Transformar la realidad ordinaria

En un momento de crisis eclesiástica, de cara a las vocaciones por ejemplo, da la impresión de que este problema no existe en el Opus Dei, que cada día cuenta con nuevos miembros, laicos y sacerdotes. ¿A qué se debe esta situación?
Existe cierta tendencia a considerar el Opus Dei, para bien o para mal, una excepción. Es verdad que un gran número de personas se acercan a la Obra, como también es evidente que muchos seminarios y diócesis, están atravesando un momento de gran expansión apostólica.
¿A qué se debe? La mejor manera de saberlo es intentar ponerse en el lugar de cada persona que, hoy, decide trabajar por Dios con plena generosidad. Si pudiéramos atisbar en su interior entenderíamos enseguida el porqué de su decisión: servir a Dios es seguir a Cristo, y Cristo es siempre actual. Por la llamada universal a la santidad dirigida -insisto- a todos, ser discípulos suyos significa luchar para vivir sus enseñanzas, esforzarse por identificarse con Él. En esta estupenda pelea se concreta el afán de santidad, algo que vale la pena hoy como hace veinte siglos.
Y ése es el proyecto de vida de los fieles de la Prelatura del Opus Dei: buscar la santidad cristiana en el trabajo profesional y en las realidades cotidianas. El mensaje es sencillo y claro. En la sencillez y la claridad está precisamente su atractivo.
¿Cómo se entiende la máxima del fundador, Monseñor Escrivá de Balaguer, de “santificar el trabajo”? Porque, sin ánimo de menoscabar ninguna actividad, es difícil imaginar la “santificación” de algunas labores socialmente menos reconocidas, como por ejemplo las empleadas domésticas…
Minusvalorar el servicio a los demás refleja una actitud poco humana y poco cristiana. Porque, ¿no ha sido el mismo Cristo quien nos ha dicho que no he venido a ser servido sino a servir? El hombre se encuentra a sí mismo y se realiza en la donación. Descubrir el amor que se esconde detrás de un detalle de servicio es muestra de profunda sabiduría.
Si el servicio se realiza además en el ámbito de la familia, como labor doméstica, su valor se multiplica. Porque la familia y el hogar no son un conjunto tedioso de tareas materiales menudas. El hogar y la familia, que tienen su punto de arranque en el amor sincero y luminoso de una mujer y un hombre, son la primera escuela de la vida, el lugar donde la persona aprende a comportarse: quien sabe vivir en familia, sabe vivir en sociedad. Y la mujer es como la clave del arco en la familia: gracias a ella -y no pretendo hacer una concesión- todo se sostiene.
En la familia se desarrollan las aptitudes de carácter más espiritual: el diálogo, la relación con Dios, el respeto a los demás, la comprensión, las virtudes en general. Y en la familia se adquieren también los hábitos más cotidianos: la atmósfera de un hogar, el clima de afecto, el ambiente de limpieza y de orden, el hecho de compartir la mesa, etcétera, son aspectos que componen esa hermosa cualidad humana de la hospitalidad y crean el ambiente propicio para la educación de las nuevas generaciones. El padre, la madre, los hijos, la empleada del hogar, los abuelos: todos colaboran a construir ese ambiente de familia. Por eso, estoy convencido de que quien percibe el valor de la familia, reconoce el valor importantísimo del trabajo de las empleadas del hogar.
No está de más recordar que la Iglesia es la familia de los hijos de Dios. Y que el Papa, la más alta dignidad de la Iglesia, tiene como título de honor el de siervo de los siervos de Dios.
Aunque pueda sonar algo tajante, pienso que quienes minusvaloran el trabajo de las empleadas domésticas son personas que no han terminado de superar cierta mentalidad clasista.
Quizá haya oído hablar de la Universidad de Navarra, una labor apostólica de la Prelatura, que cuenta con una Clínica Universitaria de renombre internacional. Recuerdo que el beato Josemaría Escrivá solía señalar que el prestigio de esa Clínica se debe tanto a los eminentes doctores que allí trabajan, como a los empleados y empleadas que se ocupan de la limpieza, comida, atención material de los enfermos. Ellos, junto con médicos y enfermeras, han logrado que el paciente vea -y palpe, diría- la gran categoría del oficio de curar y del arte de cuidar.
El beato Josemaría Escrivá nos lo hacía notar porque era profundamente justo -se rebelaba ante cualquier injusticia- , no porque buscara una eficacia humana. Y ahora, los expertos en el tema de la eficiencia en el trabajo en los países más desarrollados, están llegando a las mismas conclusiones: la auténtica calidad de vida depende de esas cosas, pequeñas en apariencia, pero que hacen habitable nuestro mundo.
Ese perfeccionismo impulsado por la Obra en las labores diarias, en las cuestiones materiales, en la forma, ¿limita o, por el contrario, refuerza, el sentido del Evangelio?
El perfeccionismo, es decir, la búsqueda de la perfección en el trabajo como fin en sí mismo, supone, desde luego, un empobrecimiento del sentido del Evangelio, por emplear la expresión mencionada por usted. Ese perfeccionismo es un defecto, una limitación. En el espíritu del Opus Dei, el trabajo no es un fin, como no lo es la perfección material. El fin es Dios, y el trabajo constituye un camino que nos lleva a Dios, a condición de que sea un trabajo honrado, hecho en servicio a los demás, y realizado en unión con Jesucristo que, repito, vino a servir, y asumió en su plan redentor la realidad del trabajo humano.
¿Qué significa realizar bien el trabajo, visto que no se trata de ser perfeccionistas? En su ocupación profesional el hombre, la mujer, ponen en juego su inteligencia, voluntad, creatividad; en el trabajo se desarrollan múltiples virtudes, como la justicia, caridad, prudencia, espíritu de servicio, etcétera. En el trabajo, la persona se forja a sí misma y se integra en la sociedad. Esas tareas modifican y transforman el mundo creado, y son el motor del progreso. Pues en el corazón mismo de ese proceso, así lo dispuso el Señor, Dios está presente y ocupa el lugar principal. Dios Creador, que de la nada sacó este mundo en el que desplegamos nuestra actividad. Dios Redentor, que quiso ser un trabajador, como nosotros. Dios Santificador que, con su gracia, nos impulsa a elevar al orden sobrenatural todas nuestras ocupaciones. Mientras trabajamos, levantamos a Dios nuestra mirada, como un hijo mira a su padre, y así, Dios se encuentra presente de un modo nuevo en todo lo que llevamos a cabo.
Es innegable la importancia que la Obra da a la economía. Después del derrumbamiento de los regímenes del Este parece que el vencedor es el sistema liberal. Ahora bien, la economía libre enfatiza la iniciativa privada y se le critica que da paso al individualismo, matriz del liberalismo. ¿Cuál considera usted que es el camino correcto, teniendo en cuenta que hay pruebas empíricas que han demostrado que sin este ingrediente -la iniciativa privada- el desarrollo económico es lento o nulo?
No estoy tan seguro de que el liberalismo haya vencido al comunismo. Más que como el resultado de una batalla entre dos contendientes, o como la claudicación ante méritos ajenos, la caída del muro -aparte del factor fundamental de la oración de muchos- podría entenderse como el desmoronamiento de un sistema que se encontraba internamente deshecho.
En cualquier caso, el Opus Dei no tiene una doctrina social propia, y mucho menos una teoría económica. En ese sentido, corporativamente no damos ni quitamos importancia a la economía. Como católicos, sabemos que es necesario superar la falsa oposición entre libertad y justicia social: en la actividad humana en general, y en la actividad económica en particular, no puede defenderse sólo una libertad entendida como contrapuesta a la solidaridad ni sólo una justicia que pretenda afirmarse coartando la libertad personal. Las consecuencias negativas son evidentes: el hambre de libertad -más que el sistema económico liberal- terminó con el muro; y es el deseo de justicia -más que el sistema colectivista- lo que cuestiona el liberalismo.
Y perdone que insista en algo obvio: esa articulación entre libertad y justicia es como el nervio de la doctrina social de la Iglesia, no una teoría particular del Opus Dei.
Siguiendo con el tema económico, ¿cómo es posible que una institución de la Iglesia pueda ofrecer el mismo camino de santidad al banquero y al campesino?
Desde el primer momento, el Evangelio se difundió entre personas de toda condición social y formación cultural, sin discriminación de ningún tipo. Discriminar no es cristiano. Como le decía al principio, tampoco en esto el Opus Dei es una excepción en la Iglesia. Piense, por otra parte, que el camino es el mismo precisamente porque consiste en santificar cada uno su trabajo y las demás realidades ordinarias de la vida. Entre los amigos y discípulos de Cristo había ricos, pobres, sanos, enfermos, viejos, jóvenes, y a todos los llamaba a ser santos y a difundir el Evangelio.
El Tercer Milenio impondrá nuevos desafíos a la Iglesia, entre otros el ecumenismo y la reconciliación. ¿Cómo se prepara el Opus Dei para esta nueva realidad?
Podría resumir la preparación del Opus Dei ante el Tercer Milenio con cuatro palabras: normalidad, receptividad, espíritu constructivo.
Normalidad, porque el año 2,000 no es una fecha mágica. Entre el último día del presente milenio y el primero del nuevo, no tienen por qué producirse cambios espectaculares. A las mujeres y a los hombres del Opus Dei nos gusta aprovechar al máximo la vida corriente, sin esperar acontecimientos extraordinarios.
Receptividad, porque la conmemoración del Nacimiento de Cristo es un momento de gracia para la Iglesia y para la Humanidad. Queremos estar abiertos, receptivos, concretamente a la gracia de Dios, que todos necesitamos para la conversión personal, preludio de todas las demás conversiones.
Y espíritu constructivo, porque cada una y cada uno hará lo que esté a su alcance para que se transformen en realidad esos anhelos que el Papa abriga en su corazón. Entre todos, mencionaría la lucha constante de Juan Pablo II por la unidad: unidad entre las naciones; unidad de todos los cristianos; unión dentro de la Iglesia; unidad del género humano, hombres y mujeres, sin conflictos estériles; unidad Norte-Sur, tendiendo puentes que salven los abismos de vértigo que separan ricos de pobres. Servidores de la unidad, quisiéramos ser como buenos cristianos en estas vísperas del tercer milenio.
Desde el punto de vista doctrinal, la Obra ¿es tradicionalista o tradicional, y cómo se explica esa postura de cara al Concilio Vaticano II?
El tradicionalismo es una enfermedad que, en sus diversas formas, se basa en un concepto equivocado de Tradición. Pero la Tradición, en su genuino sentido, tiene en la Iglesia una importancia esencial junto a la Sagrada Escritura, de la que es inseparable.
Además, la Iglesia posee una historia espléndida; unos tesoros espirituales, los santos, que iluminaron con sus vidas los pasados veinte siglos e iluminan hoy nuestra existencia. La Iglesia se ha hecho cultura, arte incomparable, ciencia, literatura, escuelas, obras de caridad. A la vez, la Iglesia es una historia viva en el corazón de cada hombre, a quien se sigue dirigiendo Cristo, que es el mismo hoy, ayer y siempre.
De todo esto nos ha hablado el Concilio Vaticano II. Y en los textos del Concilio se escucha el eco de muchas de las ideas que nuestro Fundador predicaba desde los años treinta. Todos los Concilios forman una unidad de magisterio, en la que no hay contradicción. Pero -si se pudiera hablar así- le diría que el Opus Dei tiene en el Concilio Vaticano II su “patria doctrinal”, compuesta de tradición y de novedad.
Inmediatamente después de su designación, usted señaló que entre sus prioridades estaban la cultura, la familia y la juventud. Monseñor, ¿por qué la Obra da tanta importancia a la cultura? Prueba de ello son sus numerosas universidades. ¿Qué tipo de enseñanza se imparte en esos centros: católica o pluralista?
La preocupación del Opus Dei por la cultura se remonta a los comienzos del apostolado del beato Josemaría Escrivá de Balaguer.
En el Opus Dei no tratamos de prolongar polémicas al viejo estilo sobre un supuesto conflicto entre fe y ciencia, entre fe y cultura. Consideramos que existe una respuesta a los ojos de todos: cada intelectual cristiano, cada científico cristiano, cada artista cristiano demuestra con su conducta que es posible conciliar fe y cultura. En él o en ella -en su inteligencia y en sus obras- se resuelve la unidad entre fe, cultura, ciencia y arte. Él o ella vivifican con la fe la cultura, y hacen que la fe aparezca fecunda, verdadera, hermosa y profundamente humana, ante sus semejantes.
En las universidades que han promovido fieles de la Prelatura, con la colaboración de otras personas que no son del Opus Dei, se imparte una enseñanza que es a la vez católica y pluralista. Los fieles de la Prelatura deben actuar de acuerdo con su identidad cristiana. Pero me interesa subrayar que el católico se caracteriza por su apasionado amor a la libertad, del que nace un pluralismo que en el ámbito de la Universidad es especialmente enriquecedor y necesario.
En los últimos años han sido designados obispos destacados sacerdotes de la Obra, sobre todo en Chile, Perú y Brasil. ¿Entra en la estrategia de la Obra ocupar diócesis para tener un peso mayor en el interior de los episcopados nacionales, o ha constituido sólo una excepción?
No es ni una estrategia ni una excepción, porque la Obra no “ocupa” ninguna diócesis. Cuando un sacerdote de la Obra es llamado por el Papa a la dignidad episcopal, quien recibe el sacramento y el mandato es exclusivamente el mismo interesado, y es él quien asume toda la responsabilidad. Lo que hace la Prelatura es fomentar en todos sus fieles un deseo de servir a la Iglesia como la Iglesia quiera ser servida: estando disponible cada uno según sus circunstancias personales, cuando el Papa pide un servicio pastoral, o con otras mil formas de servir.
La Conferencia de Pekín sobre la Mujer ha sido, todo el año pasado, un tema dominante. ¿Cuál piensa que debe ser el rol de la mujer en la sociedad?
La mujer está llamada a desempeñar en la sociedad y en la Iglesia un papel tan relevante como el del hombre. Y digo “está llamada” porque, por desgracia, todavía se suele reducir la presencia de la mujer al ámbito de lo privado, con escasa participación en tareas de responsabilidad pública. Son pocas las mujeres que actúan en los mundos de la política, la economía, las relaciones internacionales; siguen siendo los hombres los principales configuradores de nuestra sociedad. Pero los cambios en este terreno se producen a gran velocidad, y en una medida sin precedentes en la historia.
El papel de la mujer está definido, en mi opinión, por dos elementos: su identidad y autodeterminación. La mujer -como el hombre- tiene que estar en condiciones de orientar con autonomía su futuro, su proyecto vital. Para lograrlo ha de disponer de las mismas oportunidades que el varón. Y lo hará desde su identidad, siendo quien es, sin caer en la tentación del mimetismo, sin imitar las costumbres y ademanes del varón, pensando que así se encontrará a sí misma.
La mujer está reclamando, a veces en silencio, no discursos, promesas, adulaciones, sino hechos que confirmen las tan cacareadas buenas intenciones. Es decir, está reclamando dejar de ser un “tema”, un motivo de conferencias internacionales, un incómodo sector a quien se le asigna -como una concesión- una cuota de poder. La mujer es, sencillamente, una persona más, destinada a construir, junto con el hombre, la sociedad que junto con él forma, con iguales derechos y oportunidades.
Yo doy gracias a Dios con frecuencia al ver cómo trabajan las mujeres del Opus Dei en todos los ámbitos de la sociedad: dirigen empresas, hospitales; trabajan en el campo y en las fábricas; enseñan en cátedras universitarias y en colegios; son jueces, políticos, periodistas, artistas; o se dedican exclusivamente al trabajo en el hogar, con la misma pasión e idéntica profesionalidad; cada una siguiendo su propio camino, todas conscientes de su dignidad, orgullosas de ser mujeres y ganándose el respeto día tras día.
En su opinión, ¿existe una disyuntiva entre el trabajo de la mujer fuera de casa y el trabajo del hogar?
En mi opinión, entre el trabajo en el hogar y el trabajo fuera de casa no existe disyuntiva, pero sí -cuando se da ese pluriempleo- una indudable tensión. Todas las mujeres que están en esas circunstancias notan cómo “tira” el hogar: atender a un hijo enfermo, llevar al día las mil tareas que genera una casa, por no hablar del embarazo o la maternidad. Otras veces “tira” el trabajo fuera, porque esos ingresos económicos son necesarios para sacar adelante la familia; porque las empresas -no siempre de forma razonable y flexible- , quieren resultados; porque existe mucha competencia profesional y mucho desempleo, etcétera. De ese doble reclamo nace la tensión. Y para resolverla es preciso replantear ciertas formas de organización social y laboral que hoy se dan por descontadas.
Quisiera añadir una consideración que quizá pueda parecer una evasiva, pero que pienso que no lo es. En estos años se ha hablado mucho, justamente, de la necesidad de que la mujer no vea reducida su actividad sólo al trabajo doméstico, de la conveniencia de que las mujeres que lo deseen puedan salir del hogar, trabajar fuera. Pienso que, para completar el razonamiento, habría que mencionar también la obligación que tiene el hombre de entrar en el hogar. El hombre ha de notar también personalmente esa “tensión” entre su trabajo en el hogar y su trabajo fuera. Sólo si comparte con la mujer esa experiencia, y la resuelve de acuerdo con ella, podrá adquirir esa sensibilidad -que es lucidez, abnegación y delicadeza- que la familia de nuestros días necesita.
Le decía, antes, que mi respuesta podrá parecer a algunos evasiva. Pero yo les preguntaría: ¿cuál es el problema mayor, la tensión que padece la mujer entre el trabajo en el hogar y el trabajo fuera, o el hecho de que la mujer sufra esa inquietud en solitario, por qué los hombres se desentienden de sus deberes familiares?
La Carta que el Papa dirigió a las mujeres el año pasado constituye una gran apertura hacia el mundo femenino, incluso hacia el feminismo; sin embargo, hace poco el Cardenal Ratzinger reiteró la oposición de la Iglesia al sacerdocio femenino, subrayando la infalibilidad de la decisión. ¿Por qué estas dos posiciones, que podrían parecer contradictorias?
Juan Pablo II -con la Mulieris Dignitatem y otros documentos- ha “desarmado” de argumentos a quienes pretendían buscar razones en la Sagrada Escritura para considerar a la mujer inferior al hombre. En uno de esos documentos, el Papa ha descrito la misión de la mujer en el mundo con una expresión densa de significado: “Dios ha confiado la humanidad a la mujer”, por su fuerza moral, por su capacidad de preocuparse por toda persona, por cada persona. La mujer es la experta en humanidad por excelencia.
Algo similar se podría decir sobre la misión de la mujer en la Iglesia: “Dios ha confiado la Iglesia a la mujer”. Hemos leído y meditado muchas veces los pasajes de los Evangelios que narran la Crucifixión y Muerte del Señor. Jesús dedicó algunas de sus últimas palabras a su Madre, Santa María, para decirle: “Mujer, he ahí a tu hijo”, señalando a Juan. Como es sabido, en el Evangelista -el Apóstol, el discípulo amado- está representada toda la Iglesia; en esa “Mujer”, está María y, de algún modo, están todas las católicas recibiendo del Señor el encargo de cuidar de su Iglesia.
Pienso que no es sólo una consideración piadosa, porque, de hecho, la historia de la Iglesia, ha sido -muchas veces- la historia de la transmisión de la fe “de madres a hijos”. La inteligencia de la fe, la misericordia, la fidelidad y la ejemplaridad de tantas mujeres han sido como una cadena ininterrumpida -parte integrante de la Tradición viva de la Iglesia- , que comenzó con María y que trae hasta nuestros días el eco de las enseñanzas de Cristo.
La Iglesia se adorna con las virtudes de sus santas. Volvamos los ojos, por ejemplo, a esos millones de mujeres que, en todas las épocas, ambientes y profesiones dieron y dan testimonio de Jesucristo. O pensemos en la vida consagrada, y me da alegría decir esto, como fiel del Opus Dei, cuyo camino es distinto de la vocación al estado religioso: ¿Qué institución sobre la tierra puede presentar el impresionante testimonio de esas ochocientas mil religiosas que sirven a Dios y a la humanidad rezando, cuidando enfermos, educando a la juventud?
Pero esta conciencia de la dignidad de la mujer no significa que la mujer deba hacer las mismas cosas y del mismo modo que el hombre, o viceversa. Antes hablábamos de la Tradición de la Iglesia. Y del servicio. Pues el acceso al sacerdocio planteado como una reivindicación para alcanzar cotas mayores de poder es un planteamiento que en la Iglesia está fuera de lugar. Estas realidades han de verse desde una perspectiva de fe. Así es más fácil comprender que no todo lo que es diferente tiene inferior o superior dignidad.
Y permítame añadir que no han sido Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger quienes han tomado esa posición. El Papa y el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe han recordado lo que es voluntad de Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Les agradezco -y pienso que millones y millones de personas reaccionan así- su firmeza al afirmar lo que es patrimonio de la Fe, aunque a veces esa actitud resulte gravemente incómoda.
Cayó el Muro de Berlín y las ideologías entraron en crisis; sin embargo, otros fantasmas -nacionalismo, consumismo, integrismo, pauperismo- empezaron en forma prepotente a ocupar el lugar que dejaron vacío las ideologías. ¿Cómo ve el futuro de la sociedad y de la Iglesia?
Sus palabras me traen a la memoria el reciente mensaje del Papa en la Organización de las Naciones Unidas, cuando nos invitaba a no tener miedo al futuro, a confiar en que el hombre y la mujer -imagen de Dios- , encierran la suficiente sabiduría, la suficiente virtud como para no renunciar a la esperanza. Con la gracia de Dios podemos construir juntos una civilización nueva, a la medida de la dignidad de la persona, donde la fraternidad universal de los hijos de Dios sea una realidad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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