Los sucesos del 11 de septiembre abren infinidad de interrogantes. Y aunque la mayoría de condenamos los actos terroristas, no está nada claro cuál es la forma justa, ética, de reaccionar ante una agresión de ese tipo.
En muchos rubros la ética es, por su misma esencia, una interrogación. ¿Qué debo hacer para defender mi integridad? ¿Dónde está el límite de la fuerza con la que debo reaccionar? ¿Cuál es el significado de la libertad humana y hasta dónde llegan su poder creador y destructor?
Al cerrar el siglo XX, el mundo examinó los avances y retrocesos de la humanidad. Todos coincidían prácticamente en dos cosas: fue una centuria especialmente violenta, pródiga en guerras y regímenes totalitarios, responsables de millones de muertes. A pesar de ello, el saldo fue positivo: en medio de ese torbellino, quizá incluso como consecuencia, la onU definió los derechos humanos, y poco a poco se extendió su aceptación por el orbe hasta convertirse en un índice para medir la civilización de las naciones.
Ahora resulta que con los actos terroristas y las amenazas vemos peligrar muchos de esos derechos considerados los más nobles logros de la civilización y otros valores esenciales para la cultura occidental: el derecho a la libertad y a la democracia, la separación de los poderes políticos y religiosos, la libertad de cultos, la igualdad de sexos, la libertad de conciencia y de crítica.
El terrorismo es un reto irracional que vence a la razón con la muerte y el miedo a la muerte. Uno de sus objetivos es precisamente hacer caer al «enemigo» en el mismo juego perverso de la irracionalidad. Y así, sin conocer a ciencia cierta al responsable, vemos cómo se desata una devastadora guerra contra un pueblo paupérrimo y, sin poder evitarlo, se violan masivamente aquellos derechos que se supone los países occidentales estamos obligados a defender.
Para no perder rumbo, la única brújula posible es recurrir a ideas esenciales, fijar la mirada en el ser humano, la dignidad de la persona y la relación entre verdad y libertad. Y el único camino para no caer en la primacía de la violencia es el derecho. Promover los valores morales y espirituales que permitan encontrar respuestas coherentes a tantos nuevos interrogantes y que ayuden al diálogo entre las culturas para lograr la anhelada paz.