El carácter: ¿armonía o lucha?

El carácter es la cualidad humana gracias a la cual la inteligencia y voluntad predominan sobre las tendencias inferiores del hombre. Del individuo que se deja llevar por las sensaciones de los sentidos y por los impulsos sensibles que de ellos se derivan decimos que es un hombre de mal carácter, aun cuando tales impulsos resulten socialmente agradables. La formación del carácter, así considerada, presupone obviamente la de la inteligencia (que goza de la aptitud habitual de aprehender la verdad y el bien, presentándolo a la voluntad) y la de la voluntad (dócil para seguir las instancias acertadas de la inteligencia y fuerte para ejecutarlas). Pero en las relaciones entre estas facultades, aparecen tres modos fundamentales de ser:
El racionalismo es una manera de conducirse en la vida según la cual todo es susceptible de ser sometido al imperio de la razón. Lo que no logra encajar dentro de los cartabones racionales es indigno de ser tenido en cuenta. Diríamos hoy que lo que no puede introducirse en la computadora carece de valor.
El voluntarismo apuesta todas las cartas a la fuerza de la voluntad. Lo importante de cualquier asunto es quererlo: quererlo con pasión y fuerza. El voluntarismo descuida las razones que se dan para actuar de una determinada manera. El querer “porque quiero” es la regla máxima de la conducta voluntarista. Esta conducta dista mucho de ser caprichosa. Aunque tenga de común la irracionalidad, el capricho es una forma sentimental de conducirse. El capricho es voluble; la base del voluntarismo, en cambio, es la irrevocabilidad: una vez que se ha decidido, la peor equivocación sería volverse atrás. Voluntarista se muestra Bismarck cuando asegura que una mala política es mejor que una política indecisa.
El sentimentalismo. El racionalismo y el voluntarismo son dos formas diversas y antagónicas del carácter del hombre, pues cumplen con la definición que le hemos asignado: el dominio, en la conducta, de las facultades superiores del hombre. El sentimentalismo, en cambio, es precisamente la falta de carácter porque el aspecto sensible del hombre, que es la parte inferior suya, aunque necesaria, prevalece sobre las facultades superiores. Esto no significa que el hombre no deba tener sentimientos (buenos o malos;sólo quiere decir que los sentimientos no han de ser la principal dimensión motora de la conducta humana, porque el sentimiento llega a distinguir entre lo agradable y lo desagradable, sensible y psicológicamente, pero no entre lo verdadero y lo falso (diferencia que capta la inteligencia) o lo bueno y lo malo (que decide la voluntad).
El desarrollo del carácter, en una primera instancia, persigue la armoniosa y sintética relación entre estos tres aspectos principales de la realidad del hombre: la inteligencia, la voluntad y el sentimiento.

CARÁCTER: CONJUGACIÓN DE SENTIMIENTO, VOLUNTAD E INTELIGENCIA

El racionalismo, voluntarismo y sentimentalismo son deformaciones unilaterales del carácter, que un carácter armónico debe superar. La armonía, no obstante, está muy lejos de implicar equiparación. La formación del carácter necesita enfrentarse con el hecho, no siempre admitido, de que lo sensible (en su aspecto aprehensivo y tendencial) es inferior a la aprehensión del entendimiento y a las tendencias de la voluntad. La inteligencia y la voluntad se ubican encima de lo sensible. Lo sensible es el ámbito que el ser humano comparte con el resto de los animales. No por ello se hace en modo alguno despreciable, ya que el hombre por esencia es animal, y dejaría de ser hombre si careciese de sensibilidad. La sensibilidad no debe abolirse -tarea por demás inútil- sino cultivarse. La recta consideración de este cultivo de la sensibilidad es uno de los capítulos centrales de la formación del carácter, ya que ésta tiene su punto álgido en la verdadera ubicación de las facultades del hombre y su acertada y mutua relación. De estas facultades, las únicas que no se encuentran bajo el dominio o señorío del sujeto humano son precisamente las responsables de los sentimientos (que llamamos afectividad), como la imaginación y los apetitos sensibles.
La inteligencia se encuentra por naturaleza sujeta a la verdad de su objeto, a la que no puede contravenir so pena de contravenirse a sí misma, y sujeta también al mando de la voluntad, en el que se deposita no sólo la posibilidad del error, sino también la del ejercicio empeñoso de la inteligencia para esclarecer la verdad de su objeto. Por su parte, la voluntad es dueña de sí misma y de la inteligencia.
Cuando la voluntad se deja influir por los sentimientos, más que por la inteligencia, ésta sufre una atrofia en su papel orientador de las tendencias volitivas. Ello ocurre cuando el impulso o juicio del sentimiento se anticipa y prevalece sobre el de la razón o inteligencia. Para que el sentimiento no ejerza esa tarea atrofiante de la inteligencia, ésta debe valorarlo y presentar a la voluntad su recomendación o repulsa intelectual.

La lucha contra el sentimentalismo suele seguir dos caminos equivocados:

a) Procurar que surjan sentimientos buenos en lugar de sentimientos malos (hasta llegar a ser lo que se llama “un hombre de buenos sentimientos”). Con este modo de formar el carácter se elude el centro del problema. La marginación de la inteligencia tiene lugar tanto si los sentimientos son malos como si los sentimientos son buenos. La conducta del hombre, entonces, podría ser buena desde el punto de vista de sus resultados externos, pero internamente no sería una conducta propiamente intelectual sino, precisamente, sentimental.
Pero, además, este intento no suele obtener los resultados pretendidos, porque los hombres no somos dueños de nuestros sentimientos, sino de nuestra conducta. El hombre se ha de habituar a conducirse de acuerdo con lo que intelectualmente le conviene, y no de acuerdo a lo que sentimentalmente se inclina.
b) Procurar que no surjan malos sentimientos. Este proceso puede ser más positivo que el anterior, en la medida en que propicia lo que clásicamente se ha llamado “huir de las ocasiones” -lugares, compañeros, vistas, imaginación- que suscitan malos sentimientos. Sin embargo, pese a que huir de las ocasiones -que corresponde a nuestra conducta- sí está bajo nuestro dominio, los sentimientos perversos pueden surgir aunque no los susciten ocasiones externas: el hombre está cargado de concupiscencias, de apetencias irracionales, y no puede huir de sí mismo.
Por esto, el empeño de la forja del carácter, en relación con el sentimentalismo, ha de seguir un derrotero más claro: que la voluntad se acostumbre a actuar de acuerdo con los juicios de la inteligencia, y que la inteligencia se habitúe a considerar las cosas -planes, proyectos y acciones concretas- con visión objetiva de lo que somos y debemos ser.
Una buena parte de las técnicas, consejos o recetas psicológicas trata de suplir la falta de estos dos hábitos humanos: el de pensar bien y el de querer lo pensado. Pueden, quizá, obtener frutos efímeros, pero terminan reduciendo las posibilidades de aquello que es más valiosamente humano: su inteligencia y su voluntad. Tal vez logren una conducta epidérmicamente satisfactoria para un abúlico y un débil mental.
¿Y los sentimientos? Estan ahí presentes, pero no son definitivos en nuestra actuación. La antropología cristiana ha descubierto una doble ley (la dictada por la cabeza y la dictada por el sentimiento, que son dos piezas que no encajan;doble ley de la que nos percatamos incluso cuando sabemos que obramos mal y cuando el sentimiento se subleva al obrar bien, porque el sentimiento no tiene empacho en apegarse a lo que la cabeza considera despreciable. Esta doble ley puede estudiarse con claridad en San Pablo y deberían meditarla los sentimentales.
En la lucha contra el imperio prevalente de los sentimientos hemos de tener cuidado en percatarnos de que los sentimientos se encubren de razón. De esa manera, el estado de ánimo desplaza a las razones y motivos intelectuales y se hace pasar por ellos (es cuando, como lo dice Josemaría Escrivá de Balaguer, “tendrás muchas razones, pero no tienes razón”). La psicología ha estudiado este fenómeno bajo el nombre de racionalización, pero no es necesario saber psicología para detectarlo: basta con observarse a uno mismo en la reflexión y dejarse observar en el consejo que pedimos a otro. El pedir consejo a una persona de valía intelectual y de confianza sirve para objetivar el estado de ánimo o el sentimiento, para desenmascarar los disfraces con que éstos se ocultan.
En la filosofía oriental se persigue no tener sentimientos (estado de nirvana que equivale a lo que los griegos denominaban ataraxia o imperturbabilidad de ánimo). En la filosofía aristotélica, más realista, y en la filosofía moral cristiana, no se persigue ilusoriamente el apaciguamiento de los estados de ánimo, sino el actuar por encima de ellos. Se nos pide así, por ejemplo, que en la tribulación nos comportemos como si estuviéramos alegres, aun estando atribulados. A este modo de conducta le llamamos temple o punto de dureza y flexibilidad que es el que adquieren los buenos metales.
Para trascender los sentimientos, debe tenerse en cuenta que el ser humano no posee un dominio despótico sobre ellos. Sólo cuenta con lo que Aristóteles llama dominio político: que consiste en convencer o persuadir al sentimiento -por decirlo así- de que no insista, porque su tendencia o impulso no es conveniente según criterios racionales; así como el gobernante ha de convencer a los súbditos libres, que no son sus esclavos, orientándolos hacia los aspectos nobles de la vida para que les resulten, además de nobles, placenteros.
De manera análoga ha de comportarse el hombre, incluso cuando los sentimientos se inclinen en el mismo sentido que el dictamen o juicio racional. Para Aristóteles un buen gobierno es aquél en el que hay armonía entre la racionalidad y la afectividad. Pero la relación de la racionalidad respecto de la afectividad es una relación de obediencia. Repárese que no hablamos de la obediencia que corresponde a los esclavos, sino a los libres. La razón ha de persuadir a la afectividad (como el padre al hijo o los amigos entre sí), y la afectividad escuchar a la razón. Por esto, la relación política entre inteligencia y afectividad es una relación por naturaleza inestable. El buen gobierno no sólo es válido para la regencia de la ciudad, al que Aristóteles aquí se refiere, sino también para algo más importante, que es el gobierno de sí mismo. El carácter es la permanente procuración de la estabilidad dentro de lo que es de suyo inestable.
En efecto, este dominio de los sentimientos es el trazo más importante del carácter, de la personalidad. Sólo quien actúa siguiendo a la razón ¾ sin racionalizaciones¾ tiene objetividad y sentido panorámico de la vida. Los sentimientos suelen ser subjetivos, puntiformes, ciegos, caprichosos. Lo más difícil de vencer son los sentimientos, porque son lo más íntimamente nuestro, al punto de que hay una natural resistencia a manifestarlos con impudicia. Vencer los sentimientos es, pues, vencerse a sí mismo.
Que sepamos, no se ha reparado en el importante hecho etimológico de que los latinos tenían una sola palabra (intemperies) para indicar el estado por el que el hombre se encuentra desguarnecido -precisamente, a la intemperie- y el estado del hombre poseído por el hábito de la intemperancia, es decir, quien carece de mesura y dominio, es impulsivo y sentimental. Pues ambos estados, en medio de su radical distinción (uno se refiere a elementos externos, y el otro a sentimientos internos) se encuentran a merced de factores que no dominan, sean el clima y el viento en el primer caso, sean la desmesura y fogosidad de los sentimientos en el segundo. Los juicios de la razón sirven para guarecer al hombre de las fuerzas impulsivas, tanto como un buen cobijo le protege de las inclemencias temporales.
La antropología clásica divide a los sentimientos, en su nexo con la razón, en tres clases: antecedentes, concomitantes y redundantes.
* Los sentimientos antecedentes son los de mayor significación y surgen antes de las consideraciones de la razón. Los juicios sentimentales son realmente pre-juicios: se adelantan al estudio sereno sobre las personas y los acontecimientos.
* Los sentimientos concomitantes pueden favorecer o dificultar la acción racional: hay acciones racionales que se hacen con gusto o con disgusto. Este hecho -el de los sentimientos concomitantes- debe ser una circunstancia superficial e irrelevante para la acción. Pero el sentimental hipertrofia su valor, al punto de sólo seguir a la razón cuando los gustos sensibles concomitan en el mismo sentido que ella. El error del sentimentalismo reside en confundir el amor, el verdadero querer del hombre, “con unos sentimientos dulzones y blandos”, como decía Josemaría Escrivá. Ello no sólo es sensiblería, sino verdadero egoísmo, porque se sigue la ley del gusto más personal e individualizado. Los que así actúan, en lugar del corazón tienen en el pecho un bote de mermelada. La diferencia entre el amor y los sentimientos agradables y espontáneos puede rastrearse cuando nos percatamos que el amor nos impulsa a una entrega que a veces se hace de mala gana, pero se hace. La alegría que proviene sólo del gusto es una débil sombra de la que procede del amor. Frente a los sentimientos concomitantes la sugerencia es ésta: actuar siempre como si lo que hacemos nos gustara (sobre todo cuando no nos gusta).
Los sentimientos concomitantes no siempre son del mismo tipo que los antecedentes: una acción concomitantemente placentera pudo haber estado antecedida por la apatía o desgana, incluso sabiendo que era placentera. La práctica, por ejemplo, de algún deporte, siendo concomitantemente placentera, puede ser vista como desagradable desde el lecho matutino.
* Los sentimientos redundantes son aquellos que resultan espontáneamente de las acciones hechas bajo o al margen de la regla de la razón, como el sentimiento de satisfacción por el deber cumplido o los remordimientos de conciencia, respectivamente.
Puede ocurrir que el cumplimiento del deber se emprenda a pesar de haberle precedido y acompañado fuertes sentimientos antecedentes y concomitantes adversos. Pero, posteriormente, al hacer lo que se debe, por encima y a pesar de tales sentimientos previos y simultáneos, se desencadena un profundo gozo redundante, que es superior a todo sentimiento epidérmico. Tal gozo modifica cibernéticamente los sentimientos antecedentes, en un círculo beneficioso, permitiendo que se transformen, ante situaciones análogas, en favorables -en lugar de adversos- respecto de esas acciones.
Pero también hay sentimientos que siguen a una conducta no hecha de acuerdo con la razón. Se llaman remordimientos, y pueden también ser más hondos que lo que fueron los agradables sentimientos antecedentes o concomitantes.
Estos sentimientos redundantes, pese al influjo que pueden tener en el alma, no han de convertirse en la finalidad de nuestra conducta (es resultante de ella, pero no fin suyo): hemos de actuar porque así nos lo sugiere la recta razón, y no para tener las satisfacciones consecuentes a un buen cumplimiento ni para evitar remordimientos posteriores. Si cayéramos en esa trampa, dejaríamos de actuar como debemos cuando dejáramos de sentir aquella satisfacción por haber obrado bien, o este desasosiego por haber obrado mal.
Los sentimientos más vehementes e inmediatos se refieren a las cosas (el propio cuerpo, con sus pasiones inherentes, y el cuerpo ajeno como objeto de nuestra tendencia, se convierten a veces en una cosa), especialmente respecto de aquellos bienes que guardan relación con la conservación de la vida, sea la propia, como el alimento, sea la de la especie, como el sexo.
Pero los sentimientos más profundos (y más racionalizables, en el sentido antes precisado) no son los referentes a las cosas, sino a las personas. Los sentimientos que tienen como destinatarios a las personas son los más peligrosos, en el sentido de perturbadores de la recta razón y del sensato proceder volitivo.

EL CARÁCTER COMO AUTODOMINIO

El carácter, en su significado más verdadero, se define como una estructura virtuosa. Pero toda virtud implica, si nos atenemos a las afirmaciones de Octavio Paz, un denso coeficiente de autodominio. Sin embargo, no sólo la virtud no puede interpretarse bien sin esta dimensión del propio señorío, sino que, además, nuestro tiempo, y sus decadencias morales, son fruto inequívoco de esta pérdida del señorío de sí mismo.
Al filo de los años sesenta, el mundo entero adoptó una finalidad antropológica según la cual el hombre encontraría la plenitud mediante el proceso de su autoexpresión. Existían demasiadas constricciones sociales, deberes laborales, costumbres aún victorianas, trabas racionalistas. El hombre padecía de una esclerosis exógena provocada por reglamentaciones postizas e inútiles. Si el ser humano quería llegar a su completa plenificación (sirva la redundancia), debía liberarse de toda aquella vinculación o ligadura extrínseca que le impidiese expresarse ante sí mismo y ante los demás con la prístina autenticidad de su ser, con la natural espontaneidad de su naturaleza, con la sincera transparencia de su yo. El hombre sería tal gracias a su autoexpresión.
Este polo unívoco del perfeccionamiento humano arrastró un efecto perverso inadvertido: con las ligaduras externas, cuya liberación estaría quizá justificada, se rompieron también los vínculos internos que conservaban y protegían la naturaleza del hombre, esto es, su fundamental modo de ser. En su desbocado afán de expresarse, quedó vacío, perdiendo su más personal intimidad. Quedó literalmente a la intemperie, sin medida, intemperante.
Es preciso mover ahora el péndulo de la autoexpresión a la autodisciplina (Horowitz;pasando de la pérdida de controles externos al autodominio. Por ello nos interesa tanto, en el momento contemporáneo, visualizar el carácter, si no única sí principalmente, como esa cualidad humana que nos permite ser dueños de nosotros mismos.
Ya hemos dicho que el dominio de los sentimientos es un expresivo y casi antonomásico dominio de sí. Nos referiremos ahora a aquellos sentimientos, impulsos o pasiones cuyo dominio resulta más importante en el orden de la formación del carácter. ¿Cuáles son aquellos impulsos pasionales, aquellos sentimientos cuyo dominio, una vez alcanzado, facilita o produce el dominio sobre las demás tendencias sensibles?
Después de una larga reflexión, y atendiendo a los estudios humanistas clásicos de mayor garantía, nos parece estar en condiciones de contestar que los impulsos cuya dominación es decisiva para desencadenar el propio señorío son los siguientes:
a) Dominio del miedo a perder la vida.
Quien es capaz de dominar el temor a la muerte ha adquirido la capacidad de dominio de cualquier otro sentimiento, que podría verse siempre bajo la perspectiva de su esencial caducidad: ningún sentimiento, por doloroso que se presente ha de perturbarme, ya que no me perturba el macabro sentimiento que hace brotar en mí el pensamiento de mi propia muerte.
Como ya se explicó respecto de otros sentimientos, el dominio del miedo a la muerte no significa la supresión del miedo, sino el conducirme ante él como si no existiese (no la muerte, sino el miedo). Este dominio, en el sentido de comportarse como si no le tuviese miedo al morir, se hace valedero, precisamente, cuando, pese a la presencia del temor a morirme, no eludo el pensamiento de la propia muerte, sino que pienso en ella con la misma detención y detalle con que pensaría si no tuviese tal temor (lo cual, evidentemente, no sucede). Entonces me encuentro en condiciones de orientar el miedo a la muerte de una manera metafísica y cristiana. No se trata de un juego de la imaginación, sino del encararnos vitalmente con algo de crucial importancia para mi existencia, como es la cuestión de su término.
b) Dominio de la tendencia al placer del comer y del beber.
La tendencia a las realidades materiales que nos permiten subsistir es tan fuerte e intensa -vehemente, dijimos- como la apetencia misma a la vida. La intensidad del placer en la comida y la bebida parece tergiversar nuestra necesidad del propio dominio: es, al revés, el apetito el que nos domina.
El dominio de las intensas tendencias de los placeres de la comida y la bebida no consiste en suprimir la tendencia ni, menos, en cancelar el placer. Si, por un absurdo, éstos desapareciesen, no habría nada que dominar. El dominio en que reside el carácter humano consiste en comportarse como señor en medio de la tendencia y del placer mismo; servirse de la comida y la bebida como un instrumento para el propio subsistir (como para vivir) y no como una finalidad suya (vivo para comer), preparándose así para adoptar esta postura ante cualquier otra necesidad, que no sea nunca tan fuerte ni tan intensa.
El trastoque de los fines (buscando el placer de la comida aun en perjuicio de la propia subsistencia) es justamente lo que denominamos pérdida del dominio ante tal impulso: porque el instrumento o medio se ha convertido en finalidad, desplazando a y en perjuicio de la finalidad racional para la que había sido dispuesto.
c) Dominio de la tendencia al placer sexual.
La tendencia al placer venéreo, según los estudios clásicos, es tan intensa que hace perder el entendimiento. También ahí el hombre ha de ser dueño de sí, aun cuando parece que en tal situación, el hombre es más bien llevado o arrastrado por el placer en vez de conservar el señorío sobre él.
¿En qué consiste este dominio? El hombre domina el acto sexual, en el momento mismo de su irrefrenable impulso, cuando no cosifica a su cónyuge convirtiendo a la persona que es, en un objeto de placer. La unión corporal del hombre y la mujer tiene un sentido racional claro que nunca debe perderse. Por un lado, es la expresión material de un amor espiritual y personal que reviste la misma fuerza, intimidad, totalidad y profundidad que el amor carnal materializado en esa unión corporal. Cuando el acto conyugal se desgaja del amor espiritual se pierde el dominio del espíritu sobre el cuerpo. Como se sabe, el lujurioso es un hombre sin carácter.
Pero, por otro lado, la unión conyugal tiene como finalidad racional evidente la propagación de la especie humana. Cuando la finalidad natural racional queda desplazada por el placer, acontece algo similar a lo que ya advertimos para el caso del alimento: el medio, el incentivo, la motivación se convierte en finalidad. Esta tergiversación del medio erigido en fin constituye, paralelamente, una pérdida del dominio del acto. En efecto, su estructura racional e inteligible se supedita a los términos puramente sensibles del mismo. El siervo se ha convertido en señor, con la aquiescencia, además, del propio señor que acepta, como esclavo, esta tergiversación.
d) Dominio de la tendencia a la manifestación del enojo.
Se da aquí, como en el caso anterior, una suerte de cosificación del otro. Pero, necesitando de la persona como destinatario de las relaciones, el enojo, enfado o mal humor produce el artilugio de no tratarla ya como persona, sino como objeto de ira y de mal humor.
Es imposible que en una relación cotidiana estrecha no aparezca el enojo, sea que determinadas circunstancias produzcan un impulso de ira que requiere desahogarse en una persona cualquiera, sea que una persona determinada constituya la causa o razón del enojo y aparezca, simultáneamente, la necesidad de la extroversión del enojo ante ella misma.
Por paradójico que parezca, el primer caso -enojarse con una persona movido por circunstancias ajenas a ella- implica mayor degradación que el segundo -enojarse con una persona particularizada que es la causa o motivo simultáneo del enojo- , pues en el primer caso se requiere de una persona cualquiera, por motivos que le son extraños, mientras que en el segundo el destinatario del enojo no pierde la condición de sujeto consectario con su ser de persona.
Por este motivo, el dominio de la tendencia a la manifestación del enojo debe atacarse en el primer grado -la persona es sólo desahogo- , para acceder luego al ataque del segundo -la persona es desahogo por haber sido, real o presuntamente, causa del enojo que se desahoga-.
El dominio de la tendencia a la manifestación del enojo no consiste, como ningún otro dominio de los sentimientos, en una mera y estricta contención. Nadie puede reprimir el sentimiento del enojo. Lo que el hombre sí puede hacer, y está en sus manos hacerlo, es actuar como si no estuviera enojado. Más aún, hacerlo como si estuviera contento, sin estarlo. No se trata de perfeccionar las técnicas del cinismo. Puede transformarse el enojo en sonrisa cuando el hombre, por medio de la autopersuasión se convence a sí mismo de que la persona destinataria del enojo es más profundamente objeto de su amor que de su ira. Con una diferencia fundamental que debe mantenerse expresa: no soy dueño de mi ira -que es, al fin y al cabo, un producto sentimental- pero sí soy dueño de mi amor, que pertenece a mi voluntad de la que no sólo soy dueño, sino que ella misma es dueña de sí.
Puede afirmarse ya que el dominio del miedo a perder la vida, el dominio de la tendencia al placer de la comida y la bebida, el dominio de la tendencia al placer sexual y el dominio de la tendencia a la manifestación del enojo, constituyen cuatro formas elementales o básicas de dominio que preparan al hombre para el señorío sobre cualquier otra eventual tendencia.

EL CARÁCTER: ¿ARMONÍA O LUCHA?

Al carácter como dominio se opone en muchas culturas una concepción opuesta: el carácter como armonía. Se trata, en el fondo, de la cuestión de la naturaleza de la sabiduría. La sabiduría no es conocimiento sino comportamiento. Nos preguntamos cuál es la razón por la que el sabio se comporta como tal. En la historia del conocimiento humano se dan dos opiniones: o bien la sabiduría consiste en el logro del completo paralelismo de todas las fuerzas y tendencias humanas, que se denomina armonía, o bien la sabiduría consiste en el dominio de las tendencias racionales del hombre sobre las tendencias irracionales.
Sabemos que la filosofía aristotélica considera la sabiduría no como armonía sino como dominio. No se trata de conseguir la completa conjugación de todas las fuerzas vitales, sino la resistencia ante las fuerzas irracionales, a fin de que prevalezcan las racionales. No es una consideración represiva de los sentimientos, sino ampliativa de la persona: se dominan, superan o trascienden unas tendencias para producir espacios de ampliación y panorama frente a otras tendencias más propiamente humanas.
Las culturas que son partidarias de considerar el carácter como armonía parten de la evidente unidad del ser humano. Tanto la voluntad, como la inteligencia y los sentimientos pertenecen a uno y mismo hombre. Resultaría por tanto absurdo considerar que se trata de fuerzas, potencias, virtualidades o impulsos encontrados o antagónicos.
Si en el seno del hombre se diera un conflicto de fuerzas -como a veces incontestablemente se da- tal situación no puede considerarse como la normal o natural del hombre. Algo extraño ha de haberle sucedido a éste para que se resquebraje su prístina unidad: es absurdo que el mismo hombre pretenda con una potencia -el entendimiento, por ejemplo- lo contrario de lo que pretende con otra -el sentimiento, por ejemplo- siendo el mismo hombre.
La formación del carácter consistiría, por tanto, en la recuperación de la natural armonía perdida, recuperación que de ser ya definitiva, surgiría el estado del hombre sabio: el que vive en armonía consigo mismo.
Serían tres los modos como tendría lugar esta recuperación armónica:
1. Gracias a una connaturalidad con las leyes cósmicas (antropologías orientales: el nirvana budista o el yoga hindú).
2. Eliminando las discordancias introducidas en el hombre por la sociedad (antropologías naturalistas y utópicas, de siglos pasados, como las de Rousseau y Marx).
3. Por medio de técnicas clínicas (psicoanálisis freudiano) para lograr la tranquilidad nativa y original, puesta en desequilibrio por factores exógenos o endógenos que pueden apaciguarse técnicamente.
Para entender el alcance de ellas, y para captar el carácter concebido como armonía en todo su valor y sus limitaciones, hemos de aclarar que hay una triple relación entre los sentimientos o apetitos sensibles y la voluntad, que da lugar a un triple estado del alma:
* Cuando el apetito sensible (sentimiento) tiende vivamente, junto con la voluntad, hacia el mismo objeto, el hombre se encuentra en estado de paz o armonía.
* Cuando el apetito sensible no se mueve sino con dificultad hacia el bien al que tiende la voluntad, el espíritu se halla en lo que podríamos denominar estado de aridez.
* Cuando, finalmente, el apetito sensible tiende a un objeto incompatible o contrario con el que corresponde a la tendencia de la voluntad, el hombre se encuentra en estado de conflicto interior o desasosiego, inquietud y angustia.
Las antropologías orientales y modernas, frente a la postura aristotélica, prestan particular atención al estado del alma y buscan por encima de todo -a toda costa- huir del conflicto interior, pasar al estado de aridez (o al menos de indiferencia), y de éste a la paz o armonía entre las fuerzas sensibles y las fuerzas espirituales. El enemigo a vencer es el estado de conflicto y el objetivo a lograr es el estado de paz o armonía.

EL CARÁCTER COMO DOMINIO, ORIENTACIÓN, RESISTENCIA O LUCHA

Aristóteles, en cambio, aunque no desprecie en modo alguno el estado de paz en el hombre, no le presta primordial importancia, ni es para él el objetivo antropológico por excelencia. De otra parte, no huye del conflicto interior como si fuera el peor enemigo al que hubiera de evitar a todo trance. Y esto, porque la paz no puede conseguirse mediante procedimientos del todo racionales (ya dijimos no ser dueños de nuestros sentimientos) y porque, además, puede lograrse una falsa concordia, armonía o paz. Esto acaece cuando, a fin de evitar el conflicto interno, la voluntad cambia de dirección y en lugar de perseguir el bien racional (y arduo), se deja llevar por las orientaciones sensibles en busca del bien superficial o aparente (y fácil). Se ha conseguido la armonía interna, claudicando de la consecución del bien objetivo.
Según Aristóteles, al hombre, para serlo, le corresponde tender al bien, y optar y decidir por él. Este bien se encuentra fuera de sí mismo -en el sentido de que aún no se halla en posesión de él- , y, al alcanzarlo, aquieta su apetito espiritual: es ésta la verdadera paz del alma. A ella parece sumarse la armonía o paz interior, cuando los sentimientos, por redundancia, se unen a las tendencias de la voluntad y consuenan con ellas. Pero esta armonía es una mera adición, un plus accidental, no decisivo para la paz espiritual.
Parece ser paradójica la intuición aristotélica en el sentido de que la verdadera paz del alma se logra cuando la voluntad tiende al bien, aunque los apetitos sensibles contradigan esta tendencia; y más paradójica aún la intuición de que esa paz es más valedera y más alta, no cuando empata o concuerda con los afectos sensibles, sino incluso cuando se logra en contra de ellos.
El dominio de los afectos sensibles, como ya se dijo, cuando es requerido para el logro del bien, no implica cancelación o apaciguamiento, sino estricta y rigurosa supremacía y preponderancia sobre ellos.
Por esta causa, la antinomia entre el bien volitivamente apetecido y el bien apetecido sensiblemente no debe recibir el calificativo de conflicto interior, desasosiego, inquietud o angustia, sino de lucha. El carácter del hombre se fragua no en la armonía, sino en el combate.
A su vez, la paz entendida como armonía, colligatio, concordancia o equilibrio entre las apetencias intelectuales y sensibles del hombre puede ser fruto, sí, de aquella supremacía, pero puede serlo también de un don natural, de un temperamento propicio, que no está en nuestras manos conseguir; incluso puede ser efecto de una técnica psicológica temporalmente acertada para el caso, pero no de lo que Aristóteles llama sabiduría, que es la cifra del carácter o de la virtud. Por ello pueden hacerse, en términos de filosofía aristotélica, estas tres afirmaciones: que las pasiones no desaparecen por mandato de la voluntad; que son muchos los hombres que siguen el rumbo de las pasiones (y logran así una falsa paz;pero que sólo los sabios resisten a las pasiones, adquiriendo una paz verdadera.
Como ya hemos visto, esta resistencia, orientación, dominio o lucha no consiste en que los sentimientos desaparezcan, sino en que no prevalezcan. Las pasiones son importantísimas: sin pasión no habría aventura, empresa, poesía; pero si siguen su propio rumbo destruyen al individuo.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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