Es condición innata de todos los hombres el deseo de saber, la disposición de búsqueda tendencial del ser de las cosas. Que los empresarios hablen de filosofía no es por lo tanto un ejercicio inútil ni artificioso, sino perfectamente natural.
Hay que reconocer sin embargo, que los hombres de empresa, metidos en su trabajo, en su pensar y hacer de todos los días, están dirigidos a lo útil, al servicio de fines, productos y resultados, y que, salvadas las excepciones, a no ser por instinto, no serían muy propicios a ejercitarse en puras abstracciones y no digamos a introducirse en la «inútil» vida de la contemplación. Sucede además que la filosofía y la vida están muy entretejidas. Según Aristóteles el saber filosófico va a la raíz de las cosas y ayuda a llevar una vida recta, con lo cual no solamente subordina la utilidad a la verdad, sino que apunta hacia la vida de las personas, hacia su moralidad, lo cual hoy muchos calificarían de impertinente.
En nuestro mundo, el trabajo y la utilidad han conquistado tanto espacio en la vida y se han hecho tan absorbentes, que apenas dejan resquicio alguno para la filosofía, que es teoría y contemplación. Como dice Pieper «la filosofía reviste cada vez más el carácter de lo extraño, del mero lujo intelectual, incluso de algo verdaderamente intolerable e injustificable, mientras más excluyentemente se incauta del hombre la exigencia del mundo de los días de trabajo». Esta exigencia, buena y vitalmente necesaria, es la de la responsabilidad en el cumplimiento del deber de cada uno, que para los empresarios consiste en la búsqueda del aumento de la riqueza y en el servicio a clientes y a la sociedad en general, dando trabajo y ocasión de mejora a sus empleados. Sin embargo, en la práctica, frecuentemente degenera en lucha por el dominio para la explotación económica, y degrada hacia la codicia y la premura irracional por el logro de objetivos. Entonces se cierran los caminos del ocio filosófico.
En su difícil misión, los empresarios siempre están forzados a bajar rápida y eficazmente de la ideación al mercado, «de las musas al teatro», pero sucede que, por las características éticas de las cosas que a veces tratan, del lado de sus musas se suele hacer presente la máxima tolerante del «pensar como se vive». Es ésta una de las fuerzas persuasivas que, una vez instalada, empuja a la relatividad, a la laxitud, a dar la espalda a lo exigente y olvidar la vida recta que pedía Aristóteles. Al verse en ello, los hombres de empresa en algún momento se percatan de que la absoluta racionalidad del proceso utilitarista sin más, daría lugar a su empobrecimiento y al de la misma empresa; intuyen que la filosofía arrinconada asolaría su intimidad. El gran patrón francés François Michelin da en el clavo cuando dice: «Para experimentar el propio ser hay que tener. Éste es todo el sentido del trabajo. También se puede buscar tener siempre más y con ello olvidar el ser y dar la espalda al propio misterio».
No querer desconocer ese misterio, filosofar, dialogar reflexivamente en torno a las preguntas radicales que al menos circunstancialmente se presentan ante todo empresario, como persona que es, aunque esté arruinado de tiempo o sea el más incorregible workalcoholic, es lo propiamente enriquecedor y fundamental, no por la utilidad, sino por lo humano: ¿Por qué existo? ¿De dónde tanta belleza? ¿Qué hay después? ¿Por qué este afán mío de crear y de amar? Nadie puede pasar ciego y sordo por tantos encuentros con lo admirable, con la bondad, con la muerte, con el misterio de Dios mismo cuando nos rompe la envoltura del alma para que mane de ella lo mejor de nuestra condición tan contradictoria. Por mucho que desquicie el celo del trabajo utilitario siempre saltarán en el interior de las personas al menos fogonazos, silenciosos destellos de reflexión profunda e incendios de lo artístico y de lo poético; siempre quedará espacio para la admiración por lo heroico y lo santo. Todos somos poetas y filósofos porque el alma nos rezuma cantares en las horas felices y clamores silenciosos en las de congoja. Todos palpamos el misterio de la libertad, del amor y de lo trascendental que se nos hace presente en lo religioso.
La risa de la muchacha de Tracia que se burlaba de Tales cuando por mirar a las estrellas cayó a un pozo, se repetirá mil veces porque el hombre cae y seguirá cayendo en mil perplejidades, pero, a pesar de los que recomiendan el pájaro en mano, también mil veces resultará que no es vano mirar al cielo. Es más, desde el trabajo útil de la empresa es esencial que, asentados en lo real, nos volvamos a las estrellas y, volemos allá con nuestra esperanza y nuestra creatividad abiertas al bien común y con nuestra libertad comprometida. Esos momentos son siempre los más fecundos para el bien propio y para el de cuantos tienen relación con nosotros en la familia, en el trabajo y en la sociedad cada vez más necesitada de luces.
ESCUCHAR LOS CONSEJOS DE LA RAZÓN
Aunque el mundo del cálculo, la economía y el trabajo útil obligue a los filósofos a «atrincherarse», como hemos oído recomendar a Alejandro Llano con ironía, seguimos necesitando las visiones sintéticas, el orden de nuestros conocimientos, el mapa de nuestras ignorancias, la objetividad de los diagnósticos, y el compromiso firme con la verdad. Necesitamos localizar a los locos y expulsar de nosotros la locura y para ello nada como dejar que el instinto por el saber y la atracción de lo bello y de lo bueno, actúe en nosotros para no ahogarnos en el mar de las codicias y de la soberbia.
El clima de la civilización científico técnica no puede integrar virtudes como las de la familia, la honestidad profesional y cívica, el desprendimiento, la ingenuidad, la disposición al sacrificio, el servicio a los demás, etcétera, que le resultan un tanto anticuadas e irracionales. Al faltar la confianza en las virtudes de los demás, la convivencia humana se va degradando hacia la precaución, el egoísmo y la hostilidad que terminan llamando a alguna forma de dominio total que asegure el orden. La historia, el estudio de la política y la consideración filosófica nos dicen que la humanidad y nosotros mismos tenemos riesgos ciertos muy apreciables, a pesar del sentimiento de seguridad de muchísima gente que es incapaz de concebir la posibilidad de futuros obstáculos trágicos a la progresión del bien vivir despreocupado. Lo sensato, sin duda, en la vertiginosa marcha que lleva el mundo, es escuchar los consejos de la razón, tensar las cautelas y no bajar la guardia. Necesitamos el bote de salvamento de la filosofía, que esté ahí, haciendo de señal de peligro y colgado de sus pescantes para ser arriado si se hundiera el barco.
Reflexionando sobres estas ideas y descendiendo a algo más concreto se cruzó la pregunta sobre si la cultura de los empresarios nos podría decir algo acerca de su capacidad para aumentar la riqueza y cumplir su papel integrador. Tomamos la cultura como el resultado del cultivo de la mente, el afinamiento de la persona a consecuencia del ejercicio del intelecto y la referimos a un campo más amplio que el del arte, la filosofía, la historia y la literatura, porque la cultura va más allá que las disciplinas que generalmente se clasifican como humanísticas, aunque éstas constituyen su perfección y su gracia. Un empresario valioso no solamente posee conocimientos técnicos adecuados a su negocio, sino que sabe también de humanidades, de política, de ciencia, de finanzas, de leyes y de tantas cosas como ha de captar necesariamente en su quehacer, que le incita a abrir la mente a horizontes siempre nuevos, con lo que normalmente es un hombre al menos medianamente cultivado en bastantes campos y necesariamente muy cultivado en los suyos, que también forman parte de la cultura. Es más, deberíamos recordar que el hombre fue primero producción de calor, de alimentos, de refugios y, como necesidad de la producción, después fue teoría y arte, por lo que la cultura debería apreciar más lo que uno recibe para la vida y no es naturaleza. En esa gran herencia va la técnica que nos ahorra esfuerzo, nos proporciona salud, confort, capacidad para movernos y para comunicarnos junto con innumerables saberes y bienes fruto del trabajo de generaciones de científicos, técnicos, obreros y empresarios que nos han precedido y dejado tantas maravillas que agradecer.
Dicho esto, se puede ahora afirmar, que siendo los empresarios normalmente cultos, tampoco hay una relación empírica entre el éxito empresarial y las cualidades artísticas, filosóficas, literarias o retóricas de los líderes. Sí está comprobado que las mejores empresas no son obra de carismáticas y brillantes personas, sino más bien de las tenaces y serenas que tienen claro cuáles son las ideas motrices y el orden de los valores que las hacen mejorar y crecer. Y si estos buenos empresarios son cultos humanistas la perfección es mayor.
Podríamos decir lo análogo de otras profesiones y personas. Con mucha frecuencia despiertan en nosotros admiración agricultores, hombres de fábrica, marinos, aviadores, enfermeras, médicos, secretarias y madres de familia cuya cultura, no siendo precisamente la de los intelectuales, es objetivamente rica, por razón de lo aprendido ciertamente en el estudio, pero tanto o más en la vida de trabajo, en el caldo de cultivo del amor a lo que se hace y del afán por ser uno mejor. Como contraria, existe una cultura con peso en lo artístico, literario y filosófico, socialmente reconocida y alabada en medios poderosos, casi intocable, que es descarada en su complacencia con lo degradado y en su complicidad con el mal. Y nada decimos de lo chabacano que garantiza el atontamiento de tantísima gente y tiene sus empresarios de primera fila y sus pregoneros importantes.
Si queremos que el clima social mejore, sería imperativo que aquella cultura que decíamos de la buena gente profesional y trabajadora tuviera también sus empresarios y campeones con más fuerza y calidad comunicativa que ahora. He aquí por tanto una gran labor para escritores, empresarios, artistas y profesionales de la televisión, del cine y del teatro y para cuantos puedan contribuir a cubrir con decoro la enorme demanda de contenidos que con tantos medios técnicos disponibles se está ya produciendo y va a más.
ATENDER LA VOCACIÓN DE SABER
Para respondernos a aquella pregunta sobre la cultura de los empresarios, a un pequeño grupo de amigos se nos ocurrió hacer, sin grandes selecciones, una lista de los conocidos por nosotros, incluyendo administradores de grandes empresas, líderes destacados en los negocios y pequeños empresarios. Para cada uno de ellos anotamos una calificación, lógicamente subjetiva, sobre su cultura, sus conocimientos históricos, jurídicos, filosóficos y literarios, sobre su aptitud estética para la arquitectura, la música y las artes plásticas y sobre sus condiciones retóricas y el conocimiento de idiomas. Después dimos a cada uno una evaluación de su capacidad empresarial. Pues bien, en un primer contraste aparecía bastante dudosa la correlación entre esta capacidad y la calificación por saberes humanísticos. Incluso podría deducirse que los de mayor capacidad, intuición y empuje para los negocios se sitúan en las evaluaciones medianas y que los de más afinada cultura no siempre lucen como excepcionales empresarios. Lógicamente los administradores de grandes empresas, los líderes de familias de tradición industrial o bien los extraídos de cuerpos y carreras distinguidos resultan ser cultos y también capaces, pero hay más excepciones en esto último que en lo primero. Entre los empresarios medios siempre aparece el afán por la cultura cuando ya se tiene el éxito. Entre los pequeños abundan los de formación escasa pero instinto sobresaliente. Hay muy buenos empresarios que se expresan mal o tienen poco interés por la estética, o por la literatura, pero la mayoría de ellos aspiran a elevarse en lo cultural. Sucede que todos necesitan comunicarse mejor, sentirse cómodos en ambientes intelectuales refinados, y tantas otras cosas que da la cultura como utilidad social, pero además también es cierta la sentida necesidad interior de superarse en planos no directamente utilitarios.
Vemos así que la barbarie del especialismo no es defecto precisamente dominante en la mayoría de los empresarios, los cuales, con sus déficits, suelen ser más bien generalistas e integradores de saberes. La tara se aprecia tanto o quizás más en aquellos científicos, abogados, médicos, ingenieros, economistas o artistas que se encierran en sus pequeñas celdas, sin intentar una interpretación del total universo, de la historia y de la vida, que eso es precisamente la cultura en su más noble y comprehensiva acepción. Se puede ser humanístico refinado y hueco humanamente, pero no será vacío el cultivado en lo general que en alguna medida busque también perfeccionarse en las disciplinas humanísticas. Luis Vives, en pleno Renacimiento, cuando dominaba el intelectualismo, hablaba de la «cultura animi» refiriéndose a la inteligencia y también al robustecimiento de la voluntad y de la determinación. Valores propios de quienes tienen que asumir riesgos y superarlos.
El empresario no quiere ser proletario, un ejecutante con posibilidad de ser bien tratado en lo material, que acepta quedar alejado del mundo del pensamiento y de la política. Pero sobre todo es más feliz cuando, sintiéndose en la vida sujeto activo, atiende a su vocación de saber, de comunicarse noblemente con los demás, de participar en los proyectos de su comunidad, de admirar lo bello y de contemplar la creación continuada en las grandes realizaciones de los hombres.
¿MENOS FAMOSO EIFFEL QUE SARTRE?
Santo Tomás nos dice: «El fin del saber teórico es la verdad y el fin del saber práctico es la acción», pero la intención de estas afirmaciones no es cerrar a los prácticos el acceso a la verdad, ni dividir los hombres en libres, teóricos y esclavos prácticos. Ortega y Gasset en su ensayo Meditación de la técnica se refiere, como lo hace Pieper en El ocio y la vida intelectual, al concepto que los antiguos tenían del ocio como el ocuparse de lo humano en el hombre: mando, organización, trato social, ciencia, artes. La palabra contraria «nec-otium» tenía una connotación negativa por su parentesco directo con el trabajo, con la técnica y con la empresa, y no daba distinción intelectual ni social. Lo vital es pre-técnico, decía Ortega, y la invención por excelencia es la del deseo radical, fuente de todos los demás deseos. Como ejemplo de fracaso citaba el del nuevo rico que experimenta la angustia de no saber tener deseos y encuentra que se le para la vida por falta de finalidad respecto a sí mismo. De hecho, afirma que son los poetas, los filósofos y los políticos, quienes descubren valores. Los técnicos los suponen. A los ejecutantes, a los ingenieros, se les dan las cosas como objetivos, y esto explica «la diferencia de rango que siempre ha habido y contra la cual es vano protestar». Esto decía Ortega con su lógica fluida y elegante discurso, y nosotros, modestamente, debemos responder que la verdadera ciencia y la técnica están en el ámbito de la verdad y la contemplación tanto como cualquier otra disciplina, aun cuando no sea su pertenecer tan estricto como por definición lo es el de la filosofía. Y también afirmamos que es la realidad la que conduce al pensamiento teórico fecundo y a las invenciones, las cuales no pueden originarse en el vacío. El mismo Ortega lo corrobora cuando dice que Galileo no se hizo en las aulas ni en las escuelas, sino en los arsenales y en los muelles de Venecia, trabajando con cabrestantes e instrumentos y hablando con capitanes.
Para mostrar la inferioridad de rango de los técnicos, a los que niega toda condición que no sea la de especialista, Ortega se refiere a su poca fama y dice que la gente que escucha sus conferencias no sabría decir cuál es el nombre del «egregio» inventor del motor de explosión ni el de los de tantas otras máquinas e invenciones, gente magnífica, venerable pero «irremediablemente de segundo plano». Aparte de que la fama es criterio muy engañoso, es fácil contestarle que Otto, Diesel, Marconi, Edison, Ford, Eiffel, La Cierva, Fermi o Hahn son equiparables en fama a los filósofos más o menos coetáneos, como Nietzsche, Kierkegaard, Husserl, Bergson, Russell o Sartre, que no demasiadas personas sabrían citar y menos aún explicar las ideas y deseos originales que inventaron. Un día los historiadores nos tendrán que contar la maravilla humana de la técnica creada por las últimas generaciones. Ésta y la que verá luz en el próximo futuro, serán para mucho bien de la humanidad, si finalmente predomina la sensatez, la «cultura animi» y la búsqueda de la armonía propia de lo bello. Es equívoca la distinción de Ortega, porque supone división entre hombres de la verdad y hombres de la acción, cuando todos debemos ser de la verdad no de la verdad enterrada y también de la acción no de la acción irresponsable ni de la omisión.
EMPRESARIOS FILÓSOFOS Y POLÍTICOS
Para concluir las consideraciones precedentes queremos decir que los hombres de empresa cultos humana y profesionalmente han de cuidar lo humanístico y, cargada su mente de razones, participar en los diseños para la conducción del mundo, sin aceptar el papel de segundones. En la leyenda contada por Wagner en el Anillo de los Nibelungos, unos gigantes, contratistas, reciben de los dioses el encargo de construirles un magnífico palacio, el Walhala, cuyo precio sería el placer eterno logrado gracias a unas frutas cultivadas por la diosa Freia. Terminado el palacio, Wotan y su familia divina se percatan de que su juventud peligra y deciden no entregar a Freia. Ofrecen a cambio el oro de los Nibelungos, que no lo tienen, pero lo roban. Los gigantes aceptan el cambio, pero fuerzan a que con el oro les entreguen el Anillo del poder total que, para ellos, en su pequeñez mental, es nada más que más oro. Uno de los gigantes guarda el tesoro en una cueva y se erige en su guardián con la forma de dragón. Allí vegeta temeroso, y desconoce el poder del Anillo hasta que llega Sigfrido, que es la revolución, y le mata.
La lección es clara: no querer responsabilidades, no tener altos designios, apocarse en la mera posesión de cosas, alejarse de la política, es morir. Así dice Tocqueville: «Todavía no se han encontrado formas sociales ni combinaciones políticas que puedan hacer un pueblo poderoso si está compuesto de ciudadanos pusilánimes y blandos».
Y añadimos nosotros que si el apocamiento fuera de los empresarios, su delicuescencia atraería rápidamente su fin, más aún en una economía globalizada y voraz, como es la que tenemos.
No podemos olvidar que las cuestiones ético políticas conforman el clima en que ha de vivir la humanidad. Por eso hemos de hacernos oír: insistir en la no proletarización del trabajo, ni de las organizaciones medias y pequeñas, y estimular la elevación humanista de los empresarios y de las profesiones, «del trabajo de todos los días», porque es preciosa su contribución a la cultura social. Su realismo y su sentido de servicio son esenciales para superar las avalanchas que nos vienen y resistir el avance igualitarista que extingue toda virtud pública. Si Ortega tuviera razón en que quienes definen lo que hay que hacer son los filósofos y los políticos, entonces no hay duda de que los empresarios tendríamos que serlo.
EMPRESARIOS ARTISTAS
Todo el quehacer del empresario como el del artista, se condensa, inicialmente y en cada paso, en una íntima ponderación de alternativas y determinación de rumbos. En sus sueños de mejorar y de ir a más, en sus deseos de servir, en su decidir y hacer y, sobre todo, en la forma de su liderazgo, la ética y también la estética están siempre presentes al buscar el beneficio, el servicio y la duración.
Hay analogías y parentescos o al menos vecindades evidentes entre el empresario y el artista, que dicen mucho: los productos finales y bellos, atractivamente ofrecidos y vendidos con gracia, el diseño muchas veces artístico antes que estrictamente técnico, la conjunción de cálculo y buen gusto, las terminaciones pulcras y el estilo singular, cuidado muchas veces por la empresa tan esmeradamente como por el artista. En muchos casos llama la atención la gran belleza lograda; en lo que se mueve aviones, automóviles, barcos, trenes, en las grandes obras civiles por su imponente grandeza, en la arquitectura, en los instrumentos pequeños y en tantos otros productos. Si Platón hablaba de la hermosura de las bellas marmitas, tenemos buena apoyatura para pregonar la belleza de muchos objetos técnicos, sin para ello entrar en comparaciones con el esplendor superior de las muchachas bellas, de las almas bellas y menos aún con el de la belleza metafísica. La perfección es siempre belleza.
En empresarios y artistas son necesarias la intuición, las aptitudes y el estilo para marcar las líneas determinantes de la obra, de la acción creativa. Ambos empiezan por tener que tomar partido por unos valores o por otros, por una finalidad, por una forma, por una solución concreta. El empresario no cesa de elegir y renunciar, como el pintor toma un color y no sus infinitas alternativas, o el arquitecto resuelve volúmenes, perspectivas y proporciones. En empresarios y artistas está el ricercare, eslabón por eslabón, paso por paso desde una armonía a la siguiente. Hay equilibrio y osadía, sentimiento y cálculo, personalidad y soplo creador, aptitud y tenacidad.
A los que estamos metidos en la empresa, buscando el oxígeno de las humanidades y de lo trascendente, se nos presentan horizontes amplísimos para encontrar líneas de convergencia real entre la empresa y el arte que, por otra parte, siempre han existido. Se trata de rescatar la belleza para lo bueno y poner el sentido estético y la estética de sentido en el campo de visión y en las operaciones del empresario.
Sin embargo, no debemos confundir conceptos próximos. Radicalmente, bien y belleza se encuentran en la razón que ordena en las cosas su claridad y proporción interna. Éstas se traslucen esplendorosamente en la belleza que agrada a la vista y la complace por aquella luz y armonía que percibe y conoce el intelecto. El bien es lo mismo, pero no deja a quien lo contempla en la sola complacencia, sino que induce el ser apetecido, atrae y mueve hacia sí, tiene razón de fin.
Ramiro de Maeztu en La Crisis del Humanismo dice: «La belleza de las acciones o de las instituciones humanas, cuando hay belleza en ellas, se deriva de la bondad. Cuando los hombres y las sociedades persiguen la armonía del poder, la justicia, la verdad y el amor, se mueven en belleza y no pueden menos de moverse en belleza. Pero cuando persiguen la belleza, ni la belleza logran». Parecida es la idea encerrada en el lema de una prestigiosa organización cooperativa: «Solus labor parti virtutem, et virtus parti honorem». La imagen, la fama, el honor nacen de la virtud que, a su vez, es fruto del trabajo. Efectivamente, sin meternos en el alta mar filosófica, pensamos que los empresarios no se deben fiar prioritariamente de la estética ni poner el enfoque artístico como principal, porque la belleza no es el fin de su disciplina, aunque deba estar contenida en su actuación y en sus resultados de servicio. El empresario, persona, hará suya la estética del comportamiento, la elegancia en la acción, la sencillez y el buen gusto. Nunca lo accidental exquisito que se hace ver demasiado y no deja ver lo bueno, ni el exceso que oculta la belleza interna de las cosas. La pintura de Velázquez, en lo que no es obligado, no está terminada en suavidades escrupulosas, ni Miguel Ángel desbastaba siempre, sino que evitaba cesar la hermosura con el último golpe del cincel. Ése es el buen gusto que cuadra al empresario: no excederse en la venta de la imagen, evitar que llamando la atención como sea desaparezca el atractivo; concretar la belleza en la calidad.
CONCIENCIA ESTÉTICA EN LA EMPRESA
En unas jornadas del Instituto Empresa y Humanismo, el profesor Goodpaster se preguntaba si las empresas tenían conciencia, entendida como facultad que, tomando datos de las situaciones reales y considerando los principios éticos, informa a los centros decisorios sobre qué hacer en cada situación concreta. Respondía diciendo que en la empresa no podía haber propiamente conciencia como la de las personas, pero que debían existir órganos y procedimientos que aseguraran una conciencia virtual que sirviera al cuerpo directivo para decidir con conciencia. Se refería a los exámenes internos y externos sobre cumplimiento de las leyes, auditorías financieras, seguimiento de la calidad, autoexamen de comportamiento ecológico, omisiones, trato justo en las relaciones humanas, y sobre todo, autoevaluación sobre el trabajo directivo y el cumplimiento de los fines de la empresa.
Por analogía nos podríamos preguntar si, en lugar de dejar las cosas a la improvisación de cada momento o a la rutina, que se suele hacer olvido, no podría la empresa tener algún sistema por el cual pudiera apreciar sus valores estéticos. Pensamos con Maeztu que, en lo esencial, la belleza no debe ser perseguida, sino que debe brotar de la bondad, pero quizás la idea de una «conciencia» estética pudiera tener aplicación en aspectos circunstanciales: el decoro en los lugares de trabajo, el cuidado en las presentaciones ante el público y los clientes, el lenguaje sin zafiedad alguna, la buena educación y la sencillez en el trato, la alegría, la belleza de todas las representaciones y símbolos de la empresa, el ya mencionado cuidado de la calidad estética de los productos, etcétera.
Deberíamos también proclamar lo simétrico de lo dicho en cuanto a la belleza del bien, esto es, resaltar la bondad de la belleza, aunque hoy sea grande la desorientación y tengamos pocos buenos guías en estética. Se ha experimentado en exceso y se ha juzgado al arte con blandura y poco criterio. Siendo hoy el arte tan subjetivo es más difícil de captar y de ser apreciado, hasta el punto de que en el extremo ya no es arte de ninguna manera.
No me resisto a transcribir un par de frases del discurso de Eugene Ionesco en la apertura de los Festivales de Salzburgo en 1972: «El arte es en alta medida una vía muerta, un museo de nuestras desazones» [] «Ni el arte, ni la literatura, ni el teatro han sido capaces de encontrar remedio alguno que ofrecer a nuestro mal del alma, antes bien han venido a incrementarlo y a agravar nuestros desórdenes».
Es importante ir a fundamentos seguros, porque aún con indiscutibles luces, la estética dominante es bastante caótica, triste y asoladora de valores que deben sustentar la misma vida. A veces, por aquello del pluralismo y la neutralidad, desde las empresas se aplaude a intelectuales o artistas manipuladores del gusto y del pensamiento que, en correspondencia, se hartan de pregonar los vicios e insuficiencias de los empresarios y hacen de ellos los más odiosos retratos. No pocos autores y tantos directores de escena, incluso falseando las obras que representan, han sido feroces críticos de todo lo que la empresa significa y para mayor escarnio, eran muchas veces financiados por estúpidos mecenas que esperaban salir mejor parados en su imagen si se aliaban con tales personajes.
No vamos ahora a extendernos analizando la música del siglo XX, la dodecafonía antinatural de Schomberg, ni las insoportables atonalidades de Stockhausen, pobres adversarios de nuestro Pitágoras descubridor del parentesco próximo de la armonía natural con la aritmética. Tampoco haremos incursión alguna en la pintura frecuentemente destructora del espíritu y de la figura humana cuya hechura a imagen de Dios apenas se ve en aquella si no es desguazada. La estética del hombre emancipado, sin «religio», es tan incierta como la ética de moda, porque ambas, centradas exclusivamente en el propio hombre, exacerban lo subjetivo y olvidan lo que es. Se quiere una ética personal, posibilista y desvinculada como el arte, y se hace una filosofía del arte que no es sino una abstrusa defensa de mentes yermas, falsamente artísticas.
Para los empresarios este arte subjetivo se aleja cada vez más de su oficio en el que el otro, el cliente, es fundamental. No debe el cliente ser el rey, como se dice, porque con los reyes no se puede discutir y con los clientes hay que hacerlo de vez en cuando, pero no hay empresa sin productos que despierten compradores, ni sin servicios gratos, que no molesten como la mala música que destroza los oídos y el cerebro, al tiempo que revuelve el estómago. Lo subjetivo sin referencia a lo real es lo más opuesto a la empresa que puede imaginarse; aquello es fuego fatuo ¿bello?, la empresa fuego creador, y en esto está su belleza.
Cuando los empresarios piensan en los orígenes de sus empresas, en cuando empezaron, ven con mayor nitidez su contenido de aventura y poesía, seguros de la nobleza de aquel amor que se desplegaba. Lo mismo que cuando proyectan el futuro y estimulan la creatividad que habla también del amor, del deseo determinado de sostener la empresa en el tiempo, avanzar por «el camino arduo y sombrío» y hacerla cada día mejor.
Por ello encaja tan bien en nuestro pensamiento, cuando se trata este asunto de la ética y de la estética en la empresa, la narración de Dante al iniciar su Divina Comedia. El amor, Beatriz, envía como su mensajero al artista, Virgilio, para que conforte y acompañe a Dante en su empresa de mostrar a los mortales el mundo, la historia de los grandes y famosos, y el más allá, cuando para ello habrá de penetrar en el Infierno, proeza en la que cualquiera moriría; pero Beatriz, el amor, da la decisión, el alma, la paciencia y el valor para culminar el arduo camino. El arte, Virgilio, acompaña y conduce porque es señor y maestro. Así lo dice Dante en «El Infierno», fin del canto segundo:
Marchemos pues que un mismo querer nos anima a los dos.
Tu serás mi guía, mi señor y maestro.
Dicho esto y empezando él a moverse entró por el camino arduo y salvaje.
(Tomado de Revista Empresa y Humanismo, Vol. I, N° 2/99, pp. 275-289).