La producción literaria de Juan Rulfo sigue cruzando fronteras geográficas y lingüísticas. Pocas obras, como la suya -tan breve que no rebasa las trescientas páginas- , provocan tal admiración. Miles de lectores en América, y regados por el mundo entero, dicen reconocer en su literatura una contraseña para adentrarse al mundo rural mexicano. Pero entre esos miles son pocos, mexicanos o no, ajenos a la vida de provincia de México, quienes puedan afirmar que entienden a fondo la narrativa de Rulfo.
Para empaparse de la óptica “rulfiana”, es preciso adentrarse en las difíciles circunstancias históricas -familiares, sociales, religiosas y anímicas- que rodearon al escritor jalisciense nacido el 16 de mayo de 1918.
DOS BREVES Y DESLUMBRANTES OBRAS
La obra de Rulfo posee una hondura indudable, tiene espesor. Sus palabras son densas, cuidadosamente elegidas, precisas, sin desperdicio, espejo de aquel hablar cotidiano utilizado por “Cheno” como nombraban parientes y conocidos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, cuando niño.
Sin duda, Rulfo es el más reconcentrado narrador mexicano entre aquellos que, al menos hasta ahora, pisan la inmortalidad artística: un clásico entre los contemporáneos. Su muerte, ocurrida en la ciudad de México, el 7 de enero de 1986, selló un capítulo en el mundo de las letras.
Sus allegados mencionan detalles de su personalidad poco conocidos para el gran público. Lector voraz, aquejado de frecuentes insomnios, enfermizo, pasaba noches enteras devorando libros. Acorde a su timidez natural, de sonrisa ligeramente irónica, poco afecto a conversar sobre sus escritos, a Rulfo le molestaba la fama a tal grado que ideó una técnica para eludir a periodistas y entrevistadores. Enamorado de la música, era también un hombre que escuchaba con atención a la gente. Le gustaba la fotografía, y sus fotos retienen el misterio de Pedro Páramo o El llano en llamas.
El título de su primer libro, publicado en 1950, expresa el ambiente de los cuentos que engloba: El llano en llamas sugiere un paisaje casi siempre reseco, hecho de tierra y aire. Así, ardiente y casi volátil, es el volumen de cuentos donde revoluciona -con elocuente sobriedad- el complejo proceso de la narrativa de la revolución mexicana y de la literatura realista escrita hasta el medio siglo veinte en América hispana.
CASA ENLUTADA
En la narrativa de Rulfo hay lujo de crueldad y un reiterado esteticismo sádico. Rencores y venganzas del habitante provinciano son tomadas por Juan Nepomuceno para hilar su telaraña. Rulfo -han expresado muchos críticos- inaugura triunfalmente un nuevo género de terror hacia la especie humana.
El hombre, uno de los cuentos que integran El llano en llamas, nos conduce al interior del ser que se recrea con su futuro crimen, mientras atraviesa el campo mexicano: “Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca (…) Mañana estarás muerto o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo. Tengo paciencia”.
Acontecimientos lamentables quedaron grabados en la mente de Cheno; amarguras que afloraron dos décadas más tarde en sus escritos y que justifican de algún modo la triste y parcial visión de su patria. Amigo del silencio, parco en palabras, reticente a ventilar en la conversación sus agobios económicos u otros problemas, Juan descorre un poco el velo en una entrevista de 1981:
— ¿Qué escribe ahora?
— Cuentos.
— ¿De qué tratan?
— Temas relacionados con los problemas del pueblo. Es decir, a mí, como todo el mundo, la infancia se nos arraiga hasta el final. (…) Yo no viví una infancia muy feliz. Viví una época muy violenta. Después de la Revolución quedaron muchas gavillas, bandas, que entraban al pueblo a matar, a robar. Mi casa estaba habitada por una familia numerosa. De los seis a los doce años, sólo vi muertos en mi casa. Asesinaron a mi padre, a los hermanos de mi padre, a los abuelos: era una casa enlutada”.
LOS MOTIVOS DEL CRIMEN
En ¡Diles que no me maten!, otro relato de El llano en llamas, rememora el asesinato de su propio padre, ocurrido en un potrero en las cercanías de San Gabriel, población enclavada en la sierra del sur de Jalisco, donde transcurrieron los años infantiles de Cheno. Un diario de la capital de México encabezó así la noticia del viernes 8 de junio de 1923: “El hacendado Nepomuceno Pérez Rulfo fue asesinado por dos pesos”, refiriéndose al motivo del crimen: en los pastos de su propiedad, entraban ganados de diferentes dueños, rompiendo las cercas, y Pérez Rulfo dio la orden de encerrar en un corral a los animales ajenos, para que sus dueños pagaran uno cuota de un peso por cabeza; José Guadalupe Nava, el asesino, se indignó por tal medida y quitó la vida al hacendado con varios balazos en la cara. El pequeño Juan, entonces de seis años, vio el rostro destrozado de su padre. Narra en el cuento: “Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto. -Tu nuera y los nietos te extrañarán- iba diciéndole. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron”.
María Vizcaíno Arias, madre de Juan, a la muerte de su esposo quedó con cuatro hijos, Severiano, Juan, Francisco y Eva. Cuatro años más tarde ya había muerto ella, quedando Juan y sus hermanos en la soledad. Del mismo ¡Diles que no me maten!, sale esta alusión: “El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo”. Es la época del apogeo de la revolución cristera. La inseguridad era tal en San Gabriel que sus parientes por el lado paterno se llevaron a los hermanos Pérez Rulfo a vivir a Guadalajara.
Las costumbres religiosas de los pueblos, con cierta dosis de ignorancia doctrinal y sus ocurrencias supersticiosas, quedan reflejadas en la obra de Rulfo, en frecuentes episodios pasionales. El elevado nivel de sensibilidad de Cheno, sus amargos recuerdos y vivencias posteriores, enturbian su visión religiosa. En Talpa, otro más de los relatos de El llano en llamas, habla del remordimiento de dos adúlteros: “Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. (…) Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba; sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros (…) Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia”.
PERSONAJES COMO SOMBRAS
Pedro Páramo, la única novela de Juan Rulfo, es de 1953. Concisa, realizada con maestría, simboliza la geografía interior, la historia rural. Al igual que El llano en llamas, el sólo título es panorámico de su contenido. Pedro significa roca, piedra; páramo es un terreno desierto, elevado y sin vegetación, lugar frío y árido; expresa un mundo más allá del paisaje y de su gente.
Los personajes de Rulfo se pasean buscando en vano suelo firme; se disipan como sombras ante los ojos del lector. Sin embargo, quedan invictas sus voces; resuenan con el eco perdurable de su música tenue. Octavio Paz observa que, entrelineado en el silencio de esas voces, se revela un paisaje que no es “la descripción de lo que ven nuestros ojos sino la revelación de lo que está detrás de las apariencias visuales. Un paisaje nunca está referido a sí mismo sino a otra cosa, a un más allá. Es una metafísica, una religión, una idea del hombre y del cosmos. Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen -no una descripción- de nuestro paisaje”.
Pedro Páramo ha dado mucho de qué hablar por su fantasía, misterio e irrealidad. La obra recibe el nombre de su personaje principal, un cacique sin principios. “- ¿Y las leyes? -¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros”. Temido de todos, mujeriego y desgraciado porque Susana San Juan, el único amor auténtico de su vida atroz, no le correspondió. “No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo”.
En la novela hay mujeres enlutadas, campesinos, indios, ruinas, cielos borrascosos, campos resecos. Una poesía de la desolación. “Sí -volvió a decir Damiana Cisneros-. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árbol, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles”.
Con descripciones detalladas, un ambiente sórdido irrumpe sin más en sus páginas. Los ministros de la Iglesia desempeñan un papel ingrato, desfasado. Reflexiona el padre Rentería: “Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo. Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo. De que le presté mi hija a Pedro Páramo. Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo: nunca lo hizo”.
VIVIR LA MUERTE
Pedro Páramo contiene el drama de hombres y mujeres mezclados con la muerte. “Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. (…) Y ya ves, te enterramos. Tienes razón, Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo? Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo. Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos”.
Los personajes que integran la novela se mueven fuera del concepto de tiempo y espacio, en un territorio que Rulfo domina sin respetar barreras. No hay inicio, no existe fin, el presente está en la muerte. “Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora. Mi madre dije, mi madre ya murió. Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo”.
El tiempo ha de intuirlo el lector, a veces no es más que una atmósfera que nos ubica en una esfera de lo irreal.
En 1976, Rulfo publicó “El gallo de oro”, un guión de cine que había trabajado varios años atrás; tal parece que lo hizo movido por la escasez de recursos económicos. El escrito tiene calidad dramática, sin acercarse al valor literario logrado en los años cincuenta.
No faltaron en vida reconocimientos a Juan Nepomuceno. Entre otros, ganó en 1983, el Premio Príncipe de Asturias; perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua; fue nombrado presidente honorario de la Sociedad General de Escritores de México.
Juan Pablo Rulfo, su hijo, dedicado a la pintura, ha ilustrado con su dibujo figurativo de elementos abstractos las tres obras literarias de su padre: una manera significativa de acompañarse uno al otro en el arte, superando la barrera de la muerte, como consiguiera hacerlo la narrativa del jalisciense desaparecido hace diez años.