Hoy en día es frecuente buscar la felicidad donde no está. Entre los diversos caminos falsos, hay algunos que destacan y que podemos constatar con facilidad: la posesión de bienes materiales y la búsqueda del placer. Si preguntamos a un estudiante universitario para qué estudia, es probable que escuchemos la siguiente respuesta: “para prepararme y poder ganar después mucho dinero”. Si observamos qué otras cosas le mueven en la vida, no tardaremos en concluir que el deseo de pasarla bien, divertirse y encontrar sensaciones placenteras. En este contexto, el esfuerzo que hoy en día no está precisamente de moda sólo se justifica si trae como resultado un beneficio económico o una compensación sensible y placentera.
Hay otro ámbito, tal vez más sutil pero no por ello menos real, que cobra importancia entre las motivaciones que impulsan a la gente para tratar de ser feliz: el afán de reconocimiento por parte de los demás, la fama, el tener una posición en la vida, el status; en una palabra, la imagen personal. No hay más que observar la infelicidad que experimentan, por ejemplo, aquellas personas que, por reveses económicos, se ven obligadas a modificar su nivel de vida. Más que las privaciones objetivas en el orden material, parece pesarles la pérdida de imagen, el qué dirán los demás.
Para quien desea ser feliz y todos lo deseamos naturalmente es conveniente, en primer lugar, descartar esos ámbitos donde la felicidad no se encuentra, aunque lo parezca. Pero es preciso comprenderlo con argumentos que ofrezcan una suficiente explicación, y no sólo por intuición o por experiencia práctica. ¿Cuáles son las razones por las que la felicidad no puede identificarse ni con la posesión de bienes materiales, ni con el placer sensible, ni con la imagen social de una persona?
La infatigable carrera por tener
La vida humana, para vivirla con dignidad y conseguir el desarrollo que le corresponde, exige un mínimo de medios materiales. Parece oportuno subrayar la palabra mínimo, para dejar claro que la felicidad humana no depende del máximo de bienes materiales que se puedan adquirir. Veamos por qué.
Es un hecho de experiencia que la acumulación de dinero, de bienes materiales, no hace a la gente feliz. E incluso, no es infrecuente constatar la paradoja de que, mientras más se tiene, más infeliz se es. Quien luchó por alcanzar una posición relevante en la vida, basada en el éxito económico, porque pensó que así iba a ser feliz, se ha sentido decepcionado. Y es que el tener bienes materiales no satisface las ansias de felicidad que laten en el corazón del hombre. ¿Por qué?
Cuando la persona vive para los bienes materiales, para acumular riquezas, mientras más tiene, más desea poseer. Su apetito crece, progresivamente, conforme aumenta la posesión, al grado de extenderse hasta el infinito, como advierte Tomás de Aquino. Se genera un círculo vicioso que hace imposible la satisfacción del deseo: a mayor posesión, mayor apetencia; a mayor apetencia, mayor búsqueda de bienes materiales, y así sucesivamente. Esto provoca que la apetencia se aleje cada vez más de los bienes obtenidos, con lo que la insatisfacción se agudiza en la misma proporción. La distancia entre la ambición y los bienes que se poseen, ordinariamente es mayor en quien más tiene. Y si el que más tiene está apegado a lo que posee, la proporción se cumple siempre, con la consiguiente infelicidad. Por eso aquella máxima, que se atribuye a San Francisco de Asís, está llena de sabiduría: “deseo poco, y lo poco que deseo lo deseo poco”.
Desde otro punto de vista se entiende también por qué los bienes materiales no pueden proporcionar la felicidad. Sencillamente porque las necesidades más profundas que el hombre ha de satisfacer para ser feliz no son de orden material sino inmaterial. El dinero y las riquezas en general no pueden solucionar la necesidad de afecto que tiene una persona o el afán por conocer la verdad que late en el fondo de toda inteligencia humana. Las potencias superiores del hombre, como son inteligencia, voluntad y afectividad, crecen y se desarrollan mediante otro tipo de realidades de carácter no material, que son las que hacen al hombre ser más, a diferencia de la acumulación de objetos materiales, que lo reducen a tener más. Escuchemos a Octavio Paz: “Nuestro tiempo es simplista, sumario y brutal. Después de haber caído en la idolatría de los sistemas ideológicos, nuestro siglo ha terminado en la adoración de las Cosas. ¿Qué lugar tiene el amor en un mundo como el nuestro?”.
Hay una gran diferencia entre tener más y ser más. El tener esas cosas que se adoran no acrecienta el ser, cuya dilatación sí depende del amor. Más aún, el tener, cuando es desordenado, empequeñece el ser lo reduce, lo rebaja y, en esta misma medida, hace al hombre infeliz. Por ejemplo, el avaro se empobrece como persona y en su egoísmo sólo experimenta infelicidad. En cambio, la felicidad se encuentra estrechamente relacionada con el ser más, con ese cambio interior progresivo que procede de unos valores que transforman las potencialidades humanas, al enriquecerlas. Por eso, Juan Pablo II advierte que: “para el hombre, para las comunidades humanas, para las naciones y las sociedades, ser es más importante que tener. Es más importante lo que uno es que cuanto posee”.
La felicidad pide eternidad
Actualmente el bienestar material, el confort, la comodidad, y todo lo que produzca placer sensible o sensual, parece buscarse obsesivamente. Nos encontramos muy condicionados no determinados por toda una propaganda, con las técnicas más refinadas, para inclinarnos a la búsqueda de lo placentero, como si se tratase de un fin. De un fin que sería la fuente de la felicidad y que incluiría, por la misma razón, el rechazo del dolor. Así lo expresa Julián Marías: “Hay que buscar la felicidad del mayor número, la mayor cantidad de placer y el mínimo de dolor, y que los dolores sean transitorios y pasen pronto. Esto es lo que aproximadamente opina el mundo actual”.
La actitud no es nueva. Ya Horacio acuñó en su tiempo la expresión carpe diem!, que significa “aprovecha el momento”, “disfruta el día”, “no dejes pasar la oportunidad”, “vive el presente”. Esta postura identifica la felicidad con el placer inmediato e invita a olvidarse del futuro, que seguramente traerá complicaciones, trabajo, vejez, escasez de dinero, enfermedades y muerte. Lo que hay que hacer es disfrutar ahora y todo lo que se pueda. Hay que estar volcados en el presente: carpe diem! Si bien la actitud no es nueva, qué duda cabe de que en la actualidad se encuentra potenciada. Por eso resulta urgente contestar a la pregunta de si el placer puede satisfacer nuestro deseo de ser felices.
Sin caer en el extremo de los estoicos, que consideraban el placer como algo necesariamente malo, contrario a la naturaleza del hombre, sí podemos reconocer que el placer sensible, aun cuando es lícito y bueno, tiene la característica de ser transitorio: dura poco tiempo. La felicidad, en cambio, señala Pieper, “no es felicidad si no es perdurable; la felicidad pide eternidad”. De aquí que el placer, por su transitoriedad, por su fugacidad, no pueda resolver el problema de la felicidad. Quien centra su vida en el goce sensible tiene la experiencia de con qué angustiosa facilidad el placer se le escapa de las manos, las satisfacciones derivadas de momentos placenteros se desearían prolongar, pero se acaban. La consecuencia es el vacío interior, la frustración del que pretendía ser feliz por ese camino y quedó más insatisfecho de lo que se encontraba antes de la experiencia placentera.
Otra razón que explica por qué el placer no satisface, cuando se le busca como fin en sí mismo, como fuente de felicidad es, casi diríamos, de orden fisiológico. El que se inclina obsesivamente tras el placer tiende a echar mano, una y otra vez, reiterativamente, de los estímulos que le han producido sensaciones placenteras. Pues bien, resulta que la capacidad de disfrutar el placer, de deleitarse a partir de esos estímulos, se va atrofiando en proporción directa a la frecuencia e intensidad del estímulo: la sensación placentera, procedente de un mismo estímulo, es cada vez menor. Esto provoca que, si se persiste en la tendencia de buscar el placer a toda costa, se tenga que recurrir a estímulos cada vez más fuertes para compensar esa pérdida de capacidad en la apreciación sensible. Un ejemplo muy claro se da en las drogas y en el sexo. En las drogas, quien comienza con las llamadas drogas blandas tiene que saltar a las fuertes, porque el efecto de las primeras se va experimentando cada vez con menor intensidad. En el sexo, porque quien lo ha concebido como medio para saciar egoístamente su apetito concupiscible, nunca quedará satisfecho e irá a la búsqueda de nuevas experiencias, pensando que así alcanzará su objetivo; el resultado será, indefectiblemente, la insatisfacción sexual, originada por una dirección equivocada de esta actividad, al haberla reducido a un ejercicio exclusivamente placentero.
Las razones anteriores son suficientes para entender que la vida de una persona, si se centra en el objetivo del placer, acaba en el absurdo y en la contradicción. Y es que el hombre no está hecho para agotar su vida en las experiencias placenteras, sino para proyectarla hacia ideales más altos que le den sentido. Por eso Viktor Frankl afirma que: “si el placer fuese realmente el sentido de la vida, habría que llegar a la conclusión de que la vida carece, en rigor, de todo sentido”.
“Muriéndose de bienestar”
El placer puede también convertirse en el fin de la vida humana de manera más sutil, en forma de bienestar. El bienestar entendido como el conjunto de condiciones materiales básicas que permiten llevar una vida verdaderamente humana es algo que no necesita justificación. Pero cuando se convierte en el objetivo central de la vida y se le identifica con la comodidad material, suele llevar consigo la renuncia a valores superiores, de orden inmaterial y espiritual. Por eso se entiende lo que Aquilino Polaino-Lorente refería en alguna ocasión: en una relevante entrevista a un personaje europeo se le preguntó cómo se encontraban sus conciudadanos. El entrevistado contestó: “mis paisanos están muriéndose de bienestar”. Y es que el bien-estar material mal entendido puede ser, por su propia naturaleza, un caldo de cultivo agónico en que la vida humana resulte insufrible, a pesar de las comodidades con que aquélla se rodea. Y, en cualquier caso, “el bienestar por sí mismo no produce la felicidad; es simplemente un requisito de ella… La felicidad no consiste simplemente en estar bien, sino en estar haciendo algo que llene la vida”.
En la actualidad se ha acuñado la expresión calidad de vida, que viene a ser la forma contemporánea de entender el bienestar. Incluye los siguientes aspectos:
* la salud física y psíquica: el cuidado del cuerpo y de la mente;
* el contacto con la naturaleza y el alejamiento de ambientes contaminados;
* el aprovechamiento de los medios que la técnica ofrece, para tener resueltas las necesidades materiales personales;
* el aprovechamiento de los adelantos tecnológicos que llenan la vida de comodidades y la hacen cada vez más placentera.
Si bien cada uno de estos aspectos, tomado aisladamente, puede tener un determinado valor, lo negativo del enfoque en su conjunto radica en la ausencia de un proyecto de vida que enriquezca al hombre de manera integral. Aquí todo aparece centrado, en definitiva, en el bienestar, sin abrir la perspectiva hacia los bienes y valores que ensanchan y proporcionan contenido a la persona humana: que la hacen ser más. La calidad de vida, por tanto, tampoco es suficiente para alcanzar la felicidad.
Obsesionados por el maquillaje
Hay, finalmente, quienes cifran su felicidad en ser reconocidos, valorados o admirados por los demás. Como si su personalidad dependiera de un reconocimiento público, en lugar de fundamentarla en lo que se es, en la realidad personal única e irrepetible. Estas personas viven obsesionadas por su imagen, les importa demasiado lo que los demás piensan o dicen de ellas y procuran, a toda costa, quedar siempre bien, producir buenas impresiones.
Con esto no queremos decir que sea equivocado tener y mantener una buena imagen personal. Esto es válido y loable, pero con la condición de que la imagen sea consecuencia de lo que se es, que derive de unos valores reales que se poseen, que sea coherente con lo que uno se esfuerza por lograr. En estos casos la imagen jugará incluso un papel importante de servicio a los demás, en tanto que la primera forma de servir a quienes nos rodean habrá de consistir en el ejemplo que les proporcionemos. Los hijos necesitan apoyarse en una buena imagen de sus padres. Pero si esa imagen fuera pura apariencia, si no correspondiera a lo que realmente se es, el efecto en los hijos, tarde o temprano, se tornaría contraproducente.
En una entrevista a Enrique Krauze, sobre el primer bienio de la gestión de Ernesto Zedillo, le preguntan: “¿los asesores de imagen han sido los peores enemigos del Presidente?”. Respuesta: “La imagen, por sí misma, es lo de menos. Lo importante es el contenido político que la anima. A estas alturas la imagen no se construye ya con frases o maquillaje, sino con hechos. Si a partir de ahora y a lo largo de su tercer año de gobierno la opinión pública cree que Zedillo está verdaderamente comprometido a encabezar el cambio de sistema, entonces el respeto y la estima pública al Presidente crecerán. De no ocurrir esto, pienso que la imagen presidencial se deteriorará en un clima generalizado de desánimo y desconfianza”.
El valor de la imagen, por tanto, depende del contenido que representa. Consecuentemente, la felicidad no deriva de la imagen sino de la realidad, del ser que la fundamenta. De ahí que, quien trabaja sobre la imagen y descuida el ser, no crece como hombre, no se encamina hacia su plenitud y se queda vacío por dentro, insatisfecho e infeliz. Ésta es la razón principal que explica por qué la imagen personal y lo que se relaciona íntimamente con ella, como el status o la fama, no es la fuente de la felicidad, a pesar de que hoy en día muchos parecen buscarla en ese ámbito. Tal vez el ejemplo más elocuente lo encontramos entre los llamados nuevos ricos, que se caracterizan por su afán de demostrar a los demás su valía por lo que han logrado obtener. Incurren entonces en la ostentación a través de los productos más caros, sofisticados y vistosos casa, coche, joyas, forma de vestir, para que nadie dude de la posición que han alcanzado.
Una vez más llegamos a la conclusión de que la felicidad apunta hacia el ser. La encontramos en la persona auténtica, en la que hay coherencia entre lo que es y lo que manifiesta, entre su realidad y su imagen; por eso vive tranquila y poco le importa el qué dirán: no necesita el aplauso o el reconocimiento del público para ser feliz. Sencillamente hace lo que tiene que hacer, cumple con sus deberes, crece interiormente, y vive llena de paz y serenidad. Ciertamente, de ordinario tendrá una buena imagen ante los demás, pero no porque se la haya propuesto como meta, sino por haberla obtenido como consecuencia de haber apuntado al fondo, en lugar de haberse quedado en la superficie, en las apariencias. Por haber trabajado sobre el ser más que sobre la imagen.
El camino es siempre interior
A pesar de las limitaciones del método experimental para sacar conclusiones en torno a la felicidad, existen algunos resultados interesantes que arrojan ciertas luces. Por ejemplo, los psicólogos David G. Myers (Hope College de Michigan) y Ed Diener (Universidad de Illinois) han estudiado el tema de la felicidad durante más de diez años. En Scientific American, de mayo de 1996, publicaron el resumen de un trabajo en el que analizan los resultados de las investigaciones sobre la felicidad realizadas en ese período por especialistas de todo el mundo. Esas investigaciones se llevan a cabo mediante encuestas. Pero esto no significa que sólo midan impresiones subjetivas: se ha podido comprobar que quienes se sienten felices, también parecen así a sus más íntimos amigos y familiares, e incluso a los psicólogos que los interrogan. Esta triple coincidencia entre el propio interesado, quienes lo conocen íntimamente y el especialista que lo entrevista suele ser el criterio para concluir que una persona es feliz.
Pues bien, la principal conclusión del estudio fue que la felicidad no está relacionada tanto con factores externos cuanto con el propio carácter, es decir, con la interioridad del sujeto. Nos parece una conclusión de sumo valor, que coincide con lo que hemos descubierto en los párrafos anteriores: que la felicidad está vinculada con lo más íntimo de la persona, con su ser, y no tanto con las realidades exteriores como serían los bienes materiales, los estímulos placenteros o el reconocimiento de los demás; y esa conclusión de los psicólogos norteamericanos confirma también, por vía experimental, lo que la antropología filosófica clásica dirá acerca del ámbito de la felicidad:
“Lo más profundo y lo más elevado del hombre está en su interior. En vano se buscará la felicidad en lo exterior si no se halla dentro de nosotros mismos: la plenitud humana lleva consigo riqueza de espíritu, paz y armonía del alma, serenidad. El camino de la felicidad está dentro de nosotros: es un camino interior”.