Hasta donde llega mi información, Octavio Paz no ha abordado nunca de modo directo y sistemático el tema de la familia y el matrimonio. Sin embargo, si nos zambullimos con atención en sus obras, cunden chispazos que poco a poco llegan a iluminar una multitud de facetas de estas realidades. Y no escasean las sorpresas. Tampoco las lecciones.
De éstas últimas adelanto una que viene bien como preámbulo: no se debe reconstruir su opinión sobre esta materia alrededor de una o dos afirmaciones, ni siquiera a partir de todas las que tratan ese tema, sino sólo a partir de una visión global de su pensamiento. Este es un principio elemental del estudio de todo pensador (y de todo tema), pero se descuida más frecuentemente cuando se trata de un autor cuyas ideas están al alcance de un público extremamente amplio y llegan a gentes que ni las buscaban.
EL AMOR
La puerta obligada para entrar en materia es el tema que sí ha tratado Paz de modo sistemático, el amor, tan lúcidamente descrito en La llama doble. Ahora señalaré algunos puntos que me parecen relevantes, pero remito al lector al libro mismo -cuya lectura aconsejo vivamente- y a la reseña que de él publiqué en el número 211 de esta revista. La idea aue domina en este largo ensavo, tanto en la parte histórica (capítulos 1 a 5 ) como en la que podríamos llamar sistemática (capítulos 5 a 9), es que la noción de persona es el constitutivo esencial de nuestra imagen del amor y que la persona está constituida, a su vez, por la unidad de alma y cuerpo. En muchas páginas se percibe como una fascinación, un estupor ante la unidad del hombre, unidad que desafía muchos de nuestros esquemas racionales, sobre todo esos esquemas dualistas de la modernidad que invitan a tomar partido por el alma o por el cuerpo.
El primer capítulo se abre con una descripción de la experiencia poética que la presenta como el ‘testimonio de los sentidos’, una revelación de la unidad del hombre: la mirada del espíritu encuentra, a través de los ojos de la carne, ‘otro mundo, el mundo otro que es este mundo’ (la Llama …, p.9). En el sentido estricto del término ‘poesía’, se trata de la recreación del poema a partir del texto escrito; en el caso del amor humano, es el acceso a la persona a través de su cuerpo. Así pues, la experiencia poética, que en tantos otros campos se vive como una evidencia de unidad suficientemente fuerte como para rechazar, con la autoridad de la vida, a las razones que imponen quiebras en nuestro ser, es también aquí un llamado a confiar más en nuestra sensibilidad.
Por sensibilidad entiendo la percepción inmediata, no alterada por formulaciones razonadas, esa capacidad de comprensión que tantas veces no va acompañada de la capacidad de justificar lo comprendido. Si es posible hablar de sensibilidad en este sentido, es decir, más allá de lo estrictamente sensible, es gracias a la unidad del hombre, de la que el ensayo de Paz está embebido: “cuando hablo de persona humana no evoco una abstracción: me refiero a una totalidad concreta. He mencionado una y otra vez a la palabra alma y me confieso culpable de una omisión: el alma, o como quiera llamarse a la psiquis humana, no sólo es razón e intelecto: también es una sensibilidad. El alma es cuerpo: sensación; la sensación se vuelve afecto, sentimiento, pasión” (La Llama…, pp.170-171).
Que el amor es una relación entre personas puede parecer una afirmación inútil por obvia. Sin embargo, cada vez que nos rehusamos a conceder el nombre de amor a algo que se quiere hacer pasar por tal está de por medio la presencia/ausencia de la persona. Evidentemente, no se trata de que la acción la realice o no una persona, pues en ese sentido todo acto del hombre es personal. Se trata de que en la acción entre en juego su específico ser personal. “Hacer el amor” es una metonimia de gran fuerza y belleza dentro del contexto de la unidad alma/cuerpo. La metonimia es un recurso retórico (un tropo) que sustituye el nombre de la causa por el del efecto -viceversa-, el del continente por el del contenido -o viceversa-, etcétera, como en “leer a Cervantes”, “dar una caridad”, o “coadyuvar con Los Pinos”. “Hacer el amor” es una expresión
metonírnica porque, aunque textualmente sólo alude a la puesta en obra de un acto de amor, la realidad significada es mucho más rica: amor no es sólo el efecto del acto sino también su causa y, además, el acto es en sí mismo amor y manifestación de amor. El problema está en que es posible realizar una acción físicamente idéntica que no sea ni acto ni efecto ni manifestación de amor a la que, por su valor paradigmático, sigamos aludiendo con la expresión “hacer el amor”. El resultado es tan lamentable y
deformante como el actual uso de “caridad” como sinónimo de “limosna”.
¿Dónde se ha de buscar la presencialausencia de la persona? Si, por ejemplo, el “partner” puede ser sustituido indiferentemente por otro que dé el mismo resultado, es claro que la atención no se dirigía a la persona. Es ésta justamente “la línea que señala la frontera entre el amor y el erotismo. El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a un alma” (La Llama…, p.33). Hace años Paz había escrito precisamente que “el erotismo tiende a enaltecer no el carácter único del objeto erótico sino sus singularidades y exentricidades”. La expresión “objeto erótico” es sumamente reveladora: en el puro erotismo el otro es un objeto, no un sujeto, no una persona.
En La llama doble encontramos dos afirmaciones complementarias muy densas de significado por el hecho de coincidir en su formulación: “Hay una conexión íntima y causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor” (p.129), y “Hay una conexión íntima y causal entre amor y libertad” (p.157). Muchas conclusiones importantes pueden salir de estas premisas. Una consecuencia de esta conexión la había enunciado Paz en una entrevista de 1978: “Ni el concepto de alma ni el de persona y menos aún el de libertad aparecen en el erotismo”. ¿Por qué, entonces, el erotismo se hace pasar tan fácilmente por libertad? Es una de las falacias, uno de los “tiros por la culata” de la modernidad -la desvirtuación del mercado libre, de los partidos políticos, de los medios de comunicación, etcétera (cfr. La Llama…, p.160) que, en el tema que nos ocupa, consiste en llamar “libertad erótica” a una servidumbre.
En mi opinión, lo que aquí se delinea es una libertad en sentido fuerte: la libertad es fuerte en la medida en que se despliega en unos valores objetivos y los realiza, no en la medida en que se despega de ellos y menos aún en la medida en que no hubiera tales valores. Es en la crítica de Paz al mercado puro, a una cierta concepción de democracia y al relativismo donde más claramente se puede apreciar esta afirmación de la exigencia de un orden natural. Por este motivo me parece oportuno exponer estas ideas antes de pasar a ver lo que dice explícitamente a propósito de la familia y el matrimonio.
LA LIBERTAD
Si ante afirmaciones como “la libertad no es absoluta” nos sentimos defraudados o menos libres que antes, hay algo en nuestra noción de libertad que la deforma sustancialmente. Ese carácter no absoluto, si se comprende cabalmente, no deja lugar a la desilusión o, si se prefiere, nos des-ilusiona en serio, porque nos libera de una ilusión de libertad que nos esclavizaba. Es ilusoria y no deseable una “libertad” que carezca de toda orientación. Una libertad así sería una condenación, como lo vio lúcidamente Sartre, quien, con admirable coherencia, «en un momento de desesperación dijo: “El infierno es los otros”. Frase terrible pues los otros son nuestro horizonte: el mundo de los hombres. (…) Olvidó quizá que el nosotros es un tú colectivo: para amar a los otros hay que amar antes al otro, al prójimo. Nos hace falta, a los modernos, redescubrir el tú» (Hombres…, p.123).
EI tú me revela, en primer lugar, que si mi libertad no es absoluta es porque es mía y no de mi vecino. En la encíclica Veritatis splendor se lee que la libertad “no tiene su origen absoluto e incondicionado en si misma sino en la existencia en la que se encuentra y que representa para ella, al mismo tiempo un límite y una posibilidad”. Al ser mía, le está vedado actuar en el siglo XV, o en las islas Comores, o con gustos de adolescente, o con sensibilidad de mujer, o con virtudes de que carezco, etcétera. Al mismo tiempo, al ser mía, es posible que yo quiera escribir este artículo, que lo escriba con los recursos que tengo, etcétera. Aquí surge una nueva determinación que trae consigo el tú: mi libertad no es absoluta porque hay otras libertades. No es procedente apelar a mi libertad para publicar este artículo, pues por el mism0 precio la directora de la revista apelará a la suya. Ahora bien, así como al ser mía, mi libertad recibe una limitación y al mismo tiempo su realidad asítambién la libertad del otro relativiza la mía al tiempo que la confirma como libertad. Por eso Paz termina el comentario a Sartre arriba citado -un homenaje in memoriam, de 1980- con una paráfrasis: “la libertad es los otros”, (Hombres…, p.125).
La libertad es tan poco absoluta como la persona. La persona dice esencia mente relación a otro y es en esta relacionalidad donde se despliega su libertad. Al recibir en 1982 el Premio Cervantes, Paz precisó que “la libertad, que comienza por ser la afirmación de mi singularidad, se resuelve en el reconocimiento del otro y de 10s otros: su libertad es condición de la mía. En su isla Robinson no es realmente libre; aunque no sufre voluntad ajena y nadie lo constriñe, su libertad se despliega en el vacío. La libertad del solitario es semejante a la soledad del déspota, poblada de espectros. Para realizarse, la libertad debe encarnar y enfrentarse a otra conciencia y a otra voluntad: el otro es, simultáneamente, el límite y la fuente de mi libertad”.
Esta libertad finita, condicionada9, que se despliega ante otras libertades, parece destinada al cálculo, al equilibrio de libertades, al pacto sobre los ámbitos de actuación. Pero la realidad es otra. Las libertades no pueden ser objeto de adiciones y sustracciones. En esto consiste la crítica que Paz dirige a un modo actualmente muy extendido de entender la democracia que deforma su verdadero sentido. “La democracia no es una panacea: es una forma de convivencia, un sistema para que la gente no se mate, para que los gobiernos se renueven pacíficamente y los presidentes entren en el Palacio presidencial por la puerta del voto. La democracia nos enseña a convivir y nada más”. El énfasis en el carácter puramente funcional de la democracia pone en evidencia otra determinación de la libertad, quizá la más olvidada -o rechazada- en nuestra época: su referencia a un orden objetivo.
La necesidad de que la libertad tenga un criterio de actuación aparece desde hace tiempo en las reflexiones de Paz sobre la democracia y el mercado, pero de manera especial en los últimos años. Particularmente notable en este sentido es Itinerario” (otro libro que no hay que dejar de leer). En el ensayo autobiográfico que da nombre al volumen afirma que el sistema democrático hoy dominante se caracteriza por el relativism0, que consiste, entre Otras Cosas, en no señalar a la sociedad meta alguna ni código de valores. Por tal motivo “este sistema no contesta a las preguntas fundamentales que se han hecho los hombres desde que aparecieron sobre la tierra. Todas ellas se cifran en la siguiente: ¿cuál es el sentido de mi vida y a dónde voy? En suma, el relativismo es el eje de la sociedad democrática: asegura la convivencia civilizada de las personas, las ideas y las creencias; al mismo tiempo, en el centro de la sociedad relativista hay un hueco, un vacío que sin cesar se ensancha y que deshabita las almas” (Itinerario, p.126).
El vacío, generado por la visión reductiva de la libertad (como pura ausencia de vínculos), puede ser eliminado con la recuperación de una libertad orientada a la plenitud de la persona. Esa plenitud se encuentra en la comunión con el otro, con otra persona, que es otra libertad. Ahora bien, si la libertad es pura ausencia de vínculos, pretender que una libertad se plenifique gracias a otra libertad es como querer llenar un vacío con vacío. En dirección opuesta de este absurdo, Paz rescata la vinculación entre libertad y virtud y echa de menos los tiempos en que la salud política estaba cimentada en la virtud de los ciudadanos. Virtud “denota siempre dominio sobre nosotros mismos. Cuando la virtud flaquea y nos dominan las pasiones -casi siempre las inferiores: la envidia, la vanidad, la avaricia, la lujuria, la pereza- las repúblicas perecen. Cuando ya no podemos dominar a nuestros apetitos, estamos listos para ser dominados por el extraño” (Itinerario, p. 132).
La democracia no puede ser de suyo un ideal de vida”. Tampoco, evidentemente, el mercado, que es inmisericorde. Pero no hemos de pensar únicamente en el drama de los condenados a malvivir en la miseria sino también en la desgracia, no menor, de quienes en la holgura llevan una vida menos humana, porque “aparte de las injusticias y desigualdades que produce, el mercado daña moral y espiritualmente a los hombres pues substituye la antigua noción de valor por la de precio. Ahora bien, las cosas más altas y mejores -la virtud, la verdad, el amor, la fraternidad, la libertad, el arte, la caridad, la solidaridad- no tienen precio” (Itinerario, p.235).
Vuelve ahora esa íntima conexión entre alma, persona, derechos humanos, amor y libertad. Paz se sitúa claramente contra corriente cuando pone en conexión la moralidad pública y los derechos humanos: “Es extraño que en una época en que se habla tanto de derechos humanos, se permita el alquiler y la venta, como señuelos comerciales, de imágenes del cuerpo de hombres y mujeres para su exhibición, sin excluir a las partes más íntimas. Lo escandaloso no es que se trate de una práctica universal y admitida por todos sino que nadie se escandalice: nuestros resortes morales se han entumecido” (La Llama…, p.1 58)
LA FAMILIA
Hay algunas afirmaciones elementales que, aunque están dichas de paso, no por ello carecen de importancia. Se les puede incluso atribuir la fuerza de lo que seda por supuesto. Octavio Paz sostiene que la familia “es el núcleo y el alma de cada sociedad” (Itinerario, p.173), la cual, por ende, no puede subsistir sin la familia. S obre este carácter esencial de la familia no se detiene, pues le parece incuestionable, al menos si se presupone la índole social del hombre. Lo que a mi juicio constituye la contribución más relevante de Paz es la consideración de la familia como trasmisora de cultura. La humanización del hombre va más allá de lo biológico y es justamente la familia el medio ordinario por el que la natura recibe su acabamiento de cultura que intrínsecamente exige. Sobre el caso concreto de nuestro país afirmaba Paz en 1975: (En el fondo de la psiquis mexicana hay realidades recubiertas por la historia y por la vida moderna. Realidades ocultas pero presentes. (…) La familia es una realidad muy poderosa.
Es el hogar en el sentido original de la palabra: centro y reunión de los vivos y los muertos, a un tiempo altar, cama donde se hace el amor, fogón donde se cocina, ceniza que entierra a los antepasados. La familia mexicana ha atravesado casi indemne varios siglos de calamidades y sólo hasta ahora comienza a desintegrarse en las ciudades. La familia ha dado a los mexicanos sus creencias, valores y conceptos sobre la vida y la muerte, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, lo bonito y lo feo, lo que se debe hacer y lo indebido. En el centro de la familia: “el padre”.
A la vuelta de once años Paz se pronunciaba diversamente sobre la figura central de la familia: “La sociedad hispanocatólica es comunitaria y su núcleo es la familia, pequeño sistema solar que gira alrededor de un astro fijo: la madre”. Este cambio de parecer consiste en una profundización. El protagonismo del padre tiene una vigencia
superficial, responde con datos externos a la cuestión sobre “quién manda”. Pero esos actos de mando no configuran a las personas y a los pueblos en profundidad como la acción de la madre. Paz piensa que la familia, mientras no deje de ser familia, es suficientemente fuerte como para conservar la identidad de un pueblo. A propósito de los latinoamericanos que viven en los Estados Unidos asegura: “La familia es el centro cultural; mientras haya familia hispánica, familia chicana, familia puertorriqueña y familia mexicana en los Estados Unidos, habrá supervivencia cultural de lo hispánico en los Estados Unidos”.
Ciertamente es posible también perder el sentido de la mesura acerca de los valores familiares, pero éste no sería nunca un motivo suficiente para descalificar en pleno la institución familiar: “En el dominio de la economía también es urgente despertar energías y fuerzas no utilizadas. Por ejemplo, la familia. En Japón ha sido un foco de creación económica y cultural. En México también podría serlo. Es verdad que la familia mexicana ha tenido una influencia negativa pues ha sido el origen del patrimonialismo y el nepotismo. Los lazos familiares y amistosos han sido más fuertes que los lazos ideológicos y que las consideraciones técnicas. Nuestros prohombres han protegido a sus parientes con puestos públicos y prebendas. Pero es imposible olvidar que la familia mexicana ha sido el centro de la solidaridad social y la depositaria de los valores tradicionales”.
Los textos anteriores, a la luz de los referentes a la libertad, muestran una concepción de la familia basada en una configuración del ser humano dada, no estipulada, creadora de cultura, no fruto de ella. Cierto, es una peculiar naturaleza que exige terminantemente una autorrealización, una autocreación, a tal punto que es del todo imposible encontrar una naturaleza humana en estado puro: los hombres aparecen siempre recreados por sí mismos. El papel de la familia en esta recreación es complejo. La familia ofrece un sinnúmero de conformaciones según las culturas, pero ella, en sí misma, pertenece a la configuración dada del hombre. El hombre es un ser en el que lo dado comprende la exigencia de lo no-dado, y el no-dado forma un patrimonio susceptible de trasmisión (es decir, de ser dado), en la cual el primer escalón es ordinariamente
la familia. En ella lo dado y lo no dado están tan entrelazados que parecen indiscernibles, como se puede ver en las mencionadas dimensiones sexualidad/erotismo/amor, que son precisamente eso, dimensiones de una realidad única. Que el erotismo (cultura) niegue a la sexualidad (naturaleza) es un modo de hablar: la niega en el sentido de que va más allá, pero en realidad la asume. Otro tanto acontece en la trasfiguración del erotismo por el amor. Bien dice Paz que no se trata de un paso de lo corporal a lo espiritual sino a lo personal, que consiste en una unidad alma/cuerpo.
Desde este contexto veo presentarse en el horizonte de nuestras consideraciones un paso que Paz no da y que vendría a reforzar poderosamente su canto a la unidad de la persona humana. La experiencia poética le permite superar la visión racionalista de quien en lo sexual sólo percibe una realidad biológica o, con la añadidura del elemento cultural, una relación sujeto/objeto; la supera hasta perfilar la noción de amor que ya expusimos. ¿P0r qué no aplicar la misma experiencia a la génesis de cada persona
humana? Relegar la reproducción al ámbito de la naturaleza ¿no es quitar humanidad al inicio de la humanidad? Si el acto conyugal no es pura sexualidad sino también erotismo y amor en estrecha unidad donde el amor asume las otras dimensiones, por qué pensar que el hijo proviene sólo del ayuntamiento biológico y no de toda esa unidad?
La autosuficiencia de lo biológico para suscitar nuevas vidas humanas favorece la consideración reductiva. Pero ¿es eso lo que llamamos “traer un hombre al mundo”? Si, por el contrario, llevamos la unidad de la persona a sus últimas consecuencias, resulta que la persona, cuyo constitutivo radical es la llamada a la comunión, tiene su origen,
deslumbrante de belleza, en una comunión de personas: amor que, por la condición humana -cuerpo y alma, naturaleza y cultura-, es también erotismo y sexo. “Traer un hombre al mundo”, pues, comprende las tres dimensiones: comunicarle la vida biológica, trasmitirle una identidad -un ethos- y situarlo en una comunión de personas.
La llama doble no dice casi nada sobre los hijos y sobre la paternidad y la maternidad. Un pasaje que suscita en algunos lectores la expectativa de una consideración del hijo parece luego eludir la cuestión: «el sexo es la raíz, el erotismo es el tallo y el amor la flor. ¿Y el fruto? Los frutos del amor son intangibles. Éste es uno de sus enigmas» (La llama…, p.37). En la lógica interna del libro todo esto es perfectamente coherente: Paz subraya varias veces que no se ocupará de la sexualidad sino del amor. Con la consideración de la unidad de la persona en la génesis de la persona el hijo podría volver a ser un tema de amor.
EL MATRIMONIO
Sobre la esencia del matrimonio, que en un tiempo Paz consideró un enemigo del amor, hay en sus últimos escritos varios puntos significativos, en los que se reflejan las concepciones arriba anotadas sobre la libertad, el amor y la familia. De esos puntos destacaré dos.
Por una parte, su matrimonio lo ha llevado a superar esa visión. «La lndia me enfrentó al amor: allá conocí a mi mujer». Frase breve, dejada caer en una entrevista, que no podría estar más alejada del antagonismo postulado anteriormente. ¿Cómo puede decir que se enfrentó al amor, ya pasados los 50 años, cuando no le faltaron antes lo que cualquiera llamaría amores? Y precisamente ese amor es el que, asumido bajo la forma de matrimonio, presenta desde entonces como una realidad social, y a la vez, como cifra de su identidad personal: “-Esos años en la lndia qué influencia han tenido en usted? -Sobre todo de orden personal. En la lndia encontré a mi mujer, a Marie-Jo. Después de nacer, es lo más importante que me ha pasado. -Se casaron allí? -Sí, debajo de un gran árbol. Un nim muy frondoso”.
El segundo punto es la confluencia de una visión realista y el convencimiento de que el amor del hombre y la mujer, hecho sociedad -la comunión vuelta comunidad-, es un bien. Un bien que hace de la fidelidad un ideal irrenunciable del amor. Es verdad que Paz se refiere a una unicidad del amor en sentido sincrónico (no más de uno a la vez), no diacrónico, y que prescindir de este último sentido supone caer en la paradoja de que una sucesión de fidelidades (de amores) en el fondo es una sucesión de infidelidades, pero eso no quita valor a la intuición del nexo profundo entre alma y amor. Este nexo, con la índole histórica del hombre, hace que entregarme entero (nota esencial del amor) signifique entregar mi vida, mi historia y, por tanto, también mi futuro, sin el cual yo no soy yo. No es de extrañar que quien apuesta por la espiritualidad del alma
y el valor de la fidelidad en el amor tenga la valentía de afirmar que el amor es “lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los bienaventurados” (La Llama…, p.218) y nos ofrezca luces entusiasmantes sobre la libertad, la persona y la familia.