Cualquiera que posea una elemental experiencia de la vida sabe que al tomar una determinación elevada, siempre surge un principio de oposición. Basta con que se proponga un ideal superior para sentir poco tiempo después una fuerza contraria que lo impulsa a abandonarlo: inclinaciones cultivadas en los viveros del capricho, que crecen y se yerguen para expulsar los ideales que quieren compartir con ellos con los caprichos el dominio del alma.
Y si no estamos atentos a tales voces inarmónicas, que al principio sólo se insinúan con timidez, van invadiendo nuestros espacios interiores, encontrando resonancia en nuestro congénito desorden, y debilitando poco a poco nuestros propósitos, hasta convertir la vida, como lo vemos en tantos, en un erial de infecundidad. Lo infecundo no sólo se da en el desierto; también en las exuberancias selváticas en donde todo ha crecido al desgaire de la espontaneidad salvaje y asistemática.
Seamos coherentes. Si un día nos proponemos alcanzar determinada meta, una determinada cualidad, por ejemplo, no podemos conservar en el alma el vicio contrario. Es preciso optar con seriedad. El alpinista que se apasiona por la cumbre se agarra también con pasión a la cuerda que lo lleva a la cima, aunque lo amarre y le queme las manos. El trabajo nos brinda la ocasión de ser tenaces en aquello que comenzamos, dentro de un mundo de proyectos incipientes y abortados.
Espejos para Narciso
Hay un peligro fundamental para la constancia que es la vanidad, la cual se presenta como la forma más femenina del orgullo, aunque esté bien a la vista que no son sólo las mujeres quienes la padecen; quien se deja dominar por ella nunca podrá ser fiel a un proyecto serio. La vanidad es un veneno mortal para cualquier empresa de valor, y por valiosa, ardua. Porque toda empresa superior exige muchas horas de trabajo oculto, y la vanidad, herida por la penumbra y el anonimato derrama, por la llaga abierta, pereza y tedio, hasta ahogar las mejores determinaciones.
La vanidad puede definirse como afán de logro a plazo y esfuerzo cero. Sin paciencia y esfuerzo nada se consigue, más que brillo momentáneo. Hay dos maneras de iluminar: por el esplendor que se lleva dentro o por el brillo que se refleja de fuera. El mal de nuestro tiempo es que huye del esfuerzo y por ello valora lo brillante.
Las horas dedicadas a lo básico, poco atractivas, poco brillantes, pero fundamentales; esos trabajos domésticos, de los que ninguno quedamos disculpados, aparentemente vulgares pero necesarios, porque son los que dan el verdadero esplendor a nuestra vida; esa persistente y a veces árida tarea del cuidado y atención de los hijos; esas luchas sordas en los cimientos del alma para dominar el temperamento y adquirir un carácter…; todas esas ocupaciones, aparentemente sin brillo pero con profundo resplandor interno favorecen poco las exigencias llamativas de la vanidad, que se rebela irritada e impone en forma dictatorial su deseo de llamar la atención destruyendo la perseverancia exigida siempre por los grandes ideales.
Una persona madura comprende que para perseverar en cualquier camino es necesario desprenderse de la vanagloria. Sabe que las empresas constructivas no tienen generalmente una expresión espectacular, no ofrecen espejos para recrear nuestro narcisismo. Está convencida de que el auténtico héroe no es aquel que en un gesto de audacia brilla momentáneamente en el firmamento de la historia al ritmo de marchas brillantes. No ignora que la verdadera heroicidad reside en el cumplimiento del deber un día y otro, hasta el fin, al margen de aplausos y de himnos triunfales. El hombre maduro es el padre fiel, la madre dedicada, el trabajador tenazmente responsable en sus obligaciones cotidianas.
Igualito que gallinas
Keller es un conocido biólogo contemporáneo que dedicó sus trabajos científicos al estudio de la inteligencia de las gallinas (tarea aparentemente inútil porque todos sabemos que las gallinas carecen de ella). Llamó la atención de Keller la falta de sistema, la ausencia de una conducta coherente, de un rastro racional en cada picotazo de cada gallina que se lanza sobre su alimento con una avidez inconsciente. La ausencia de constancia vital hace que nuestra vida, como el alimento de las gallinas de Keller, quede marcada por una profunda incoherencia, por aficiones que no tienen continuidad, por intentos pasajeros, por proyectos intrínsecamente contradictorios. Al final, nuestra vida no presenta una línea de proyecto, sino una huella cacariza de puros picotazos. No se puede ser presidente de la General Motors y campeón mundial de golf al mismo tiempo. No se puede ganar el premio Nobel en física y en literatura. No se puede ser simultáneamente el mejor abogado y el mejor ingeniero. Es necesario insisto optar. Cada opción nos priva de un abanico millonario de posibilidades, a las que renunciamos: la constancia por esto significa sobre todo renuncia. Pero es necesario hacer ver que, si bien cada opción cancela un omnímodo horizonte, abre otro panorama millonario igualmente de nuevas y más amplias posibilidades.
El armazón, la estructura, el esqueleto que sostiene a la constancia es la humildad. El orgullo vanidoso sirve de estimulante para aquellas tareas que exaltan la propia excelencia, pero tal estímulo, por ser artificial como una droga, lleva fácilmente, con una oscilación pendular, al abatimiento. Y es éste el primer motivo por el que el orgullo, la vanidad, la falta de un talante humilde, conduce a una inconstancia superficial.
Máscara vs. rostro
El hombre orgulloso arma en su imaginación un marco dorado mucho más grande que su retrato. Y después intenta estirar la imagen de su personalidad para que resulte proporcional al marco fabricado: agiganta cualidades inexistentes, inventa virtudes que no posee, esconde defectos que son obvios, hace hábil propaganda de sus merecimientos, representa fingiendo lo que no es, amplía al máximo sus presuntas posibilidades; va estirando, estirando su figura hasta reventar como la goma que sobrepasa el límite de su elasticidad.
Esta tendencia al gigantismo primero anima, después inquieta y finalmente agota; porque nadie puede pasar por la vida entera representando una obra teatral. Y si en este momento de estafa, no se tiene la suficiente clarividencia para diagnosticar el origen del desaliento, al ver su imagen prefabricada hecha pedazos o reducida a un punto insignificante, puede caer en un estado de frustración inconsolable.
Porque una farsa semejante conduce al hombre orgulloso a ocultar sus limitaciones y fallas, ya sea para no sentir la vergüenza de confesarlas, ya sea para no provocar en los demás ideas menos favorables, pues «debe conservar su imagen», y sin darse cuenta, poco a poco, va falseando su personalidad de acuerdo con el papel que, según él, debe representar en cada momento.
Si representa el papel de un modo inteligente llegará a engañar a los demás y hasta a sí mismo logrando confundir la máscara con el rostro. Pero su debilidad interna lejos de disminuir aumenta, y puede suceder lo que acontece con esos árboles gigantescos, que no resisten la fuerza del vendaval, mientras otros, aparentemente débiles, salen airosamente de la prueba. La apariencia robusta de los primeros, escondía la putrefacción de sus raíces.
Será entonces necesario enseñarle a no soñar con fantasías; a que desee lo máximo dentro de sus limitadas posibilidades, las cuales se van ampliando en forma progresiva a cada momento, si es constante; a ser idealista en el sentido acertado del término; como decía Gilbert Chesterton: habrá que ser el idealista que realiza el ideal y no el que idealiza la realidad.
Cuando nadie me merece
Pero hay un segundo motivo por el que el amor propio nos hace pasar a la inconstancia: el hombre orgulloso, el hombre movido por la vanidad, es impaciente. Basta analizar la naturaleza desmedida de sus pretensiones: el orgullo desea su realización de un modo inmediato e inaplazable. Los objetivos que caen bajo la mirada de su ambición adquieren una importancia tal que no admite ni el fracaso ni la demora. Hay un contraste evidente entre la máxima altura de sus metas y el mínimo plazo previsto para alcanzarlas.
Es que no concibe que pueda haber fallas en su personalidad. Más aún, piensa que tiene el derecho de recibir sin dilación ese título o ese privilegio precisamente a causa de su valor personal y no de su tesonero trabajo. Es como si no reconociera las limitaciones propias de toda creatura, y quisiera que sus deseos se hicieran efectivos inmediatamente, por el mero impulso de su querer: como si fuese Dios.
Por eso no sabe esperar, no comprende que es inseparable de la condición humana la necesidad de que entre el proyecto y su realización exista un intervalo de tiempo a veces largo que debe ser superado con paciencia.
Porque el responsable de la demora de su éxito, según piensa, no es su manera de ser y de actuar, sino, conforme a cada caso, la escuela, la familia, la empresa, los compañeros, los superiores, los parientes políticos… que no reconocen sus cualidades, ni le retribuyen como merece. Y probablemente abandonará la tarea con despecho, inculpando a tales circunstancias exteriores y disculpándose siempre a sí mismo.
Pero, además, la presunción, que acompaña habitualmente al orgullo, induce a despreciar las medidas normales de prudencia que son garantía de seguridad.
Una persona que tenga conciencia de sus limitaciones y flaquezas y todos las padecemos está inclinada a ponderar y agradecer los consejos que le llaman la atención sobre algún peligro y señalan las precauciones necesarias para el buen éxito de una tarea. El hombre presuntuoso, por el contrario, piensa con frecuencia que esos consejos podrían quizá ser útiles para la mayoría de las personas, pero no para aquellos que, como él, poseen una capacidad superior.
Por eso no le agrada recibir advertencias: ¿será que no saben que soy lo suficientemente sagaz para descubrir por mi cuenta todas estas cosas? Incluso puede decir seriamente aquello que irónicamente escribía un conocido pensador contemporáneo: «Muchas gracias; no necesito de su consejo; ¡sé equivocarme yo solo!».
El susodicho plato de lentejas
Pero hay otro enemigo de la constancia muy experimentado por todos, que denominamos pereza. La pereza es un modo de actuar o dejar de actuar conducido por el gusto momentáneo. Si el criterio de nuestra conducta fuera el agrado o desagrado, el gusto o disgusto, ¿quién cumpliría con su deber?, ¿quién se levantaría a la seis de la mañana para ir al trabajo o a la escuela?, ¿quién saldría de su casa cuando se encuentra cansado o está lloviendo, para visitar a un amigo enfermo o a un pariente necesitado?, ¿quién sería fiel al matrimonio cuando a la esposa o al marido les ataca el «virus» de la neurastenia?
Pues eso es lo que hace quien está perezosamente dominado por el gusto; no perseverará en ninguno de sus compromisos, se dejará vencer por el clima vegetativo del lecho a la hora de levantarse, abandonará los libros para divertirse, cambiará la esposa enferma por la secretaria bonita, será incapaz de poner a Dios por encima de su comodidad, buscará distracciones agradables que lo alejen de su hogar cuando sienta que la mujer o los hijos son una carga…
¿No es cierto que si alguien nos dice, sin alegar otros argumentos: «hago esto porque me gusta o dejo de hacerlo porque no me es agradable», parece que afirma que la vida está hecha para ser saboreada como un helado de fresa o un refresco de soda?
Este hombre existe. Este hombre dominado por la ley del gusto se encarna de alguna manera en nosotros. No es para sorprenderse. Cada uno trae un Esaú escondido en su fragilidad y en cualquier momento pierde la primogenitura por un plato de lentejas.
¿Por qué extrañarse tanto del comportamiento de este personaje bíblico si leemos todos los días el mismo pasaje en la vida de quien arroja veinte años de fidelidad y los cambia por un amor epidérmico?
Es evidente que quien toma como criterio rector de su vida seguir lo menos costoso o lo más sabroso no podrá ser fiel a ningún compromiso, no podrá estar ahora a punto de recibir un certificado por su fin de carrera. Fracasará en todo lo que emprenda, terminará vendiéndose a quien pague por sus proyectos el precio de una sensación más intensa y, por último, llegará a sentir mucho más ardientemente que en cualquier deleite el mordisco de la frustración.
La pereza no es, en resumidas cuentas, sino una manifestación de esta sensibilidad descontrolada que busca satisfacer el placer del menor esfuerzo, lo cual puede llegar a transformarse en algo tan dominante como la más poderosa de las pasiones. Según decía Jaime Balmes, «el hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero ama también el no hacer nada, verdadero gozo al que a veces sacrifica su reputación y su bienestar».
La pereza, la pasión del reposo, tiene una ventaja para triunfar sobre las demás pasiones: que nada exige de nosotros. En efecto, el objeto de la inacción es meramente negativo, hasta los placeres más rastreros no se alcanzan sin procurar obtenerlos; son incluso el premio de ciertos esfuerzos. Toda pasión demanda labor, excepto la pereza, que nada exige. Al perezoso le satisface mejor estar sentado que de pie; acostado que sentado, dormido que despierto: su tendencia es la propia nada; la nada es su ideal más alto, su límite extremo. Dice el propio Balmes que cuanto más se aniquila el perezoso en su existencia, más feliz parece.
Por no reparar la gotera
Es evidente que esta pasión de la ociosidad, esta negligencia del comportamiento es una fuente copiosa de infidelidades e inconstancias. Al perezoso le cansa sobre todo la continuidad onerosa que exige las realizaciones de cualquier proyecto, la monotonía que es inherente a toda ocupación reiterada.
No hay muro, no hay ideal que se mantenga en pie cuando quien pretende sustentarlo hace continuamente pequeñas concesiones a la flojera: un poco de atraso o de interrupción en el horario de estudio o de trabajo, un inútil programa de televisión, un postergar los asuntos más pesados, un descuido en la firmeza del propósito… y la inconstancia va haciendo su trabajo demoledor, y el muro se va desbaratando. Decía con razón una antigua cancioncilla popular: «por no reparar a su tiempo una gotera, se le calló a don Tomás la casa entera».
El libro de los Proverbios define con mucho más exactitud al inconstante: Vult et non vult. ¡Piger! «Ahora quieres, ahora no quieres. ¡Eres un perezoso!» (Prov.13,4). El inconstante y el holgazán, en el texto bíblico, son pues dos personalidades que se identifican.
Afirma Balmes: «La inconstancia no es en el fondo sino una pereza disfrazada. La inconstancia sustituye un trabajo por otro para evitar la molestia de sujetar la atención y para huir del encadenamiento que implica toda acción determinada. Los proyectos (son para el inconstante) amplia carrera abierta a las divagaciones, pues ninguna sujeción exigen del espíritu. Es también por eso que sucesiva y simultáneamente gustará de emprender muchas cosas, con la condición de no llevar a cabo ninguna».
Hoy existe una tendencia cultural para gozar de los frutos del trabajo sin sufrir sus fatigas, pero ha de recordarse también la existencia de una ley universal que nos enseña que no hay progreso sin trabajo. La pereza y la inconstancia revelan un paralelismo tan perfecto como el que guardan entre sí la laboriosidad y la perseverancia.
El laborioso vence antes y mejor que el inteligente en todos los terrenos; aquel que vence la pereza llega más lejos que el superdotado.
Es verdad que la inconstancia puede también resultar no tanto de factores internos como la vanidad y la pereza- sino de obstáculos externos y objetivos que se interponen en nuestro camino.
Constantes, confiables, estables
La vida no es fácil. Estamos expuestos en cualquier momento a ser sorprendidos por un problema económico, un accidente, una injusticia, un mal negocio, un cambio adverso de circunstancias políticas o sociales, o como se dice en el lenguaje aeronáutico, una turbulencia fortuita o cualquier otro motivo que se levante como una muralla frenando nuestro avance. Puede suceder entonces que algo dentro de nosotros quiera aliarse a esa dificultad externa dando paso al derrotismo.
Hay impedimentos sin duda insalvables. Pero casi siempre es posible superarlos con tenacidad o por lo menos desviarnos por veredas laterales que quizá hacen más largo el itinerario, pero llevan igualmente a la meta.
Sin embargo, para llegar a poseer esta firmeza, es necesario, antes que otra cosa, asimilar la primera lección que nos enseñan los hombres fuertes: considerar las contrariedades como asuntos de rutina, de «ordinaria administración»; hacernos personas «a prueba de pruebas», como escribió Josemaría Escrivá a Isidoro Zorzano.
Quien diseña su vida como libro de aventuras o telenovela sentimental, quien siempre tuvo a mano todos los recursos económicos, todas las facilidades sociales, todo el confort, no está preparado para ganar las grandes jugadas de la vida. Quien no supo dominar sus gustos, quien jamás se esforzó por controlar su temperamento y disciplinar sus defectos, no posee reservas de energía suficientes para superar con éxito esas pruebas que miden el verdadero valor de nuestra vida. Es como si tuviera, en el orden moral, un organismo carente de defensas. Si una enfermedad grave lo ataca, no será capaz de sobrevivir. Los mimados de la vida son los menos idóneos para enfrentar las dificultades. No supieron nutrir su alma con alimentos fuertes, no se preocuparon por vencer los pequeños obstáculos a fin de vacunarse contra los grandes; y cuando éstos aparezcan, no dispondrán de vitalidad suficiente para vencerlos; carecerán del espíritu deportivo y vigoroso, y les faltará la estructura férrea de un hombre educado en la escuela de la austeridad.
Como estacas de hierro incrustadas en un bloque de concreto, inamovibles, así tenemos que aprender desde la juventud, familiarizándonos con las privaciones, la falta de comodidades, la escasez, las separaciones, no buscándolas insensata y masoquistamente, sino acogiéndolas, con garbo, como el que rige su vida y no penosamente la soporta; no como esclavo sino como señor. Sólo así lograremos doblegar la dureza de la existencia y sacarle el jugo a lo mucho que tiene de grato. Y así, seguir siendo, como quería Cicerón de sus amigos, constans, fidus, gravis, constantes, dignos de confianza y estables.