«América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación. Para ello es necesario que sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina social de la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teología del laicado» (n.44). Estas palabras del Santo Padre son uno de los reclamos, uno de los llamados, al compromiso cristiano ante la situación de la Iglesia en América.
GLOBALIZAR LA SOLIDARIDAD
Cuando los Padres y peritos sinodales descubren y ponen de manifiesto la existencia de pecados sociales que claman al cielo: los efectos negativos de la globalización económica y del neoliberalismo; el peso agobiante de la deuda externa de la mayor parte de los países del Continente; la realidad corrosiva de la corrupción en todos los estratos de la sociedad; la lacra del comercio y consumo de drogas; los efectos perversos de la carrera armamentista; la cultura de la muerte y la sociedad dominada por los poderosos; las carencias y discriminaciones hacia los pueblos indígenas y los americanos de origen africano; así como la problemática de los inmigrados; cuando todo esto queda al descubierto, resulta imprescindible una severa llamada al compromiso cristiano. Esto ha hecho el Romano Pontífice en el documento post-sinodal La Iglesia en América, que señala y ofrece entre otras líneas de solución la necesidad de globalizar la solidaridad, esclarecer el fundamento último de los derechos humanos, una respuesta adecuada al amor preferencial por los pobres y marginados, todo ello sobre la base de una definida línea perfectamente ordenada y lógica de sustento: el encuentro personal con Jesucristo que conduce a la conversión y el deseo y práctica de la comunión como camino directo hacia la solidaridad.
El documento corre el peligro de ser visto como una reiteración de lo ya sabido, una repetición aburrida de cuestiones oídas en múltiples ocasiones, un discurso sobre lo mismo. Nada más lejano de la realidad. Los capítulos segundo y quinto, El encuentro con Jesucristo en el hoy de América y Camino para la solidaridad, pueden resultar los humanamente más atractivos e incluso concretos, por dedicarse al análisis de la problemática que aqueja a nuestro Continente, a la acción de la Iglesia en él, y a trazar vías de solución. Sin embargo, no se pasa por alto que la misión de los Padres y peritos sinodales, en unión con el Santo Padre, era plantearse fundamentalmente la realidad y problemas de la fe en América, así como los modos de renovarla. Para ello resultaba imprescindible ese análisis de los graves problemas que padecemos, pues de otra manera se habrían elaborado propuestas fuera del mundo actual, y el Romano Pontífice habría redactado un documento «desde el escritorio», sin tomar en cuenta la experiencia y vida de los fieles americanos. Sólo así se conseguiría el fin: una nueva evangelización del Continente, «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (n.6). Por eso, «el punto de partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el Señor… Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América» (n.3).
ENCUENTRO GENEROSO
Teológicamente, todo el documento se basa no podría ser de otro modo en Jesucristo y en el encuentro de los católicos con Él. «El encuentro con Jesucristo vivo» es el fundamento que sustenta el análisis de la situación del Continente, de la Iglesia en América así como de las vías de solución. Es obvio que la vida del cristiano se fundamenta en Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. Pero esa misma vida, a lo largo de su caminar por este mundo, puede ir perdiendo fuerza, alejarse de ese fundamento independientemente de que esto suceda de manera intencional o no. De ahí la llamada a volver a Él. Para ello, conviene tener presentes los ejemplos que nos da el Nuevo Testamento sobre los encuentros personales y comunitarios con el Señor, así como que María es cauce valedero y sumamente recomendable para conseguir ese encuentro. Ello sin olvidar que hay obstáculos: «El Evangelio de san Juan señala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es Cristo… Los textos evangélicos enseñan que el apego a las riquezas es un obstáculo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jesús. Típico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt. 19, 16-22; Mc. 10, 17-22; Lc. 18, 18-23)» (n.8). Pero «Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del Continente americano» (n.10). De ahí la necesidad de buscarlo: «La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jesús, pueden descubrir el amor del Padre» (n.10). Por eso, dentro de ella y con la ayuda de sus Pastores localizamos tres sitios primordiales de encuentro con Cristo: «la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditación y la oración […]; la sagrada Liturgia […]; (y) las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica» (n.12).
AMÉRICA: REALIDAD QUE CLAMA AL CIELO
La Iglesia en América, en una clara muestra de realismo, llama a un Sínodo de América, en singular. «América como una realidad única. La opción de usar la palabra en singular quería expresar no sólo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino también aquel vínculo más estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misión dirigida a promover la comunión de todos en el Señor» (n.5). Realidad espiritual, no meramente geográfica, que toma en cuenta las desigualdades, pues «debe diversificarse según dos situaciones claramente diferentes: la de los países muy afectados por el secularismo y la de aquellos otros donde “todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana”» (n.6).
La problemática de cada país del Continente muestra distintas caras, pero existen elementos comunes. Uno de ellos significativo y grave es la globalización económica: «si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada. La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella ¿Y qué decir de la globalización cultural producida por la fuerza de los medios de comunicación social? Éstos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio» (n.20).
La raíz de esta problemática la hallamos en una doctrina o ideología. «Cada vez más, en muchos países americanos impera un sistema conocido como “neoliberalismo”; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos, víctimas de determinadas políticas y de estructuras frecuentemente injustas» (n.56). Una manifestación trágica es el peso cada vez más insoportable de la deuda externa. «Entre las múltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben señalarse no sólo los elevados intereses, fruto de políticas financieras especulativas, sino también la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante préstamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del país. Por otra parte, sería injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron» (n.22).
Obviamente quienes más padecen los efectos de estas medidas son aquellos que menos posibilidades tienen para sustentarse día a día, los desamparados y marginados de la sociedad, que cada vez lo son más, precisamente por esas estructuras sociales opresoras. Para localizar la solución a estos problemas y, sobre todo, para lograr el renacimiento de la fe en América, es necesario emprender un «camino de conversión». La conversión personal, meta y punto de partida, no basta: esto sería una distorsión de ese encuentro. Es necesario sacar las consecuencias sociales de esa conversión y que ésta sea permanente. «La auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es sólo nominal» (n.26).
La fe se manifiesta también en el conocimiento de la doctrina de la Iglesia que permite encontrar vías de solución a estas agobiantes problemáticas. Concretamente, la Doctrina Social, «se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiaridad» (n.55). Con estos elementos se podrá capacitar a los pobres para protegerse de la economía globalizada. Por eso, «la Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, sino también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización» (n.55).
TAREA SIN FRONTERAS
Los ejemplos de la actividad de la Iglesia en el campo de la educación y la acción social, muestran su inequívoca voluntad de ser un factor de ayuda a los pueblos de nuestro Continente, «son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en América lleva adelante movida por el amor a su Señor y consciente de que “Jesús se ha identificado con ellos” (cf. Mt. 25, 31-46). En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia crea una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando así la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar» (n.18). Este amor preferencial y servicio por los pobres «llega a ser manifestación del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvación que Cristo ha traído al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad» (n.18). Este tema es recurrente en el documento; toda consideración realista de la sociedad americana, especialmente latinoamericana, no podía omitir la triste realidad de los millones de «abandonados y desechados de la sociedad», que manifiestan la discriminación racial, las desigualdades entre los grupos sociales, las carencias y discriminaciones hacia los pueblos indígenas y los americanos de origen africano así como la problemática de los inmigrados. Ante éstas que podríamos llamar «estructuras sociales perversas», la Iglesia reconoce que «como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales, es necesario tener presente que América es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situación real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jesús» (n.13).
Si los pecados y virtudes sociales son fruto de los actos personales, la consecuencia lógica es volver al punto de partida: el encuentro personal con Jesucristo que conduce a la conversión, y el deseo y la práctica de la comunión, camino de solidaridad. La solidaridad es fruto de la conversión personal y la comunión. Nada se entiende ni obtiene respuesta adecuada sin este fundamento. Por más que pongamos medios humanos para solucionar los problemas de nuestro Continente, si no lo hacemos por amor a Jesucristo, sin volver a Él, sin convertir nuestra vida, no haremos más que trabajar inútilmente. No nos habremos distinguido de una ideología más o menos revolucionaria. Por el contrario, la doctrina de la Iglesia sobre la solidaridad es expresión de las exigencias de la conversión: «Mientras el relativismo y el subjetivismo se difunden de modo preocupante en el campo de la doctrina moral, la Iglesia en América está llamada a anunciar con renovada fuerza que la conversión consiste en la adhesión a la persona de Jesucristo, con todas las implicaciones teológicas y morales ilustradas por el Magisterio eclesial» (n.53). De aquí que el católico encuentre en la Doctrina social de la Iglesia la respuesta a los graves problemas de orden social que aquejan a nuestro Continente.
Uno de los puntos centrales en este terreno es la necesidad de «valorar el trabajo como dimensión de realización y de dignidad de la persona humana. Es una responsabilidad ética de una sociedad organizada promover y apoyar una cultura del trabajo» (n.54). Sólo así conseguiremos vencer las consecuencias negativas de la globalización.
MISIÓN EVANGÉLICA
¿Es ésta la tarea fundamental de la Iglesia en América? No. La misión de la Iglesia hoy en América es la nueva evangelización. Sólo evangelizando los ambientes donde se generan esos pecados sociales podrán resolverse sus graves problemas, recordando que «el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que Él nos ha conquistado a través de su misterio pascual». Únicamente así se entenderá en su sentido más pleno una doctrina como la de la opción preferencial por los pobres. De ahí que el Santo Padre se vea precisado a delimitar esta opción: «Como ya he indicado antes, el amor por los pobres ha de ser preferencial, pero no excluyente» (n.67). No haber entendido este aspecto fundamental ha traído como consecuencia lo que podríamos llamar un «efecto boomerang»: como no se ha evangelizado a los dirigentes sociales políticos, líderes sindicales, militares, economistas, empresarios, intelectuales, etcétera «no debe sorprender que muchos de ellos sigan criterios ajenos al Evangelio y, a veces, abiertamente contrarios a él. [Por tanto] es necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos métodos, insistiendo principalmente en la formación de sus conciencias mediante la Doctrina social de la Iglesia. Esta formación será el mejor antídoto frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupción que afectan a las estructuras sociopolíticas» (n.67). ¿La consecuencia?: la propagación de unos «pecados sociales que claman al cielo». «Entre estos pecados se deben recordar, el comercio de drogas, el lavado de las ganancias ilícitas, la corrupción en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminación racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable destrucción de la naturaleza. Estos pecados manifiestan una profunda crisis debido a la pérdida del sentido de Dios y a la ausencia de los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una referencia moral se cae en un afán ilimitado de riqueza y de poder, que ofusca toda visión evangélica de la realidad social» (n.56).
ABRIGAR LA ESPERANZA
El comercio de drogas afecta de manera preponderante a jóvenes y a niños convertidos, desde hace tiempo, en el objetivo más apetecido por los narcotraficantes pues al alcanzarlos determinan un número cada vez mayor de consumidores, no sólo porque los niños y jóvenes son más en número que los adultos, sino también porque así aseguran a futuro más adultos consumidores. Éste es uno de los factores por los cuales el Santo Padre pone tanta atención en ellos. Por eso pide «acompañar al niño en su encuentro con Cristo», para que los demás no abusen de ellos. No hay que olvidar «la condición dolorosa de muchos niños en toda América, privados de la dignidad y la inocencia e incluso de la vida. Esta condición incluye la violencia, la pobreza, la carencia de casa, la falta de un adecuado cuidado de sanidad y educación, los daños de las drogas y del alcohol, y otros estados de abandono y de abuso. A este respecto, en el Sínodo se hizo mención especial de la problemática del abuso sexual de los niños y de la prostitución infantil, y los Padres lanzaron un urgente llamado a todos los que están en posiciones de autoridad en la sociedad, para que realicen, como cosa prioritaria, todo lo que está en su poder, para aliviar el dolor de los niños en América» (n.48).
La familia es, así, la parte fundamental donde se puede proteger tanto a los niños como a los jóvenes. Habrá que protegerla, a su vez, de las insidias que amenazan su solidez, tales como «el aumento de los divorcios, la difusión del aborto, del infanticidio y de la mentalidad contraceptiva. Ante esta situación hay que subrayar que el fundamento de la vida humana es la relación nupcial entre el marido y la esposa, la cual entre los cristianos es sacramental» (n.46). No se ha de olvidar que «de este santuario [la familia] nace la vida y es aceptada como don de Dios. La Palabra, leída asiduamente en la familia, la construye poco a poco como iglesia doméstica y la hace fecunda en humanismo y virtudes cristianas; allí se constituye la fuente de las vocaciones» (n.46).
Así, los jóvenes serán la esperanza de la Iglesia y de América. También ellos se enfrentan a serias dificultades. «Lamentablemente, la falta de trabajo y de esperanzas de futuro los lleva en algunas ocasiones a la marginación y a la violencia. La sensación de frustración que experimentan por todo ello, los hace abandonar frecuentemente la búsqueda de Dios. Ante esta situación tan compleja, la Iglesia se compromete a mantener su opción pastoral y misionera por los jóvenes para que puedan hoy encontrar a Cristo vivo» (n.47). Y hace un llamado: «Deben ser los jóvenes cristianos, formados con una conciencia misionera madura, los apóstoles de sus coetáneos», a la vez los invita, ante la carencia de madurez que propaga la sociedad actual, «a ser valientes, ayudándoles a apreciar el valor del compromiso para toda la vida, como es el caso del sacerdocio, de la vida consagrada y del matrimonio cristiano» (n.47).
LAICOS EN LA VIDA PÚBLICA
Si todo esto son aspectos temporales que afectan a los hombres y mujeres de América y, algunos de ellos, a los del mundo entero, los fieles laicos católicos son los llamados a hacerles frente, con la ayuda de sus Pastores, de los religiosos y religiosas. Por eso, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, el Santo Padre pide a los fieles laicos ser conscientes de su dignidad de bautizados. Dignidad y responsabilidad que habrán de ser fomentadas por los Pastores, por una razón elemental: «La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia» (n.44). Y especifica que la vocación de los laicos se realiza especialmente en dos ámbitos:
* «El primero, y más propio de su condición laical, es el de las realidades temporales, que están llamados a ordenar según la voluntad de Dios» (n.44), ya que la nota característica y propia del laico es la secularidad, es decir, que su espiritualidad la ha de vivir «en la vida familiar, social, laboral, cultural y política, a cuya evangelización es llamado» (n.44). De ahí que el Papa y la Iglesia esperen «de los laicos una gran fuerza creativa en gestos y obras que expresen una vida coherente con el Evangelio» (n.44). Por eso las exigentes palabras que citaba al inicio del escrito: «América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación. Para ello es necesario que sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina social de la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teología del laicado» (n.44).
* El segundo ámbito es el que denomina «intraeclesial», aportando sus talentos a «la construcción de la comunidad eclesial como delegados de la Palabra, catequistas, visitadores de enfermos o de encarcelados, animadores de grupos etcétera [] De todos modos, aunque el apostolado intraeclesial de los laicos tiene que ser estimulado, hay que procurar que este apostolado coexista con la actividad propia de los laicos, en la que no pueden ser suplidos por los sacerdotes: el ámbito de la realidades temporales» (n.44).
Es fácil obtener la consecuencia de todas estas premisas: es necesario evangelizar más. El mandato viene del mismo Maestro, es decir, los católicos han sido enviados por Cristo quien es la buena nueva y el primer evangelizador a difundir su Palabra, a darlo a conocer. De ahí también la importancia de la catequesis y la necesidad de evangelizar la cultura, los centros educativos, los medios de comunicación social En definitiva, renovar la misión ad gentes, realizar la «nueva evangelización».
La conclusión del documento muestra la esperanza del Santo Padre en que esta tarea la llevemos a cabo los católicos con renovado espíritu. Podemos decir que ése fue el objetivo de fondo de su viaje a nuestro país. El documento pudo haberlo firmado y entregado a los mismos representantes en Roma. Razones de eficacia laboral y salud del Papa estaban a favor de esta opción. Sin embargo, él quiso venir y remover al país que considera así nos lo dijo punto de referencia para toda América en la tarea de la Nueva Evangelización. De esta manera tan gráfica, el Romano Pontífice subrayaba la importancia de este primer Sínodo de América, realizado al concluir el segundo milenio de la era cristiana para preparar tanto el jubileo del año 2000 como a los católicos frente al siglo XXI. Por tanto, la entrega de este documento post-sinodal como Exhortación Apostólica, a poco más de cumplirse un año de la clausura de la asamblea y justo veinte años después del primer viaje apostólico de Juan Pablo II, nos compromete en esta tarea alentadora de participar en la renovación de la Iglesia en América y de la solución de los graves problemas que aquejan a nuestro Continente. El ejemplo de aliento y esperanza lo tuvimos frente a nosotros. La «oración a Jesucristo por las familias de América» con que concluye La Iglesia en América establece el camino a seguir y el método: la oración que nos lleva al encuentro con Jesucristo, que conduce a la conversión y la unión, que se concretan a la vez en la solidaridad.