No soy experto en literatura ni filósofo de la cultura; ni siquiera soy especialista en literatura infantil internacional. Así pues, nada de lo que diga puede tener el atributo de una validez universal, tampoco soy un orador experto, sino sólo un narrador de historias. Por lo tanto, permítanme comenzar con un pequeño relato que fuera escrito -o al menos plasmado en un papel por vez primera- por el autor alemán Gustav Meyrink.
Todos los días, cuando el sol brillaba, un milpiés bailaba a la misma hora sobre una piedra grande y lisa. Los otros animales venían de todas partes para verlo realizar sus piruetas y arabescos inimitablemente graciosos; su cuerpo centelleante y resplandeciente bajo la luz, como si estuviera hecho de joyas preciosas. Era un placer observarlo, y todos los animales alababan su talento y gracia. Sin embargo, el milpiés no bailaba por fama o admiración. Se concentraba tanto en su danza que apenas se percataba de la presencia del auditorio.
Ahora bien, muy cerca de allí, bajo la raíz de un árbol, vivía un sapo grande y gordo al cual disgustaba enormemente la danza del milpiés. Ya fuera porque le envidiaba la gracia y la fama, o porque sencillamente no gustaba de actividades tan superfluas como la danza, el sapo decidió arruinarle la situación al milpiés. Sin duda esto no era algo fácil, pues no quería provocar la censura y los reproches de los otros animales. Lo pesó una y otra vez hasta que, un día, tuvo una brillante idea. Escribió al milpiés una carta que decía más o menos así:
“¡Oh, tres veces admirable maestro de la graciosa danza! ¡Oh, ejecutor de las piruetas y arabescos más intrincados! No soy más que un sapo miserable, húmedo y viscoso, sin más que cuatro torpes y desgarbadas patas. Por eso te admiro más allá de toda medida, tú que logras mover tus mil pies en tan consumado orden. Gustosamente aprendería de ti tan sólo una cosita, muy reverenciado maestro; dime, entonces, cuando comienzas a danzar, ¿mueves antes que nada tu primer pie izquierdo delantero y luego tu nonigentésimo nonagésimo noveno pie derecho? ¿Empiezas con tu último pie izquierdo y luego levantas el quingentésimo vigésimo tercer pie derecho, después de lo cual mueves tu septingentésimo trigésimo pie izquierdo seguido por el septingentésimo duodécimo pie derecho? ¿O es al revés? ¡Oh, por favor explícame (a mí; miserable, húmedo, viscoso cuadrúpedo sumido en la oscuridad) cómo haces para que incluso una indigna criatura resbaladiza como yo pueda aspirar a algo de tu gracia”.
El sapo colocó esta carta en la piedra bañada por el sol, donde el milpiés la descubrió y la leyó al ejecutar su danza. La carta lo puso a pensar. ¿Cómo danzaba? Movía primero un pie y luego el otro, tratando de recordar cómo lo había hecho hasta ese momento. Pronto descubrió que sencillamente no sabía cómo lo lograba. Y se quedó así, pensando, y de cuando en cuando retorcía inútilmente uno y otro de sus mil pies; empero, ya no pudo danzar más. De hecho nunca nadie volvió a ver al milpiés danzar otra vez.
Ahora bien, yo no me atrevo a compararme con un artista tan consumado como nuestro milpiés. ¡La modestia me lo impida! Menos aún pretendo dar a entender, ni siquiera remotamente, una semejanza entre nuestros queridos y respetados anfitriones y el malvado sapo, lo cual sería una ofensa contra las leyes de la amistad y la cortesía. No obstante, debo confesarles abiertamente que, cuando se me notificó el tema de la conferencia del día de hoy, “¿Por qué escribimos para los niños?”, no sentí que hubiera mucha diferencia entre nuestro milpiés y yo.
EL JUEGO DEL NIÑO ETERNO
Así, ¿por qué escribimos para los niños? Desde ese día me la he pasado sentado, retorciendo inútilmente primero una pierna y luego la otra (para continuar con mi metáfora del milpiés) sin saber a ciencia cierta si alguna vez he sabido por qué lo hago.
Me doy cuenta de que tendré que formular nuevamente mi pregunta con el objeto de avanzar, pues fundamentalmente, yo no escribo de ninguna manera para los niños. Lo más que puedo decir acerca de mí mismo es que escribo libros cuya lectura yo hubiera disfrutado de niño. Por bien que pueda sonar este giro de la frase tampoco se acerca del todo a la verdad, pues no escribo en recuerdo o proyección de mi propia niñez. El niño que yo solía ser pervive en mí actualmente, y no existe un abismo de la edad madura que me separe de él. Considero que en la actualidad soy, básicamente, la misma persona que era en ese entonces. En este punto, y con el ojo de mi mente, puedo imaginar a más de un psicólogo frunciendo el ceño y farfullando desde su barba: “Ahí está, ¿lo ven? Nunca llegó a crecer en realidad”.
Y en la actualidad ese error se considera muy grave.
Bueno, también podría poner las manos en alto y confesar que, de hecho, tal vez nunca haya crecido en realidad.
A lo largo de mi vida me he resistido a convertirme en lo que hoy en día se llama un adulto bien adaptado, con lo cual me refiero a uno de esos lisiados desencantados, conocibles, ordinarios, que viven en un mundo desencantado, conocible y ordinario de los llamados “hechos”. Y en defensa apelo a las palabras de un gran poeta francés que escribiera: Cuando hemos dejado de ser del todo niños, ya estamos muertos.
Yo considero que este niño aún pervive en todo aquel que no se ha vuelto totalmente prosaico y estéril; que todos los grandes filósofos y sabios sólo volvieron a formularse los interrogantes intemporales de la niñez: ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Cuál es el significado de la vida? Yo creo que las obras de los grandes escritores, artistas y músicos se derivan del juego del niño eterno y divino que llevan dentro de ellos. Un niño que vive en cada uno de nosotros, sin importar que tengamos nueve años o noventa, un niño que nunca pierde su capacidad para maravillarse, para cuestionar, para sentir emoción, que es vulnerable y expuesto, que sufre, busca la comodidad, experimenta la esperanza… y que encarna nuestro futuro hasta el día de nuestra muerte.
Con su permiso (y con toda la modestia del caso) me gustaría colocar junto al eterno femenino de Goethe, el eterno juvenil sin el cual los seres humanos dejamos de ser humanos.
Es por ese niño que está en mí y en todos nosotros, que cuento mis relatos. ¿Qué otra razón existe para hacer algo?
En otras palabras, al escribir no me guío por principios pedagógicos o didácticos. He dado a mis libros su forma visible exclusivamente por razones poéticas y artísticas. Cuando alguien desea hablar de hechos misteriosos, debe describir el mundo de tal manera que los sucesos misteriosos parezcan posibles, e incluso probables, sin embargo, esto es un asunto de inflexión y estilo.
No obstante, resulta revelador acerca de nuestros días y de nuestra época el que ningún escritor o poeta se atreva a retratar un mundo de la fantasía con características infantiles sin correr el riesgo de ser calificado peyorativamente de “autor para niños”. El objetivo de esta clasificación es relegar los libros infantiles a una especie inferior de literatura (si de alguna manera puede llamársele “literatura”) escrita por gente que no tiene talento para llegar a ser “verdaderos” escritores.
Retomemos nuestro tema central. Después de haber explicado (espero que con cierto grado de coherencia) en qué sentido no escribo en realidad “para los niños”, aún me queda la pregunta de por qué escribo de alguna manera.
RASPUTÍN Y LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Tradicionalmente, los poetas y los escritores han encontrado dos maneras de responder esta pregunta: una respuesta llamada arcana y una respuesta llamada racional.
La respuesta arcana es más o menos la siguiente: un poeta sencillamente “tiene” que escribir. Una misión interior, un llamado divino, no le deja opción en el asunto. Si no escribiera, perecería.
La llamada justificación racional podría adoptar la siguiente manifestación: el arte y la literatura sólo se justifican en la medida en que son edificantes. Su objetivo es crear imágenes de la realidad con el propósito de cambiar dicha realidad. En suma, un escritor debe funcionar como una especie de maestro para quienes lo leen.
Ahora bien, para poner mis cartas sobre la mesa, considero que la existencia del artista, o del escritor, no es ni arcana ni racional.
Ambas respuestas, por contradictorias que pudieran parecer, tienen un rasgo en común: son resultado de una mentalidad burguesa para la cual la trascendencia sólo puede ser concebida como sinónimo de utilidad, y todas las otras posibilidades se vuelven patológicas.
Miren ustedes, la primera respuesta (la llamada arcana) hace del artista o del poeta una especie de neurótico compulsivo quien -al trabajar bajo una maldición inescrutable o por una misión divina- experimenta un impulso interior por “expresarse”. Si tiene suerte, se le proclama genio. De esta manera, su público se desentiende del inquietante interrogante que plantea su existencia al volverlo un ser especial, una especie de Rasputín de la literatura, en una anomalía relacionada, aunque de manera distante, con los santos y los locos de antaño. De aquí se sigue que un poeta de esta especie no tiene ninguna obligación de hacerse inteligible para su público; al contrario, el público tiene el deber de entenderlo.
La otra respuesta “racional” a la pregunta, ¿por qué decidimos escribir?, se encuentra aún más difundida; curiosamente, aunque se trate de un producto tropical del siglo XIX, hoy en día sigue considerándosele progresivo. En particular en mi país, Alemania, toda la vida literaria de los treinta años que siguieron al fin de la segunda guerra mundial estuvo dominada por un intento retorcido de considerar todas las cosas, sin excepción, desde una perspectiva política, emancipatoria, socio-crítica, o -dicho de otro modo- sin incluir en ella la ilusión.
Cualquier tipo de literatura que no fuera considerada “socialmente importante” era clasificada a priori como “escapista”, como una huida de la realidad, y por ende, no digna de comentarse. Nuestros escritores de manera cada vez más acentuada, se lanzaron en una vorágine de pesimismo y rabia, de amargura y rencor; así que todo el que se opusiera a esta tendencia era considerado superficial o estúpido. El criterio clave para juzgar a un escritor era el “mensaje”, como se le llamaba, que sus obras contenían.
En suma, el todo de la literatura era contemplado desde una sola perspectiva: como una línea de argumentación. Y esto mismo se aplicaba a los libros infantiles, incluso a los libros ilustrados.
CONJURAR MUNDOS
Ahora bien, por favor no malinterpreten esta observaciones un tanto cuestionables en el sentido de que yo considero prescindible o superflua toda esta escuela de la literatura. No es así. Es, y siempre ha sido, una parte indispensable e importante de la literatura universal. A lo que me opongo, terminantemente, es a las sinceras protestas de verdad universal formuladas, aun hoy día, por los partidarios de este tipo de literatura. Es este odioso desequilibrio el que materialmente desautoriza a muchos escritores cuyo talento no está en tela de duda. ¿No son precisamente las grandes obras de la literatura universal las que quedan fuera de cuestionamiento? La Odisea y La Ilíada, Las mil y una noches, Don Quijote, nuestros cuentos de hadas, Fausto, las grandes novelas de Balzac y de Dostoievski, las tragedias y comedias de Shakespeare…, ninguna de estas obras prueba o desaprueba nada. Simplemente “son”. Conjuran mundos pero no explican el mundo.
Una cosa es defender los valores y otra muy distinta crearlos o renovarlos. ¿Qué se gana con denunciar la contaminación y la destrucción de la naturaleza cuando, básicamente, el árbol en sí ya no significa nada para nosotros? No obstante, un poeta cuyo poema reenciende mi conciencia de la belleza de un árbol, de mi relación de parentesco con este misterioso ser, es considerado un anacronismo, una reliquia casi extravagante del pasado; en tanto que el autor de un panfleto feroz contra la destrucción del ambiente es considerado como progresista, incluso valiente, aunque el bosque no signifique para él más que el fundamento bioquímico de nuestra existencia.
Los valores no nacen de sí mismos; no se transmiten genéticamente ni se manifiestan por sí solos. Por el contrario, para poder existir deben ser creados y constantemente renovados. Toda crítica social presupone un valor común: el valor de la vida humana. La tarea del escritor es recrear una y otra vez este valor, cada uno en su estilo propio, en su época propia y en su cultura propia. De no hacerlo, este valor pronto perdería su color y su forma… su realidad. La consecuencia sería el barbarismo y la bestialidad. Los escritores y los artistas que, en nombre de un muy cuestionable “amor a la verdad”, obtienen satisfacción en degradar o destruir aún más el valor de la vida humana, tienen buenas posibilidades de triunfar en nuestro mundo moderno de intelectualismo puro; pero en realidad están serruchando la rama sobre la que se encuentran sentados.
UN NIÑO QUE QUIERE JUGAR
Lo anterior me conduce al punto de mis especulaciones en el que, finalmente, he de “revelar mi secreto” como suele decirse, y explicar por qué escribo. Ustedes habrán notado que titubeo. Tengo buenas razones para ello, pues estoy consciente de que cualquier cosa que pudiera decir acerca de esta cuestión resultará diametralmente opuesta a lo que hoy en día se considera correcto y apropiado; empero, haré el intento.
Probablemente recordarán la famosa frase de Friedrich Nietzsche: En toda persona hay un niño que quiere jugar.
Reconozco abierta y sinceramente que el verdadero impulso que me mueve a escribir es el placer que experimento en el juego libre e ilimitado de mi imaginación. Con cada nueva obra emprendo un viaje con destino desconocido, o una aventura que opone obstáculos que nunca antes había encontrado y que plantea experiencias, pensamientos, ideas antes desconocidas para mí; una aventura que, al final, me deja convertido en un hombre distinto del que era al principio. Este tipo de juego sólo puede ser jugado cuando no se tiene en mente ningún objetivo, pues saber o planear de antemano hacia dónde va a conducirnos nuestra aventura, de alguna manera, es evitar que ocurra.
Ahora bien, ¿qué es de hecho este juego del libre espíritu creador? ¿Se trata sencillamente de un pasatiempo superfluo, de un lujo intelectual? ¿O es una de las necesidades más profundas de la existencia humana, sin la cual dejamos de ser humanos? En esta coyuntura, me gustaría mostrar a ustedes un largo tapiz que constituye un impresionante testimonio de muchos siglos y culturas, todo en elogio del juego espontáneo, como el ámbito apropiado de la libertad y la dignidad humanas. Empezaría con el Ion de Platón, y concluiría con la famosa ocurrencia de Picasso: Yo no busco; yo encuentro. Incluso el Creador de este mundo nuestro hizo la naturaleza dentro del espíritu de un juego; pues nunca nadie me convencerá de que la interminable diversidad de formas y colores del mundo animal, vegetal y mineral surgió únicamente de las necesidades de hierro indispensables para la supervivencia y la adaptación.
Sin embargo, no es mi intención divulgar una filosofía del juego, pues esto sin duda nos alejaría mucho del campo de nuestro interés. Aun así, me gustaría llamar la atención de ustedes hacia una peculiaridad del juego que, en mi opinión, resulta importante para nuestro tema. El juego, en la medida en que siga siendo juego, nunca puede ser moralista. De raíz es amoral, o sea que trasciende todas las categorías morales. Cuando jugamos al ajedrez o tocamos música, cuando jugamos a las escondidillas, el asunto de la moralidad nunca llega a plantearse mientras los jugadores se apeguen a las reglas y el juego siga siendo un juego. El que rompe las reglas destruye la índole del juego al confundir los niveles del juego y de la realidad.
Permítanme tratar de aclarar estas observaciones con un ejemplo drástico. Si ustedes van caminando por la calle y descubren que un tipo está golpeando a una mujer en la otra acera, inmediatamente se encuentran ante una decisión moral. Pueden ir a buscar ayuda, acudir ustedes mismos en auxilio de la mujer o hacer de cuenta que no ha pasado nada y proseguir su camino. Cualquiera que sea el caso, ustedes habrán tomado una decisión moral, para bien o para mal. No obstante, si se encontraran sentados en un teatro, observando a Otelo estrangular a Desdémona, sería absolutamente ridículo que se lanzaran al escenario a detener su brazo. No sólo no hay necesidad de que intervengan, sino que al contrario, en cierto sentido, incluso disfrutan este asesinato. Saben que se trata de un juego, que todo el hecho tiene lugar en el ámbito de la fantasía, donde, por así decir, el bien y el mal disfrutan de derechos iguales. Durante el transcurso de la obra, son ustedes sustraídos del ámbito de la necesidad moral. Es por eso precisamente que experimentamos libertad en el disfrute del arte, y por “arte” me refiero a la manifestación más evolucionada del juego.
UN TITIRITERO RUSO
Por supuesto, estoy bien consciente de que, para mucha gente, esta visión mía debe sonar como una auténtica blasfemia. Vivimos en un mundo amenazado por el holocausto nuclear, un mundo donde las dictaduras y los campos de concentración han existido y siguen existiendo, un mundo de injusticia social y explotación, donde la agresión y la brutalidad, el abuso de las drogas y toda suerte de depravación espiritual parecen ir en aumento día a día. ¿Cómo pueden el arte y la poesía, de entre todas las cosas, estar exentos de obligación moral y limitarse al mundo del juego? Sin duda que sugerir esto en serio sería el cinismo mayor.
Y sin embargo, lo que estoy hablando no es más cínico o blasfemo que la conducta de un doctor que, en una guerra o una epidemia, trata de curar a los enfermos, salvar vidas y atender a los moribundos. Si es un buen médico, no tratará de aleccionar o reformar a sus pacientes; tratará de curarlos.
Vivimos en un siglo de ideología, en una época en la que todos quieren imponer sus opiniones y consideraciones a todos los demás, persuadir y debatir, empero, en medio del vocerío y la gritería, a menudo las cosas más celosamente profesadas son las que se pierden.
Una de ellas es el hecho de que el arte y la poesía tienen, antes que nada, una función terapéutica, pues el verdadero arte y la verdadera poesía siempre son producto de una unidad sagrada del intelecto, el corazón y los sentidos. Ellos recrean esta unidad en la mente del receptor, y la hacen un todo otra vez. Y éste es el significado original de la palabra “curar”. Al salir de un buen concierto, ustedes no son más sabios que antes de entrar: no obstante han experimentado algo que les ha restituido su totalidad, que ha curado en ustedes algo que antes estaba abierto.
Aquí tengo que traer a colación a un titiritero ruso con el que alguna vez tuve el honor de encontrarme. Este hombre había pasado años en un campo de concentración nazi. Poco a poco, valiéndose de residuos de puré de papa, construyó un grupo de minúsculos títeres de dedo con los cuales solía representar cuentos de hadas para los niños, cuando no había guardias a la vista. Los hacía reír. A veces representaba su propio destino, incluso su propia muerte. Más adelante, muchos prisioneros adultos iban a verlo también, y él jugaba con ellos de la misma manera. A menudo, la noche previa a una ejecución, él se reunía con el condenado y representaba su suerte. El modo como hacía esto, restauraba en estos hombres y mujeres un sentido de su dignidad. Tenían que morir, pero morían de una manera distinta, más calmadamente, y en algunos casos, incluso se reconciliaban con la muerte.
Claro está, podemos preguntar: ¿De qué le servía esto a la gente? Yo no preguntaría eso. Para mí, el titiritero es un hombre muy valiente y un verdadero artista.
BELLEZA QUE LIBERA
Esta unidad de intelecto, corazón y sentidos que sólo el juego espontáneo puede darnos, ¿qué es, en resumidas cuentas, sino la belleza?
Precisamente a esta conexión entre juego espontáneo y belleza es a la que se refería Friedrich Schiller en su famoso ensayo Cartas sobre la educación estética del hombre. Las reflexiones de Schiller culminan en una proposición curiosa y aparentemente paradójica que, al mismo tiempo, resume toda su línea de pensamiento: deberíamos jugar sólo con la belleza, pero deberíamos jugar con belleza.
¿Qué significa esto? El valor del juego espontáneo (y por lo tanto del arte y la poesía, los cuales para Schiller representan el juego en su manifestación más acabada) está determinado por su belleza; pues la belleza, y sólo ella, es lo que nos ennoblece y nos cura, con lo cual nos libera de las limitaciones de la condición humana y de los vínculos del intelecto y la moral. La belleza nos libera, y por ende, para Schiller, constituye la norma ética suprema. Sin embargo, continúa Schiller, “sólo” en ese ámbito, en el juego libre de trabas, la norma de la belleza tiene el derecho de reinar de manera absoluta. Separada del contexto del juego, la belleza (como imperativo categórico) necesariamente habría de volverse inhumana. Cualquier medicamento que pueda volver la salud a una persona cuando se administra adecuadamente, puede transformarse en un narcótico destructivo si se aplica de manera inapropiada.
Ahora bien, es un hecho el que, hoy en día, nuestra vida cultural e intelectual propende más que nunca a mezclar sus categorías en vez de mantenerlas diferenciadas. La gente se sentiría de lo más feliz si hallara una sola llave universal que abriera todas las puertas. En esta indolencia intelectual, la cuestión de la belleza ha quedado al margen. Las obras de arte, las representaciones teatrales, las obras literarias modernas se analizan de manera general en función de su mensaje, su originalidad, sus innovaciones (¡antes que nada, una obra artística debe tener innovaciones!;cuando mucho con una palabra acerca de su belleza. Resulta lógico que el conjunto del arte y la literatura modernos no se precie de ser bello. La belleza ha dejado de ser un objetivo.
¿A qué se debe esto?
LA ESFERA DE LO MARAVILLOSO
Por su índole misma, la belleza es trascendental. El único lugar donde no puede ser desentrañada es en este mundo. No puede ser objetivada, lo cual quiere decir que no puede ser medida, pesada o contada. Para ser percibida de algún modo, la belleza requiere de seres humanos que puedan percibirla. ¿Significa esto que la belleza es meramente subjetiva? Todo lo que el conocimiento material nos indica es que en el mundo cada cultura, cada época, cada generación, ha formulado conceptos acerca de la belleza que, aunque no siempre son diferentes, en ocasiones resultan excluyentes: empero, ¿qué tienen en común? Dado que nadie que haya sido formado en los rigores de la ciencia natural puede identificar ya su vínculo común, el tema total de la belleza se ha vuelto relativo. El argumento dice que las cosas son bellas porque la gente las considera bellas. La belleza, como tal, ya ha dejado de existir.
Peor aún es la absurda afirmación de que la belleza no es más que un eufemismo, una mentira solícita destinada a encubrir, reducir al mínimo u ocultar el aspecto intolerable, grosero y brutal del mundo en que vivimos. Por encima de todo -continúa la afirmación- debemos ser veraces y descubrir lo intolerable, lo grosero y lo brutal exactamente tal y como son. Y resultó que, bajo la protección de un concepto desvirtuado acerca de la verdad, lo repulsivo fue virtualmente elevado a criterio dominante del arte y la poesía. Así, algunos críticos y ciertas escuelas de artistas crearon un culto a la fealdad. Pareciera que olvidaron que ni Homero ni Dante, ni Goya ni Gruenewald, evitaron la fealdad de este mundo, y sin embargo, la transfiguraron en belleza. ¿Y qué podemos decir acerca del público? ¿Acerca de la gente? En manso sometimiento, permanecieron en silencio; una gran parte de la presión cultural los persuadió de que esperar la belleza en el arte era un signo de estrechez de miras reaccionarias. Se encogían de hombros y acataban las disposiciones, pues, ¿a quién le gusta que lo tachen de reaccionario de criterio estrecho? Hoy en día seguimos viviendo con esta mansedumbre. Y, no obstante, la mayoría de nosotros deseamos, incluso anhelamos la belleza, tal vez hoy más que nunca antes. Yo considero que la gente nunca se siente más agradecida que cuando se le da algo bello, por pequeño que sea. Esto se aplica más a los niños que a los adultos, y, cuando se les priva de la belleza, buscan sustitutos, reemplazos, imitaciones, con el objeto de mitigar esta sed.
Repito: la belleza es, por su índole propia, trascendental; sólo en el ámbito mundano resulta insondable; es una luz que brilla desde otros mundos hasta el nuestro, una luz que transfigura el significado de todas las cosas. La esencia de la belleza se halla en la esfera del misterio y la maravilla. En su luz, los objetos ordinarios de nuestra vida cotidiana adoptan otra realidad, una realidad de la cual provenimos y a la que regresaremos; una realidad que, aunque olvidada, anhelamos durante todo el transcurso de nuestra vida.
Para citar el Manifiesto Surrealista del poeta André Breton: “Lo Maravilloso siempre es bello; en realidad sólo lo Maravilloso es bello”.
Así pues, les pediría que consideraran una vez más en qué medida nosotros, los habitantes del mundo moderno hemos logrado recorrer los velos de nuestro mundo y arrancarle sus secretos y sus maravillas. Consideremos por un momento la imagen que toda la gente moderna tiene del mundo, la que se imbuye en todo niño en edad escolar.
“HABÍA UNA VEZ…”
“Había una vez, en algún rincón oscuro del universo, una enorme nube de hidrógeno que (por alguna razón desconocida), comenzó a girar. De manera gradual se formó una serie de fragmentos de materia y comenzaron a moverse alrededor de un sol común. Después de estar sometidos a la radiación cósmica durante algunos miles de millones de años, dichos fragmentos produjeron la primera célula proteínica, la cual a su vez comenzó a reproducirse. En el transcurso de otro lapso de tiempo inimaginable, dicha célula proteínica evolucionó cada vez más hasta que, siguiendo la inmutable ley de adaptación y selección de las especies, produjo un ser humano. Al principio este ser era torpe y supersticioso; pensaba que el mundo circundante estaba habitado por entes misteriosos: duendes, hadas, gnomos…, esa especie de cosas: pensaba que los seres divinos habitaban entre las estrellas y más lejos de ellas. Incluso les rendía reverencia y les decía oraciones; pensaba que estaba en deuda con la Madre Tierra por todo lo que ella le daba. Y sobre todo, tenía la opinión de que él también tenía un alma inmortal. Hoy en día sabemos que todo esto, por conmovedor que pueda parecer, es mera insensatez. Inclusive el alma humana no es más que la suma de todos los procesos electroquímicos del cerebro y el sistema nervioso”.
Es precisamente esta mentalidad iluminada, libre de valores, la que nos ha permitido gradualmente someter la naturaleza a nuestra voluntad y hacerla nuestra, abyecta y esclava. Y en el supuesto de que la humanidad no acabe prematuramente con la vida de este fragmento de materia (llamado Tierra) con sus bombas atómicas, este sistema seguiría girando durante otros cuantos millones, o miles de millones de años, hasta el día en que perezca en hielo o fuego, lo que corresponda, de acuerdo con las leyes de la entropía. Entonces, en el silencio sepulcral que envolverá al universo, la historia toda del género humano (con sus sufrimientos y sus triunfos, sus culturas y sus guerras, sus santos, sus genios y sus locos) se habrá reducido a la nada, un interludio infinitesimal en una sucesión impredeciblemente gigantesca de acontecimientos de gran importancia pero carentes de significado.
LA SONRISA SABIA
Permítanme llamar su atención sobre la absoluta desolación y trivialidad de esta descripción del mundo. En lo que a mí respecta, no me sorprende en lo absoluto, que la gente (sobre todo la gente joven) que toma esta visión del mundo como una verdad de los Evangelios, se dé un balazo en la cabeza o se destruya a sí misma con narcóticos cuando se enfrenta a una de las dificultades mínimas de la vida. No existe un solo valor moral, religioso o estético que se derive de esta imagen del mundo. Todo, incluso las funciones más periféricas de la vida, se vuelven absurdas y sin sentido desde esta perspectiva.
Ya es hora de que contrarrestemos esta visión con otra distinta que devuelva al mundo su misterio sagrado, y al género humano su dignidad. Una buena parte de esta tarea corresponderá a los artistas, a los poetas y a los escritores, pues es su obra la que confiere magia y misterio a la vida.
Con este punto he llegado al cuarto y último paso en mi línea de argumentación. Se supone que he de informar a ustedes por qué escribo para los niños, o sencillamente por qué escribo. Mi primera respuesta fue el juego espontáneo de mi imaginación; esto derivó en la norma de la belleza, la cual a su vez nos condujo al mundo del misterio y de la maravilla. Si puedo referirme a estos tres conceptos como a tres puntos de mi círculo poético, me queda por describir el cuarto: el humor.
¿Se dan cuenta?
Todo lo que he dicho hasta ahora podría, no obstante, descarriarnos hacia un tipo de dogmatismo. Podría yo hacer del escritor una especie de gurú o profeta esotérico para sus lectores; empero, esto significaría que trabaja con recursos distintos de los artísticos. Se volvería no más que un propagandista de su propio mensaje, y su poesía haría las veces de una especie de empaquetado. Esto es precisamente lo que quiero evitar.
Lo único que nos salva de esta situación crítica es el humor.
Aquí también, huelga decir que nunca encontraremos una definición exhaustiva del humor, el cual tampoco puede ser medido o cuantificado; ni siquiera contamos con una manera de ponerlo a prueba pues elude las metas y los propósitos.
Nunca puede ser fanático o dogmático; siempre es humano y amigable. El humor es ese marco mental que nos permite reconocer, sin amargura, nuestra propia inadecuación y sacar luz de nosotros mismos, así como percatarnos, con una sonrisa, de las inadecuaciones de los otros. El humor no es lo mismo que la sabiduría, pero los dos están íntimamente relacionados.
Los inventores del humor fueron, creo yo, los judíos, y hay buenas razones para ello. En la mayoría de las otras culturas, la gente es idealista o realista. Si somos idealistas, sólo observamos lo esencial, lo sublime, las cosas divinas de la vida, y evitamos afanosamente las trivialidades que nos causan incomodidad. Si somos realistas, sólo vemos la miseria del mundo y consideramos ilusorios todos los órdenes elevados de las cosas. En la larga historia de sus sufrimientos, los judíos han aprendido a sostenerse en los dos extremos. Viven en una tensión entre lo elevado y lo inferior, y padecen esta tensión con su celebrada obstinación. Saben cuán doloroso puede ser el pie plano, y conocen a Dios; tienen el valor de plantarse, con la debida modestia -y con todo y el pie plano- , ante el trono de Dios. Éste es el verdadero humor.
Y puesto que, después de todo, lo que queríamos era hablar acerca de la literatura para niños, o para el niño que vive dentro de cada uno de nosotros, estoy seguro de que no les digo nada nuevo al agregar que los niños no reaccionan tan vivamente ante otras cosas como lo hacen ante el humor. El humor les dice que podemos cometer errores y tener debilidades; y de hecho, somos amados precisamente por nuestros errores y debilidades. Esto, creo yo, completa el círculo y nos conduce nuevamente a nuestro punto de partida: el juego espontáneo. El milpiés puede danzar otra vez.