientos desgreñaban y zarandeaban para arrancarlas y hacerlas estallar en terribles pedazos, y el pétreo perfil de mi padre en su ir y venir formaban una sola cosa: el rostro de la fuerza y la cólera, el ceño y la melena del mal.
Y yo era, de seis años en la enorme cama, ardor, cobijas lijosas, miedo».Debiera ser excepcionalmente duro razonaba yo, especialmente trágico, que uno aprenda a reconocer el mal, y que experimente de tal manera el miedo, a través de la figura del propio padre. Y sin embargo no tiene nada de excepcional.
Como bien me dijo una amiga (también periodista de Canal 22) cuando leímos juntos aquella página de Garibay: en México, eso es el pan nuestro de cada día.«Yo odiaba con toda mi alma su pequeño jardín, su higuera, sus herramientas de carpintero. Monstruos de cola larga y lisa habitaban debajo de su cama.
Sus arbitrarias e inmensas manos hubieran podido partirme fácilmente el cráneo. Una ira impotente, como si demonios cómplices me amarraran los brazos, me taparan la boca e hicieran burla de mí, me debilitaba, me licuaba. Hubiera aplastado jubilosamente sus ojos, inapelables, con una tonelada de cualquier cosa».Pero la relación con el padre-ogro, muchas veces, no sigue provocando miedo indefinidamente, porque los hijos crecen y aprenden un poco de lidia, al tiempo que los padres, con los años, pierden ferocidad. Añádase eso que llaman la virtud de la piedad: el amor que debemos a nuestros padres. Beber un cáliz es un libro piadoso. Garibay se demora en una nueva manera de conocer a su padre, de comportarse con él y de amarlo, quizá por primera vez cuando el viejo se está muriendo.Garibay describe cómo tenía que levantarlo, canceroso, flaco y con un alma que a duras penas se aferraba al cuerpo, para llevarlo a orinar. ¿Y qué quedaba del tirano que había agriado sus días infantiles? Muy poco.
Después de llevarlo con los doctores, Garibay tiene un minuto a solas con su padre:«Cuando acabaron me quedé solo con él y se me derrumbó helado en los brazos; sosteniéndolo palpaba sus cabellos, fríos, su piel, tirante y exhausta; vi sus ojos, que se abrían sin ver, y tenté sus manos; lo besé en la cara. Lo besé en la cara: nunca lo había hecho; tengo treinta y nueve años de edad».

TERCER TERCIO: LA SUERTE FINAL

Allá abajo la conferencia sobre Leopardi continuaba, mientras estos pasajes se sucedían en mi memoria, cuando una vez más Garibay decidió hacer una digresión.
Creo que se estaba refiriendo de nuevo al amor de Leopardi por la audacia de la juventud, cuando inesperadamente dijo: «El otro día me entrevistó un joven reportero.
El de hoy también era muy joven. ¿Se han fijado cuántos reporteros jóvenes hay últimamente en nuestro país?».Durante la breve pausa que hizo tras su pregunta, tuve tiempo de pensar que, con el sueldo de reportero, nadie puede aguantar muchos rounds en ese ring. Además, se entiende que los reporteros sean jóvenes, porque hace falta fuelle para andar cazando la nota de norte a sur en esta ciudad.Pero no.
Garibay no iba hacia allá con su pregunta. «¿Se han fijado cuántos reporteros jóvenes hay últimamente en nuestro país? Eso explica su profunda ignorancia».El aula magna se llenó de risas. Sonaron algunos aplausos y no faltó quien girara el cuello para ver la cara que había puesto el aludido. No sé qué cara puse, pero sí sé que, por algún extraño efecto psicológico, Garibay (el ogro Garibay, el falso cascarrabias, el casca-muinas, el caza-versos) me resultó muy simpático a partir de entonces.Por eso me entristeció su muerte hace ya tres años. Hubiera querido más de sus libros.
Más de sus desplantes. Me hubiera gustado de su pluma un elogio de la altivez. Hubiera querido, además, una segunda oportunidad para entrevistarlo.Y hubiera querido que mi entrevista fuera como la estupenda conversación que tuvo con Javier Sicilia y Patricia Gutiérrez, publicada en la revista Ixtus bajo el título «La dolorosa inquietud de Dios».
Toda la vehemencia y la ternura de Garibay relucen en esas páginas. Su orgullo, su rabia, sus flaquezas, sus contradicciones internas aparecen transparentes junto a su inmensa pasión por la literatura. Y su ateísmo vacilante y gemebundo: una pérdida de Dios que no añoraba sino recuperarlo urgentemente.Uno de los métodos con que la filosofía medieval se acercaba al conocimiento de Dios le hubiera yo dicho a Garibay en nuestra imposible entrevista es la «vía de eminencia».
Se trata de predicar de Dios, en modo superlativo, todas las virtudes que conocemos: infinita bondad, infinita justicia, infinita belleza…«Esta vez no se equivoca», me hubiera interrumpido Garibay, «porque infinito sólo lo pongo en la boca de Dios. Pero, en todos estos años como reportero, ¿no ha aprendido usted a dejar de anteponer interminables parrafadas a sus preguntas?».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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