Aunque existe gran unanimidad social sobre la conveniencia de leer, para algunas personas la lectura es en el fondo y en la práctica, algo inútil, de escasa valía. Inspirándonos en el poeta español Pedro Salinas, podemos encontrar cuatro grandes grupos de estos personajes-tipo, que aún desconocen la influencia de la lectura en la formación de la personalidad: el hombre de acción, el hombre icónico, el hombre especialista y el hombre informado.
Los grandes activistas
El hombre de acción es un producto especialmente típico de este último siglo. Se da en dos especies, entre las que se encuentran analogías sorprendentes: el gran trabajador y el gran revolucionario. El gran trabajador se caracteriza por su dinamismo, por su eficacia; para él resulta obvio que sobran ideas, pues ya hace mucho tiempo manifestó Cicerón que no había nada tan absurdo que no hayan dicho los filósofos, y es lamentable que éstos hayan continuado veinte siglos más en la misma tónica: lo que procede es formar empresarios audaces, activos y con capacidad de aumentar el producto nacional y mejorar nuestra desvencijada balanza de pagos.
El revolucionario se diferencia levemente del gran trabajador: en vez de citar a Cicerón, citará la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach, donde queda claro que los filósofos se dedicaron a conocer el mundo cuando realmente procedía transformarlo; en vez de pedir el aumento del producto nacional, exigirá la completa dedicación a la praxis revolucionaria que acaba con el “desorden establecido”.
Hipnotismo televisivo y especialismo
La aparición del hombre icónico es reciente: quizá su apogeo podemos situarlo hacia mediados de los 60 con la apoteosis de la televisión. Jamás el poder seductor de la imagen había llegado a tantos estratos de la población. El hombre, hipnotizado ante la pequeña pantalla, se olvida de su capacidad de leer, hasta el punto de que podemos comprobar, divertidos, el repentino y pujante revival de antiguas novelas que estaban arrumbadas en casas de nuestros padres y que ahora vemos pasar por la pantalla televisiva.
El caso del hombre especialista es el fruto de la indudable existencia de un numeroso grupo de profesionales que han pasado por la universidad con la única ¾ y bien modesta¾ intención de obtener un título, del cual buscan vivir el resto de sus días. Estas personas sólo leen cuestiones de su especialidad y si se les proponen otro tipo de lecturas asegurarán, con desdén o con pena, que carecen de tiempo para “esas cosas”. En este error pueden caer también los que pertenecen a las carreras de Humanidades; cuenta Salinas de un profesor de Literatura especializado en el tipo de criado en el teatro de Lope de Vega, que aun en medio de la guerra mundial, nunca leía los periódicos, “fundándose en la discretísima presunción de que eran sumamente escasas las probabilidades de encontrar en sus columnas dato alguno utilizable para su trabajo”.
Complejo de Napoleón
El último tipo al que nos referíamos es el hombre informado. Todo gran estratega sabe que la base de cualquier victoria está en una buena información. En nuestros días, el ciudadano medio está afectado por ese “complejo de Napoleón” que le lleva a comprar periódicos de la mañana y de la tarde, revistas semanales o mensuales de diversas tendencias y nacionalidades, y boletines reservados, al mismo tiempo que participa en cenas políticas, desayunos de trabajo, llamadas telefónicas, etcétera.
En realidad, observarlo produce una profunda tristeza, porque se descubre fácilmente que no corresponde un resultado valioso a su gran esfuerzo; esa información dispersa, cuando no manipulada, tiende más a distraer de los verdaderos problemas que a exponerlos en su profundidad. Comenta Lázaro Carreter que media docena escasa de novelas han dado lugar a un conocimiento mucho más preciso de la realidad rusa que la información proporcionada por miles de periódicos.
Este tipo de personas no se han enterado de lo que, de verdad, significa leer. Ciertos saberes se agotan en la posesión de una capacidad técnica, como la que posee el mecánico de automóviles. Pero otros van mucho más allá; podemos decir que saber leer, en su más profundo sentido, es la condición ordinaria para el desarrollo armonioso de la personalidad humana.
El hombre abierto
Desconocer los datos que se han ido descubriendo con un considerable esfuerzo a lo largo de los siglos, sería una muestra clara de barbarie que impediría el desarrollo de nuestra personalidad. Por tanto, podríamos decir que la lectura tiene tres efectos fundamentales: ensanchar el yo, capacitar para una interpretación más acertada de la realidad y estimular para hacer mejor uso de la libertad.
El hombre, a diferencia de los animales, está abierto al mundo entero. Por ello, el primer trabajo del que nadie podrá excusarse es salir de los delgados límites de la propia experiencia, hacer fácil el camino que le lleva a conocer el mundo al que está llamado. En segundo término, por esa extraordinaria plasticidad del hombre, a través de la lectura nos capacitamos para interpretar la realidad, no de acuerdo con nuestros prejuicios, sino según unas técnicas progresivamente depuradas que nos permiten dar una respuesta certera a los estímulos ambientales.
Por último, mediante la lectura podremos conseguir hacer un mejor uso de nuestra libertad, desde el momento en que nuestra naturaleza no nos lleva automáticamente hacia la forma más alta de existencia, sino que todos estamos necesitados de imágenes que alienten nuestro comportamiento, que nos estimulen a poner en práctica lo que es bueno. Saber leer significa también darse cuenta de la repercusión que sobre nosotros tienen las cosas que leemos, siendo, por tanto, necesario que seleccionemos nuestras lecturas.
Leer inteligentemente
Un conocido eslogan decía: “Un libro ayuda a triunfar”; pero también hay libros perniciosos que hacen a las personas y a las colectividades mucho más daño del que pueda pensarse: un libro puede contribuir al hundimiento, a la desmoralización, a la destrucción de una sociedad por la siembra del egoísmo, del odio, de la violencia racial. No se puede, por tanto, leer de modo indiscriminado y acrítico. Hemos de leer inteligentemente, seleccionando entre aquello que no nos vaya a alejar de la verdad o a incitarnos al mal.
Y esto no tiene nada que ver con una mentalidad oscurantista o fanática, pues oscurantista es quien niega la legítima autonomía de la ciencia en la que no admite progreso, y fanático el que, incapaz de amar y perdonar, no respeta ni tolera otras convicciones distintas a la suya. Sí tiene que ver, por el contrario, con la actividad verdaderamente científica, que rechaza el escepticismo y reconoce las limitaciones reales ¾ también de tiempo¾ que tenemos cada uno de los hombres, cuyo olvido conduce, como vemos en Sartre, en última instancia, a la angustia existencial.
El criterio de los clásicos
El hombre es como un Gargantúa, que sobrevive engullendo numerosos bienes de consumo, pero ese consumo no se refiere sólo a cosas fungibles; igualmente se consumen libros. Ahora bien, la experiencia manifiesta que hay ciertos libros que quedan aislados del mundo de la mera utilidad. Son libros cuya calidad les hace permanecer, de modo que, a pesar del paso de las generaciones, continúan diciendo algo a sus lectores, por haber alcanzado alguna dimensión profunda del hombre. Conviene, pues, dedicar una atención preferente a los libros clásicos que, en una concepción amplia, no se reducen a ciertos autores de la antigüedad griega y romana.
Frecuentemente nos veremos obligados también a leer libros no clásicos, pero conviene tener presente que sólo tendremos una verdadera cultura si entramos en contacto asiduo con esas grandes producciones que han ido generando el espíritu del hombre en su lento caminar por los siglos. A su vez, esta cultura, nos permitirá intuir lo que quizá acaba de publicarse pero no desaparecerá con el tiempo.
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