Con el fallecimiento de Octavio Paz, muere uno de los grandes poetas y ensayistas del siglo XX. Su obra es comparable a la grandeza literaria de Thomas S. Eliot, Paul Valéry, Antonio Machado o Rubén Darío, tanto por la profundidad y luminosidad de su poesía como por la agudeza crítica de su prosa. Sorprende su notable dominio sobre la lengua castellana y el arte del verso: emplea las más diversas métricas, incursiona en los más variados ritmos, sabe utilizar las pausas y silencios con elocuencia y maestría. Pero, sobre todo, el elemento predominante de nuestro Nobel de Literatura ¾ a lo largo de toda su obra crítica y literaria¾ es la búsqueda poética e ideológica, la innovación continua y el notable esfuerzo por dilucidar sobre las grandes interrogantes de nuestra existencia: el tiempo, el amor, el mundo, la muerte y lo trascendente.
Entre los numerosos ensayos y artículos publicados con ocasión de su muerte, leí un interesante artículo de uno de los más destacados discípulos de Paz, el crítico literario Christopher Domínguez Michael, titulado: Octavio Paz: el demonio socrático. En este escrito recoge unas palabras de su maestro pronunciadas a pocos meses de su muerte, al enterarse del fallecimiento de un viejo amigo, Claude Roy: «Octavio se quitó las gafas y no contuvo algunas lágrimas. Fue la única vez que lo vi llorar. Entonces decidió que había que hablar de la muerte. De su muerte. “Cuando me enteré de la gravedad de mi enfermedad”, dijo, “me di cuenta de que no podía tomar el camino sublime del cristianismo. No creo en la trascendencia. La idea de extinción me tranquilizó. Seré como ese vaso de agua que estoy tomando. Seré materia”. Ante nuestro silencio, el estoico prefirió bromear con su mujer sobre la creencia hinduísta de ella en la reencarnación. “Tengo al hereje en casa”, dijo sonriente. Sentí entonces, alegría y dolor, esa grandeza de la sabiduría antigua, que jamás, estoy seguro, volveré a vivir».
Coincido con Christopher Domínguez Michael en llamarle «estoico» por la ecuanimidad con que hablaba de su propia muerte, ya tan cercana. Sin embargo, no considero que Paz fuera un estoicista en el sentido filosófico, porque al estoico no le interesa la metafísica ni la especulación trascendente. En lo personal considero que Paz se encontraba ¾ en ese momento¾ en un contexto vital sombrío y depresivo debido a su misma enfermedad, porque la obra entera de Paz transpira una apasionada búsqueda de la trascendencia.
«… alguien me deletrea»
Hace ya varios años, escribí un ensayo titulado ¿Cómo piensa Octavio Paz?, en el que ¾ entre otras afirmaciones¾ decía que este autor caía en el desencanto del existencialismo. Sin embargo, después de la publicación de sus obras: Itinerario (1993) y La llama doble (1993), he reenfocado toda su obra con una nueva óptica sobre sus «búsquedas» y ¾ releyendo sus poemas¾ concluyo ahora que Paz tenía un profundo anhelo metafísico, de llegar a las «últimas causas» de ese «Uno» y sus «otredades». Específicamente, en La llama doble, Paz afirma que en el amor humano no sólo hay unión de cuerpos sino también unión de almas, de espíritus, siguiendo la más pura tradición escolástica en la que se enmarca la singularidad del individuo.
Paz tuvo una importante evolución ideológica y filosófica a lo largo de su vida: primero, recibe la influencia liberal de su padre y la formación católica de su madre; después ¾ en su juventud¾ se muestra escéptico ante lo trascendente, y se inclina por un agnosticismo del que nunca acabó de salir del todo. En los años treinta, abraza la causa marxista-leninista y viaja a la España republicana para apoyarla ¾ como intelectual¾ en su Guerra Civil. Con la invasión de la Unión Soviética a Polonia (1939), abandona desilusionado el comunismo, como lo explica en El ogro filantrópico (1979). Posteriormente fue designado embajador de México en la India y se adentró en la cultura oriental. Renuncia como embajador, tras los sucesos de Tlaltelolco (1968) y viaja a Estados Unidos. Retorna definitivamente a México en 1971, donde permanece hasta su muerte, y escribe quizá su obra más lúcida y profunda.
Ciertamente, Paz nunca se convirtió al catolicismo, pero entre el budismo y la doctrina de Jesucristo, confesó sentirse más cercano a una civilización con hondas raíces cristianas. Miraba con añoranza los días de infancia en que su madre lo llevaba a rezar «a la vieja parroquia de Mixcoac. Le resultaba imborrable el recuerdo en Goa (India) de su reencuentro con la fe cristiana: Un día (…), en el centro de una civilización que no era la mía, entré en la vieja catedral. Celebraba la misa un sacerdote portugués. La escuché con fervor. Lloré. No sé todavía si redescubrí algo (…). Pero sentí la presencia de eso que han dado en llamar la «otredad». Mi ser «otro» dentro de una cultura que no era la mía. Mi identidad histórica. (…) El problema esencial del hombre es que, siendo hombre, no es sólo eso. No soy creyente pero dialogo con esa parte de mí mismo que es más que el hombre que soy, porque está abierta al infinito (…). Hay en los hombres una parte abierta hacia el infinito, hacia la «otredad».
Reconoce Paz que el hombre no es el resultado de la ciega casualidad. Considera que la idea del amor ha sido la levadura moral y espiritual de nuestras sociedades. Ante la crisis del hombre en el siglo XX, se debe buscar la resurrección del amor, entre el hombre y la mujer, entre las personas, entre los pueblos. Con la lectura de cuatro versos atribuidos al astrónomo Ptolomeo, vio ¾ como el sabio¾ «el cielo estrellado como una asamblea de almas inmortales» que le sirvieron de inspiración para escribir uno de sus más bellos poemas, Hermandad:
Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche./ Pero miro hacia arriba:/ las estrellas me escriben./ Sin entender comprendo:/ también soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea.
Ese «Alguien» es Dios, la «Otredad». Un Dios que se supone, un Dios espectador, aunque distante y lejano en Paz. Dios es el creador de la «escritura» de todo el universo. La «Otredad» es la Palabra de quien proceden las demás palabras y que forman un texto del todo armónico. Por eso dice en Certeza, otro poema: De una palabra a la otra/ lo que digo se desvanece./ Yo sé que estoy vivo/ entre dos paréntesis. Es decir, la vida del hombre está limitada por la temporalidad ¾ siempre tiene un principio y un final¾ ; en cambio, la «Otredad» es eterna, inmutable y permanente, que produce asombro, «estupefacción» como dice en El arco y la lira (1956). En estas reflexiones, Octavio Paz llegó a la conclusión de que si el hombre es trascendencia, ir más allá de sí, el poema es el signo más puro de ese continuo trascenderse….
Belleza, eternidad
Carlos Llano Cifuentes, en un excelente ensayo, dice que Octavio Paz y Antonio Machado, dejando de lado el pensamiento de la Ilustración, recurren a la filosofía de Aristóteles para acceder al ser a través de la analogía (substancia y accidente, acto y potencia, forma y privación). De esta manera, mediante las diferencias críticas y máximas («plenitud» y «ausencia»; «quietud» y «devenir»), los extremos del ser y no ser («todo» o «nada»; «luz» y «oscuridad»; «comunión» y «soledad») logran unir lo diferente de forma que se mantiene la unidad del ser sin perder ninguna diferencia («plenitud de presencias y de nombres»), y se mantienen las diferencias sin abolir la unidad (el «verso» y el «anverso» del ser). Carlos Llano señala: «La analogía es el recurso arbitrado por la metafísica para el pensamiento y por la poesía para el lenguaje, a fin de encararse con “lo otro”, a fin de habérselas intelectual y vivencialmente en cada caso respectivo, con la alteridad, o, según dirían Paz y Machado, la “otredad”» .
El mismo Octavio Paz explica cómo por la analogía se accede al «Otro»: Cuando queremos expresarlo no tenemos más remedio que acudir a imágenes y paradojas.
Rafael Jiménez Cataño, especialista en la noética de la poesía de Octavio Paz, comenta que el poeta tiene muchos recursos para lograr la flexibilidad de los significados en la palabra poética: «usa al máximo la elasticidad de la lengua».
«Octavio Paz ¾ afirma también Llano Cifuentes¾ en sus análisis poéticos y la filosofía aristotélica en los suyos metafísicos alcanzan intuiciones casi idénticas, aunque parezca constar su desconexión histórica: dos corrientes de pensamiento pueden y deben coincidir en la verdad de las cosas o de los procesos».
Octavio Paz no llega nunca a la concepción de un Dios personal, del Dios Vivo que se da a Sí mismo el Ser. Su término «Otredad» resulta pobre y equívoco porque el Creador no se puede comparar con sus criaturas sino de un modo análogo. Cuando se dice «el otro», sólo se puede aplicar ¾ en estricto sentido¾ a las personas, a los seres humanos. Usar, pues, el término «Otredad» para referirse a Dios en relación con los hombres y de éstos entre sí, es limitarlo, es no entender su diferencia abismal con respecto a nosotros ni su infinita grandeza ontológica; es, en una palabra, cosificarlo, con el peligro de deslizarse ¾ por la confusión terminológica¾ en un cierto panteísmo.
Sin ese Dios personal, el poeta opta por la alternativa de la estética ante sus planteamientos metafísicos. Paz vislumbra la eternidad a través de la belleza. Su arte tiene el poder de detener el tiempo, de suspender su fugacidad y de inmortalizar el momento presente: es el instante de la delectación; de allí su búsqueda permanente de la belleza en la mujer, en la naturaleza, en la literatura, en la pintura, etcétera. Ese goce ¾ dice¾ lo coloca en un estado de éxtasis, de plenitud al que llama «pequeña ración de eternidad», Abundan en sus poemas ¾ por ello¾ palabras como «reflejos», «luz», «centelleos», «espejos», «parpadeos». Al mirar una pintura de Monet (Los chopos, 1891) escribe: Tránsitos: parpadeos del instante./ (…) Latir de claridades últimas:/ quince minutos sitiados/ que ve Claudio Monet desde una barca./ (…) visos, reflejos, reverberaciones, centellear de formas y presencias,/ niebla de imágenes, eclipses,/ esto que veo somos: espejeos. (Cuatro chopos).
«Anhelo y sorpresa ¾ comenta Margarita Murillo González¾ , deseo y esperanza, ansia y desilusión permean “Cuatro chopos”. Todo en el hombre es un intento, un impulso hacia el hallazgo de lo oculto, lo desconocido, lo fugitivo».
Esos «parpadeos» del instante los proyecta Paz, poéticamente, en la imagen del pájaro y más concretamente en la del colibrí: esa pequeña ave que se enseñorea sobre la naturaleza y liba el néctar de las flores; que se pasea vertiginosamente sobre el jardín ¾ con rapidez y soltura¾ , dando la impresión de que es poco corpórea y casi etérea: Quieto/ no en la rama/ en el aire/ No en el aire/ en el instante/ el colibrí (La exclamación).
Los espejos multiplican esas «pequeñas raciones de eternidad» como las miradas en los espejos de los que mutuamente se aman: Amar es perderse en el tiempo,/ ser espejo entre espejos. (Nocturno de San Ildefonso). El poeta busca afanosamente ¾ como el colibrí¾ las delicias del jardín escondido y siente ¾ por breves instantes¾ el palpitar de la eternidad. Son los espejos del colibrí.