La grieta de la felicidad

Una universitaria me contaba la fuerte impresión que experimentó. Subió al autobús y al sentarse se dio cuenta que delante iba un hombre de edad avanzada, mal arreglado, que desprendía un olor desagradable. Ella comenzó a criticarlo interiormente, por la molestia que le producía, pero rectificó su actitud y decidió conversar con él.
En ese momento, cayó en la cuenta de que era ciego. Se sobrepuso e hizo la primera pregunta, él respondió con una sonrisa que descubría una dentadura precaria e incompleta. La compasión de ella aumentó. Él le contó que vivía solo, en una pensión, y trabajaba como bolero en el centro de la ciudad. Reflejaba paz al hablar de su vida. Se despidieron, y al bajar del autobús, vio que por la otra puerta su recién conocido también descendía pero auxiliado por otra persona.
Entonces descubrió que caminaba con dificultad, porque tenía una pata de palo. Al aproximarse, y aunque parecía increíble, observó que aquel hombre, ciego y cojo, ¡también era manco! No lo creía. No podía entender cómo una persona así era capaz de seguir viviendo.
Entonces le preguntó, sin pensarlo demasiado, si no le había pasado alguna vez por la cabeza el deseo de dejar este mundo. Y el hombre, sonriente y con la misma paz que reflejaba desde el principio, le dijo que no tenía ninguna prisa, que estaba contento por estar en manos de Dios. Ella concluyó, sin comprenderlo, que su nuevo amigo era feliz, a pesar de sus múltiples limitaciones.
Por contraste y paradójicamente, no es difícil encontrar personas que lo tienen todo, humanamente hablando salud, riqueza, poder, éxito y sin embargo no son felices. Caso llamativo es Kurt Cobain, vocalista del grupo Nirvana, conocido mundialmente. Con poco más de 30 años, a finales de 1994, se quitó la vida en un hotel de Londres, con una sobredosis de droga. En dos ocasiones ya lo había intentado.
Dejó una carta afirmando que no era feliz, que se odiaba a sí mismo y por eso ponía fin a su existencia. Cuando murió, Nirvana llevaba cosechados varios discos de oro por sus altas ventas en el mercado mundial, y se encontraba en la cumbre del éxito. ¿Por qué terminaba de esta forma trágica y enigmática la vida de quien, a los ojos de la multitud, debería ser la encarnación de la felicidad? ¿Por qué Cobain era infeliz, hasta el punto de acabar negando su existencia, mientras que el viejo del autobús poseía una felicidad que parecía proceder de lo más íntimo de su ser?
Muchas causas intervienen en la conformación de la felicidad y, paralelamente, explican por qué alguien es o deja de ser feliz. Centrémonos en una sola que puede arrojar luces importantes en el apasionante problema de la felicidad. Se trata de la relación entre expectativas y realizaciones personales, es decir, metas y resultados, de cuya correspondencia o falta de correspondencia depende muchas veces que la persona sea o no feliz, porque «la felicidad nace de la conformidad íntima entre lo que se quiere y lo que se vive». Pero el tema no debe simplificarse, ya que su tratamiento completo exige muchos matices.

Felicidad: realización de la pretensión

Cuando se pretende encontrar la felicidad en realidades que carecen de entidad suficiente para satisfacer las necesidades más profundas como serían la posesión de bienes materiales, el placer o la fama el resultado es necesariamente negativo.
Sin embargo, otro tanto puede ocurrir y esto interesa analizar cuando la persona se propone objetivos que pueden encerrar riqueza en sí mismos, ser capaces teóricamente de satisfacer los requerimientos interiores no sólo materiales, pero por alguna razón no los alcanza. Sobreviene entonces la infelicidad en forma de insatisfacción.
Y es que la felicidad, en buena medida, depende de que uno consiga lo que se propone, porque de estos logros deriva un estado interior de satisfacción que nos hace felices. Julián Marías afirma: «la felicidad consiste en la realización de la pretensión». Cuando ésta se refiere a la totalidad de la vida, diremos con Spaemann que la felicidad se identifica con «la vida lograda».
La grieta
En sentido contrario, la distancia entre los objetivos propuestos y los resultados obtenidos, entre las expectativas y las realizaciones es fuente de infelicidad. Al espacio que se abre entre ambos extremos podemos denominarlo la grieta de la infelicidad o, mejor aún, la grieta en la felicidad: mientras mayor es la distancia entre esos extremos, más se abre y, en consecuencia, crece la insatisfacción o se produce incluso la frustración. ¿Qué la origina? ¿Por qué muchas veces los resultados quedan lejanos de los objetivos?
Antes de contestar estas preguntas descartemos una posible falacia, que podría presentarse en forma de tentación. Consistiría en el intento de eliminar la grieta en la felicidad, reduciendo al mínimo las metas y las expectativas. Por este camino lo que se reduciría sería la persona misma, al carecer de objetivos e ideales en su vida.
El ser humano, si quiere ser feliz, necesita crecer, dar de sí, poner en juego sus capacidades, lo cual sólo es posible si tiene a la vista metas valiosas que lo atraigan. Más aún, las metas han de ser lo suficientemente altas, que le exijan dar todo lo que esté a su alcance, según sus capacidades, y en esa misma medida irá siendo feliz, porque «la felicidad consiste en alcanzar la plenitud».
Las características que explican la falta de ajuste entre las expectativas y las realizaciones, como fuente de infelicidad, son:
1. El idealista: objetivos utópicos
Hay metas reservadas a unos cuantos, especialmente dotados para ellas, por su alto grado de dificultad y por requerir cualidades excepcionales. Cuando una persona que posee una capacidad normal se propone esas metas, provoca la grieta y sufre la decepción consiguiente.
A estas personas las solemos calificar de idealistas, utópicas, por su falta de objetividad al proponerse ideales inalcanzables. Reflejan falta de madurez y no son felices: «La felicidad en sentido estricto y tal como la puede entender un adolescente es pura utopía; por eso, con mucha frecuencia, el adulto es más feliz que el joven, porque conoce más y tiene “más los pies sobre la tierra”, es más realista y no pide lo imposible».
Ordinariamente, esa manera de enfocar la vida produce un conflicto interno, porque los hechos siempre se quedan cortos respecto a lo esperado. Vive deseando lo que no le corresponde, aspirando a lo que no logrará, en una palabra, alimentando ilusiones irrealizables. Además, con frecuencia, su idealismo le impide rectificar o modificar sus expectativas para que se acoplen a sus posibilidades, a pesar de lo que la experiencia le demuestra.
Esto suele producir un estado latente de frustración e infelicidad, que en algunos casos puede romper a la persona o conducirla abruptamente al extremo opuesto: al abandono de todo ideal, para sumirse en la indiferencia.
Ante el peligro de la utopía en los ideales, viene bien el siguiente consejo que invita al realismo: «Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística hojalatera ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!…, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor».
La solución en los casos de utopía no está, evidentemente, en eliminar los ideales «si jamás tienes un sueño, jamás un sueño se te hará realidad» dice una canción, sino en ajustarlos a las propias capacidades. En saber renunciar a lo que está reservado a personas con dotes excepcionales, para proponerse metas proporcionadas a lo que uno puede dar, incluso un poco más altas para asegurar que se da todo lo posible. De esta manera, las expectativas se alcanzan y la felicidad se incrementa.
El atleta que salta dos metros y tiene capacidad para llegar a dos veinte, podrá proponerse una marca un poco mayor para llegar a su capacidad y, si lo logra, experimentará la satisfacción de haber dado todo lo que podía dar.
En el proceso, ciertamente, sabrá distinguir entre la meta final y los objetivos parciales e inmediatos: si salta dos metros, intentará saltar cinco centímetros más, y así sucesivamente, hasta llegar al resultado final, que le hará feliz.
Lo mismo vale para la vida personal, en términos más amplios. La oración de los alcohólicos anónimos expresa muy bien la actitud realista que hemos de adoptar ante los ideales, en función de nuestras capacidades: «Señor, concédeme coraje para cambiar las cosas que pueden y deben cambiarse, serenidad para aceptar las cosas que no pueden cambiarse, y sabiduría para establecer la diferencia».
2. Quien no reconoce sus propias limitaciones
Un caso parecido al anterior, aunque con matices distintos, es el de quien se propone metas normales, es decir asequibles a personas ordinarias no excepcionales, como en el caso del idealista utópico, pero que no son apropiadas para él porque posee ciertas limitaciones que le impiden alcanzarlas. Aquí la situación puede tornarse un tanto dramática, porque se trata de renunciar a lo que muchos, con relativa facilidad, suelen conseguir. La soberbia humana puede ponerse de pie en estos casos, en forma de rebeldía, y dificultar la aceptación de las propias limitaciones.
Quien pretende cantar o tocar un instrumento musical y carece por completo de oído y entonación; el que se empeña en ser un empresario competente en su actividad profesional y sus características lo tipifican claramente como empleado; el que desea competir en el maratón de la ciudad pero tiene atrofiadas las rodillas; o la jovencita que anhela presentarse a un concurso de belleza y no se ha dado cuenta de que ése no es su sitio… En todos estos casos el resultado vuelve a ser el mismo: se abre una grieta entre lo que se quisiera alcanzar y lo que de hecho se logra, con el agravante de que aquello que no se consigue aparece como asequible para numerosas personas.
El problema deberá resolverse primariamente aceptando las propias limitaciones, reconociendo que, para ciertas cosas, se tienen carencias por debajo de la media, sin que esto signifique que no se tengan otras capacidades. Mientras no se da este paso, los intentos fallidos por conseguir lo imposible pueden sucederse una y otra vez, generando infelicidad. La grieta se abrirá cada vez más y la persona acabará frustrándose.
En cambio, quien sea capaz de reconocer sus limitaciones, sabrá ajustar sus objetivos a sus posibilidades personales, reduciendo sus expectativas en aquello para lo que está menos dotado y proponiéndose resultados ambiciosos y proporcionados donde pueda llegar más lejos. Y siempre con visión positiva, como aquel que recomendaba: «si te sientes infeliz por todo lo que quisieras tener y no tienes, ¡piensa en todo lo que no tienes y que no quisieras tener!»
Algunas de esas metas tendrán que ser concretas y precisas, y como tales habrán de proponerse; por ejemplo, si curso una carrera universitaria, tengo como objetivo obtener el título que culmina el proceso académico; si llevo un negocio, me propongo conseguir determinadas utilidades en un tiempo preciso.
En estos casos el resultado se da o no se da y, por tanto, produce felicidad o frustración, respectivamente. En cambio, existen otras metas menos medibles o cuantificables, porque tienen un carácter más cualitativo, y como tales habrá que asumirlas; por ejemplo, el logro de una virtud o el llegar a ser una persona culta.
Aquí nunca podrá decirse que el objetivo ha sido plenamente alcanzado, porque siempre admitirá mayor intensidad, pero esto no producirá infelicidad ya que, estrictamente hablando, no habrá grieta alguna entre la expectativa y su realización: cuando se adquiere una virtud, la meta se ha logrado, con el consiguiente enriquecimiento para la persona, aunque se pueda seguir progresando en ella. Diríamos, en lenguaje coloquial, que aquí todo es ganancia, porque todo colabora a incrementar la felicidad.
3. El que pretende lo que no le corresponde
Otro modo de abrir la grieta en la felicidad consiste en proponerse objetivos que, siendo buenos en sí mismos, válidos para otras personas, e incluso asequibles para las propias posibilidades, resultan incompatibles con la situación personal.
Esta incompatibilidad deriva de los compromisos que se han asumido, respecto de los cuales ciertos objetivos suponen contradicción o desorden. El casado que desea una mujer que no es su esposa; el padre de familia que quiere realizar estudios en el extranjero, cuando necesita trabajar para mantener a sus hijos; el estudiante de una carrera absorbente que pretende, al mismo tiempo, ser un profesional del deporte, etcétera.
En estos casos, la grieta de la infelicidad se abre desde el principio, y de distinta forma que en los casos anteriores, porque se trata de una separación previa a la distinción entre pretensión y realización.
El rompimiento que genera la grieta radica precisamente en la incompatibilidad, para el perfeccionamiento del hombre y en consecuencia para su felicidad, entre el objetivo y lo que a esa persona conviene.
Lo anterior hace que la diferencia entre realizar o no la pretensión resulte secundaria, porque en cualquier caso se dará la grieta con su consecuente infelicidad, aunque ciertamente existan diferencias. Si se lleva a la práctica lo que se pretende, habrá desorden en la conducta y, como consecuencia, se experimentará una infelicidad que corresponde a la frustración que la naturaleza humana padece cuando actúa en forma contraria a su fin.
Este fenómeno suele aparecer en la conciencia y en el corazón en forma de remordimiento y vacío interior, síntomas evidentes de infelicidad. Si, por el contrario, el deseo no se realiza, si todo se queda en añoranzas subjetivas, la grieta también permanecerá abierta, tanto por el desorden en la dirección de los deseos, como por la falta de realización de la pretensión (que en este caso se agravaría si se realizara). Hay personas que viven deseando lo que no les corresponde, de añorar en todo momento lo que resulta incompatible con su situación.
Estas personas se hacen infelices por su desubicación en la vida. «Si, en condiciones objetivamente favorables, no nos sentimos identificados con aquello que estamos siendo (…), que estamos viviendo, no podemos decir que somos felices».
El único camino razonable para resolver esas situaciones consistirá en apartar de la mente aquellas posibilidades perturbadoras, por su incompatibilidad con la situación personal, e identificarse plenamente con la vocación que cada uno tenga, con lo que está llamado a hacer de su vida. Más concretamente para los creyentes, quien descubre lo que Dios espera de él y coloca todas sus energías al servicio de esa meta, alcanza el más alto grado de felicidad en esta vida.
Esto supone dos cosas indispensables: renunciar a todo aquello que se oponga a los planes de Dios para mí, y aceptar plenamente todo lo que forme parte de ellos, aunque muchas veces no resulte propiamente agradable o placentero. Es evidente que la felicidad que de aquí deriva es mucho más profunda que aquella otra que ofrece las realidades puramente temporales.
4. El perezoso que no pone esfuerzo
Otras veces, el origen de la grieta no procede del enfoque sobre los objetivos ni de la falta de adecuación con nuestras posibilidades, sino de una anomalía en la voluntad: la falta de esfuerzo para llevarlos a cabo. Aquí la meta puede ser acertada, porque se trata de algo conveniente y asequible llegar a ser médico, educar adecuadamente a los hijos, pero luego no se ponen los medios no se estudia durante la carrera de medicina, no se dedica tiempo a la familia, y así el objetivo no se alcanza.
Lo mismo ocurre cuando se opta por un ideal más cualitativo: si no se lucha por lograr esa meta, si no se pone un empeño continuado, no tardará en aparecer la infelicidad en forma de insatisfacción, por la incoherencia que supone querer algo favorable y no lograrlo.
Concluimos: no se puede ser feliz sin una voluntad fuerte, capaz de realizar proyectos vitales. Y, como sabemos, la voluntad se fortalece ejercitándola, mediante la sucesión de actos que suponen esfuerzo. Hay situaciones que pueden facilitar e incluso acelerar el proceso de fortalecimiento, como aquellas en que deben afrontarse dificultades, situaciones adversas.
«Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras externamente se desenvuelven con aspecto próspero, se tornan débiles, frágiles y quebradizos, y cualquier cosa los hiere fácilmente; por el contrario, los que viven en la cumbre de las montañas más altas, agitados por muchos y fuertes vientos, y están constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos por frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro».
Quien es capaz de conseguir lo que se propone, porque su voluntad le responde en los diversos momentos del proceso, experimenta una felicidad habitual.
5. Perseguir objetivos dispersos o excesivos
La consecución de los objetivos exige orden y jerarquía, para aplicar esfuerzo justamente donde se requiere y lograr así su cometido. Hay dos modos contrarios a esta manera de proceder: proponernos metas desconectadas entre sí, o pretender más objetivos de los que podemos obtener. En ambos casos la grieta en la felicidad aparece, sencillamente, porque no se consigue lo que se quiere. La dispersión o el exceso de objetivos hacen imposible la eficacia del esfuerzo.
En palabras de Carlos Llano, «la capacidad (de esfuerzo) se habrá de concentrar en aquellas finalidades que sean verdaderamente valiosas, so pena que nuestro esfuerzo haya de dispersarse en diversas direcciones, con peligro de no llevar a término ninguna de ellas. Ésta es la razón por la que muchos esfuerzos, incluso titánicos, resultan ineficaces: porque son muchos. Esta aplicación puntiforme del esfuerzo resulta tan superficial que no suele, por lo demás, dejar huella o poso alguno en el individuo, al menos huella o poso positivos».
A veces, bajo esta dispersión de intereses que puede generar activismo en forma de movimiento continuo y acelerado, se encubre la pereza de quien no es capaz de esforzarse en serio y con profundidad para conseguir resultados, o de quien incluso huye de sus responsabilidades.
Quienes padecen esta anomalía viven habitualmente entretenidos en múltiples actividades, pero en un latente peligro de que aflore una insatisfacción acumulada por su falta de logros, que generaría una infelicidad radical. La solución en estos casos exige aprender a ordenar las metas y a luchar por alcanzarlas una a una, aplicando en cada momento toda la capacidad de esfuerzo disponible, como si las demás no existieran.
Conforme se vaya logrando cada objetivo de uno en uno, insistimos, la persona irá recobrando confianza en sus capacidades y satisfacción por sus logros. Tal vez comience a experimentar una felicidad hasta entonces desconocida.
6. El egocéntrico: siempre insatisfecho por lo que recibe
Una última forma es aquella que procede de la distancia entre lo que se espera de los demás y lo que se recibe. El caso extremo es el de la persona egocéntrica que se siente con el derecho a recibir mucho más de lo que merece, principalmente en atenciones, afectos, consideraciones especiales. Aquí la grieta está patológicamente abierta la persona jamás queda satisfecha con lo que le dan y resulta imposible cerrarla, mientras no supere el egoísmo que le impide apreciar lo que recibe.
Cuando esto ocurre entre personas que se aman, la infelicidad se puede presentar en forma de aburrimiento y petrificación, como lo ha advertido Octavio Paz: «El gran peligro que acecha a los amantes, la trampa mortal en que caen muchos, es el egoísmo.
El castigo no se hace esperar: los amantes no ven nada ni a nadie que no sea ellos mismos hasta que se petrifican… o se aburren. El egoísmo es un pozo. Para salir al aire libre, hay que mirar más allá de nosotros mismos: allá está el mundo y nos espera».
Al egocéntrico se opone la persona generosa, que vive para dar, no para recibir, que ha comprendido aquellas palabras de Kierkegaard, «(…) la puerta de la felicidad no se abre hacia dentro; la puerta de la felicidad se abre hacia fuera», es decir, hacia los otros.
Quien así vive, cuando recibe, siempre agradece; cuando no, le quita importancia. Tiene expectativas bajas respecto de lo que los demás deben hacer por él y esto favorece su felicidad: como no espera, lo que recibe rebasa su expectativa. Además, esa misma actitud provoca que reciba más, con lo que su felicidad crece continuamente.
Concluyamos estos análisis destacando las ideas principales. Si la felicidad consiste en la realización de la pretensión, para ser feliz se requiere:
* metas u objetivos en la vida;
* metas adecuadas a las capacidades personales, lo que exige evitar objetivos utópicos y reconocer las propias limitaciones;
* dar todo lo que podamos dar, lo cual requiere metas amplias, ideales altos, que nos exijan, siempre dentro de nuestras posibilidades;
* identificarnos plenamente con nuestra vocación y vivirla con intensidad;
* luchar, con voluntad y esfuerzo, y añadimos, contando con la ayuda de Dios;
* organizar con claridad nuestros objetivos evitando la dispersión y el exceso;
* finalmente, vivir para los demás, buscando dar antes que recibir.
Tal vez el viejo del autobús, con el que comenzábamos estas líneas, había entendido mejor que el vocalista del grupo Nirvana que la felicidad consiste en la realización de la pretensión, y había sabido ajustar, con mayor precisión, sus expectativas a su realidad personal.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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