¿Senectud a los sesenta?

En el noroeste del país, me invitaron a organizar una convivencia para “gente grande”: abuelos de alumnos de una prestigiada escuela de la localidad. Se trataba de presentar ideas para enfrentar la etapa del “otoño”, a la que muchos consideran depresiva e improductiva. A la primera conferencia la titulé: Perdonen, pero no soy viejo. ¡Sólo tengo 70 años!
La aseveración es doblemente cierta: cumplí 70 años y sigo con una intensa vida intelectual… igual que antes de los 60. Hasta ahora, no he tenido que rechazar ningún compromiso profesional por razones derivadas de mi edad.
Por mi experiencia y el conocimiento de la realidad constatada en otras partes del mundo, sé que es falso el que, al cumplir los 60, las personas ya no sean útiles y se vuelvan una carga social, aunque “dulcemente” se sostenga que la sociedad debe reconocer y recompensar lo que la gente haya aportado al bien común antes de llegar a esa edad.
Muchas sociedades de los países que se dicen del “primer mundo”, han elaborado teorías “eugenésicas económico-sociales” que pretenden limitar a un número concreto y limitado de años, el tiempo en que pueda disfrutarse de la asistencia social lo cual, en buen romance, quiere decir que pueda seguir viviendo. Pero ése no es el tema hoy.
Con este artículo afirmo que el bien común universal necesita la aportaciín de la mayoría de aquéllos a quienes se considera “viejos”, encasillándolos en el sector “senectud” sin considerar sus condiciones de servir quizás por mucho más tiempo; estos servicios significarán aportaciones concretas al bien de mucha gente y de la sociedad en que viven y, sobre todo, al bien de ellos mismos.

LONGEVIDAD FECUNDA

Podríamos enumerar muchísimos ejemplos. Un caso paradigmático es el de León XIII, el siglo pasado. Electo a los 68 años, gobernó más de 25 y murió a los 93, habiendo promulgado, después de los 80, importantísimas encíclicas, entre ellas la Rerum Novarum. La época contemporánea tiene numerosos casos de longevidad fecunda: Adenauer, De Gaulle, Pío XII, Juan XXIII, Reagan, Robert Dole y muchos estadistas más que gobiernan o gobernaron, o han sido dirigentes sociales de los más importantes países de la tierra.
No son casos excepcionales, sino claros ejemplos de que, aunque con el paso de los años declinan las fuerzas, los valores adquiridos -experiencia, conocimientos y sabiduría- superan con creces los posibles inconvenientes y “limitaciones” impuestos por el tiempo.
Cuando se rechaza in limine el trabajo de quienes se consideran viejos, se pretenden manejar equivocadamente las relaciones sociales con reglas del hedonismo, utilitarismo y del más crudo materialismo.
Sociólogos, juristas y filósofos contemporáneos sostienen que para lograr una sociedad más justa, hace falta ajustar las estructuras para que quienes laboren lo hagan durante menos tiempo y, así, puedan trabajar todos y se resuelva el problema de la desocupación. “Trabajemos menos para que trabajen todos”, es el lema, siguiendo esta lógica, eliminar al sector de la “senectud”, de la vida activa, acaba con una parte del supuesto problema.
Esto es distinto a la previsión razonable referente a la disminución de las horas laborales durante la vida útil del hombre, lo que se producirá por la aplicación del avance tecnológico y científico, con el consiguiente aumento de la productividad del trabajo humano. Será una etapa más, similar a la acaecida a raíz de la Revolución Industrial que permitió reducir la jornada a 8 horas diarias, el otorgamiento de vacaciones y otras prestaciones que están en un permanente proceso creciente.

VALORAR LA CALIDAD DE VIDA

Resulta una sana preocupación de sociólogos y filósofos, el estudio de la futura “civilización del ocio” prevista para el próximo siglo, cuando se generalicen conductas como la aplicada en alguna gran empresa alemana que experimentalmente redujo la semana laboral a 32 horas en cuatro jornadas de trabajo.
Qué bien que el hombre, en 32 horas semanales, realice lo necesario para producir la “cuota” de bienes y servicios que le corresponde aportar al bien común. Y qué bueno que la sociedad se organice para dedicar el tiempo a practicar el ocio con sentido griego: cada quien según sus circunstancias, cultura, inteligencia, preparación técnica, formación humanística, etcétera. Ésa sí es una sociedad más justa que valora la calidad de vida.
Mis alumnos y yo, tras analizar qué hacer con el tiempo libre, hemos encontrado ocupaciones útiles que perfeccionan a la persona, la acercan a la felicidad y le sirven para cumplir más y mejor su fin trascendente. Todas pueden realizarse por gente mayor de 60 años: atención a la familia; mayor dedicación a la educación de hijos y nietos; incrementar la propia cultura y difundirla; realizar trabajos de investigación; asesorar empresas; participar en labores de voluntariado; etcétera.
El mandato bíblico de trabajar, comprende a varones y mujeres que realicen actividades humanas útiles a los demás, y esta orden divina subsistirá mientras se pueda ejercitar un trabajo honesto. A veces, las legislaciones marginan de los empleos remunerados a personas con determinada edad y les obligan a recibir una jubilación y a constituir lo que sociológicamente se llama “la clase pasiva” de la sociedad. Aun en estos casos, subsiste la obligación natural de trabajar en bien de la sociedad y rastrear las posibilidades concretas que las propias circunstancias ofrecen.
Trabajar no significa necesariamente ganar dinero. Hemos aludido a las labores de voluntariado en las que se realiza una importante acción social benéfica con enfermos, ancianos desvalidos, minusválidos, huérfanos, analfabetas… En muchas instituciones se necesita gente dispuesta a colaborar gratuitamente.
No es verdad que las personas consideradas “viejas”, que están sanas y fuertes, perturben el orden económico-social cuando trabajan. Hoy, los problemas no se originan por la gente mayor que quiere trabajar, y de hecho trabaja, sino por los graves desórdenes en las estructuras sociopolíticas que plantean un verdadero escándalo, sin ninguna relación con las personas mayores que desean y pueden continuar sirviendo a la sociedad.

CINCO FACTORES INQUIETANTES

Al terminar el milenio, observamos cinco factores relacionados con la producción, distribución y consumo de satisfactores necesarios a la persona humana que plantean un estruendoso fracaso de la civilización contemporánea:
1. Existe una enorme cantidad de recursos naturales ociosos: grandes extensiones de tierra sin cultivar o con cultivos inadecuados, recursos marítimos y minerales que podrían producir una inmensa cantidad de bienes para atender a las necesidades no sólo de los actuales habitantes del planeta, sino de muchísima mayor población. Algunos autores formulan serios razonamientos para demostrar -sin que se les tome en cuenta- que los recursos conocidos satisfacerían las necesidades de tres o cuatro veces la población mundial.
2. Hay un gran número de capitales también ociosos. Por diversas razones, mucha gente ahorra buscando sólo seguridad y sustrae, así, una parte de su capital de la función creadora de riqueza que le corresponde en una economía bien organizada.
3. Encontramos también una sub-utilización grave de los conocimientos y técnicas que no se encuentran a disposición de los más necesitados, sino que permanecen, en multitud de casos, al servicio exclusivo de la minoría, por causas imputables al egoísmo de los poderosos pero, también, en ocasiones, por la desidia o negligencia, cuando no por ignorancia culpable, de los débiles.
Como un ejemplo, señalaremos que en 25 años, Israel aumentó 12 veces su producción de alimentos. Resolvió problemas de aguas inservibles, tierras desérticas, etcétera, con procedimientos que se han ofrecido a países necesitados de alimentos pero que, en esas regiones, no han despertado interés. Recordemos también el caso de la producción de maíz en los Estados Unidos: en 1934 se registró una cosecha récord mundial, produjeron 30 millones de toneladas. En cambio, actualmente muchos países apenas han superado -y en algunos, ni eso- esa cifra de hace más de 60 años.
4. El mundo ofrece el triste espectáculo de 2 mil millones de personas con graves carencias de satisfactores necesarios para realizar una vida plenamente humana. Dentro de esa cifra se calculan más de 800 millones que padecen hambre, es decir, que no tienen a su alcance alimentos necesarios para conservar la salud. El hambre, miseria y extrema pobreza en muchas regiones y sectores de población es un hecho públicamente conocido.
5. Existen muchas decenas de millones de personas en condición laboral que quieren hacerlo y no encuentran trabajo; sufren, de distinto modo, las consecuencias del desempleo, flagelo del que no se encuentra libre sino una pequeña parte de la humanidad.
Mientras éste sea el panorama, es ridículo pretender que se necesita trabajar menos y que se requiere eliminar a las personas mayores, sanas y fuertes, del mercado laboral.
Es indispensable organizar mejor las estructuras de producción; ordenar las relaciones económico-sociales; establecer normas efectivas de justicia social; imaginar nuevas instituciones que promuevan el desarrollo económico y social; pensar seriamente en un nuevo orden económico e instaurarlo.
En tanto haya hambre y cualquier otro tipo de miseria material, intelectual o moral, no se puede trabajar menos sino, más bien, organizar el trabajo para hacerlo más productivo y, por supuesto, practicar la justicia y la solidaridad. En este replanteamiento de las estructuras económico-sociales, deben ser protagonistas todo los que puedan prestar un servicio eficaz. Sin importar la edad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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