Se cuenta que el tercer marqués de Salisbury, Ministro de Asuntos Exteriores durante largos años en el gobierno de Disraeli, soñó en cierta ocasión que estaba pronunciando un discurso lleno de incoherencias en la Cámara de los Lores. Se despertó sobresaltado y resultó que, en efecto, estaba en la Cámara de los Lores pronunciando un discurso lleno de incoherencias.
Me viene esta anécdota a la memoria con motivo de explicar que hay trances en la vida del hombre en que éste sufre una serie de fenómenos que tienen toda la apariencia exterior de un acontecimiento progresivo. Y uno de estos trances se produce cuando va a empezar a escribir un libro.
Iniciemos el recorrido con el primer atisbo literario, el primer asomo, la semilla inicial, sembrada a muy temprana edad, pero de lentísimo desarrollo: la vocación.
Esta palabra tiene una precisa y preciosa etimología latina que significa llamada. El futuro escritor siente desde muy niño esta llamada por un juego encontrado de rechazos y afinidades. Preferirá como regalos una Historia Sagrada ilustrada por Gustavo Doré que un mecano; una colección de Salgaris o de Verne, que un tren eléctrico… Esta formación no es todavía la vocación, pero sí una muy marcada predisposición a ella. Y «la llamada», cuando se produce, sólo se produce, como la tuberculosis, en quienes están predispuestos a recibirla.
Viene luego, una larga formación autodidacta en que se va forjando el sentido crítico y autocrítico. ¡Ay de aquel que no posea éste último! no llegará lejos en nada: hasta en las cartas que se escriben de niño o adolescente, el futuro escritor pretenderá que no sean una pura acumulación de noticias, sino que buscará una cierta perfección armonizando determinado sentido del humor con reflexiones no triviales; se llenan cuadernos con pensamientos propios o ajenos, frases felices que se nos ocurrieron al azar o de otros que apuntamos como homenaje de respeto y admiración a su talento o a su ingenio y de súbito sobre aquel campo larga y previamente abonado, surge una idea germinal: un tema para un verso, un cuento, o un discursito que a la sobremesa de una comida de amigos haga reír a los cuates.
Esta idea literaria inicial, y que pasa del pensamiento a la acción (al acto de escribir algo), generalmente nos emboba. He empleado la palabra justa. Lo mismo de niños que de maduros, nos emboba.
EL ASNO SUBIÓ AL TEJADO
Son muchos los que piensan que el escritor que se dispone a empezar una obra vive momentos de especial clarividencia, de mágica lucidez, de afinamiento de sus potencias mentales. Les aseguro que es mentira. El autor sufre, por el contrario, un visible proceso de estupidez, senilidad anticipada y grave desafinación de sus potencias intelectuales: no atiende cuando le hablan, no entiende lo que le dicen, confunde los nombres de sus hijos, intenta abrir con la llave de su auto la puerta de un coche que no es suyo, se calza con zapatos de distinto color…
Hay una locución latina que dice: Asnus ad téculas, «el asno se subió al tejado». No se sabe cómo consiguió llegar hasta allí, pero lo cierto es que, de ahora en adelante, será muy difícil desalojarlo de tan insólito lugar. Al autor, en trance de empezar un libro, le acontece lo propio: la idea germinal de su próxima obra Asnus ad téculas se le ha subido al tejado y ya no hay quien la saque de allí. Y esto aconteció al Marqués de Salisbury cuando soñaba despierto en la Cámara de los Lores: iba a iniciar la escritura de un libro y el asno lo tenía ya en la azotea. A tal estado de indefensión mental, algunos le llaman «inspiración». Y la culpa del error de creer que es un estado semidivino, la tiene Gustavo Adolfo Becker, quien escribió:
Locura que el espíritu exalta y enardece.
Embriaguez divina del genio creador…
¡Tal es la inspiración!
No le hagan caso. La inspiración se define harto mejor con este diálogo entre un escritor y su mujer, que no se entendería cabalmente si no se explicara primero que las esposas de los escritores pertenecen a una fauna especialmente cruel:
¿Qué te pasa hoy, querido, que pareces tonto?
Es que voy a empezar un libro responde él humildemente.
¡Doctor, doctor! exclama ella acudiendo al teléfono. No hace falta que venga. No es falta de riego. Es que… ¡está inspirado!
Ortega y Gasset, en uno de sus más deliciosos escritos Ensayos sobre el amor afirma que el enamoramiento supone una situación de minusvalidez para el que lo padece. Y lo explica con el ejemplo de un hombre que contempla en toda su amplitud, el panorama del mundo con sus bellezas, miserias, armonías, desequilibrios y problemas. El enamorarse, dice el filósofo, es reducir el campo de visión y concentrarlo exclusivamente sobre el ser amado. Con lo que deja de contemplar la amplitud del mundo y el foco de su visión se va reduciendo, y reduciendo, hasta que todo queda a oscuras, salvo aquello que se ama. El enamorado queda ciego, minusválido, para la pluralidad de las cosas. Y sólo tiene ojos para la singularidad amada.
ARRIBO MÁGICO Y TURBADOR
De este modo entiendo yo también la primera fase de la creación literaria, mal llamada «inspiración», y que no es otra cosa que la captación de una idea la idea germinal, la idea creadora de la obra futura y su aislamiento de todas las demás.
Si bien es cierto que el autor posee un caudal de opiniones, gustos, lecturas y tendencias estéticas previas a la obra literaria que va a escribir, no es menos cierto que existen determinados momentos en que el autor percibe un clima interior, una extraña tensión, que le hace especialmente vulnerable para recibir una suerte de soplo que le dicta la idea sobre la que ha de escribir. Y, a veces, ésta llega sola, sin buscarla, ni llamarla, mágicamente, turbadoramente.
La generación de cada uno de mis libros y perdónenme si desciendo, al explicarlo, al capítulo de las experiencias personales, el momento inicial de donde surge la idea que más tarde ha de ser desarrollada, ha tenido unos orígenes inusuales, extravagantes, insospechados y hasta cómicos.
Durante una larga época de sequía mental, abulia literaria y falta de inspiración, se presentó ante mí la idea primigenia de mi novela Los renglones torcidos de Dios.
Para escapar a esta atonía, comenté con mi mujer (que ha sido siempre mi más leal y segura consejera) que las producciones literarias de ficción que hasta entonces había escrito y que más me satisfacían eran aquéllas en que la fantasía creadora se iba tejiendo sobre la urdimbre de un paisaje o un ambiente real.
Y que, en consecuencia, como no encontraba tema alguno que me inspirase, sería necesario provocarlo. La idea de mi futuro libro era muy vaga e imprecisa: desarrollar una idea inventada que aconteciera en un lugar cierto que reuniera estas condiciones: ser nuevo para mí; ser chocante, sorprendente, distinto a todo y desconocido de la inmensa mayoría de los lectores, como un monasterio budista para mujeres en el Tíbet, pongamos por caso; un «harén» de esclavas en Irán que los hay en nuestros días; una pesquería de tiburones en el mar Rojo u otro escenario igualmente intrigante, insólito y fascinante. Mi mujer, por supuesto, debía acompañarme y la consulté si prefería el harén de esclavas o el monasterio de mujeres budistas. Y ella, con la rudeza que dan los largos años de convivencia, al oírme exclamó: «¡Estás completamente loco!». Y esta frase, dicha en broma, fue la clave que me inspiró, en serio, encerrarme en una casa de locos, para estudiar desde cerca el pavoroso mundo de los enfermos mentales y desarrollar en un manicomio la intriga de la novela que es, junto con Edad prohibida, la que ha alcanzado por su número de ediciones el mayor favor del público.
Esta es la primera fase del proceso de creación literaria: la captación de la idea germinal y el consiguiente embobamiento del autor, al contemplarla tan derretido como Romeo al mirar a Julieta o Calixto al vislumbrar a Melibea.
VIVIR EN UNA BOLA DE CRISTAL
No es sólo enamoramiento de la idea lo que estrecha siguiendo el criterio de Ortega y Gasset la visión del panorama general del escritor. También le acontece que, a partir de ese instante mismo, el autor empieza a evadirse del mundo de lo real para sumergirse en el mundo de lo ficticio. Todo cuanto estamos diciendo se refiere a obras de invención, no a obras didácticas, históricas o de opinión. En este otro género literario del que hablamos, el autor va a historiar lo no histórico, es decir, relatará unos hechos no reales sino inventados; se encerrará en una bola de cristal, donde casi todo es mentira, y ha de sentir y vivir con tal veracidad el panorama de su fabulación, respirar con tal intensidad el aire de su ficción, para relatar como si fuera cierto lo que no lo es, que la realidad le estorba, ha de olvidarse de ella, desprenderse de ella, porque si no lo consigue no podrá escribir lo que pretende.
Conocida es la anécdota de aquel británico, muy apegado a su descanso semanal, al que interrumpieron un sábado su partida de golf, para informarle que su casa había ardido, su mujer se había fugado con otro y su negocio había quebrado, y respondió: «¡Qué disgusto me voy a llevar el lunes!». Pues bien: este paréntesis que ha sabido abrir el británico del cuento durante su fin de semana, ha de abrirlo el escritor durante toda su etapa creacional, sin interferencias, familiares, políticas, financieras o de cualquier otro orden. Y si no es capaz de tan difícil abstracción, olvídese: no es escritor. Si él no se abstrae en su literatura al escribirla, ¿cómo conseguirá que se abstraigan los demás al leerle?
La segunda fase es la gestación, es decir, el desarrollo de la idea primigenia; darle forma y vida, con un argumento puesto a su servicio, personajes al servicio del argumento, diálogos al servicio del los personajes, y un ambiente, un clima, un aire peculiar, al servicio del conjunto. Se trata de escribir la obra imaginada. Y en verdad que es un fascinante proceso, que en determinados aspectos supera a la maternidad. Porque la mujer sabe todo lo que ocurre dentro de ella durante la gestación, pero nada hace para que así sea, en tanto que el escritor ha de actuar para que aquel embrión de la idea germinal adquiera la forma que él le dé y no otra, y se desarrolle y crezca. Esto es lo que tiene de fascinante y turbador esta segunda fase del proceso literario: proceso creador por excelencia. Y aquí sí que la inteligencia se afina, la memoria se dilata, la imaginación se abre, las ideas acuden obedientes y las palabras se aprestan al conjuro de las ideas. El escritor no vive ya en el mundo real, sino en el de la ficción al que ha logrado introducirse tras grandes dosis de silencio y soledad.
ADIÓS A LOS AMIGOS
Quisiera trasladar a ustedes mi profundo respeto por la terrible y radical soledad del escritor en estos trances. Les invito a observarlo cuando, puesto ya el punto final de su obra, cruza por última vez en viaje de regreso, el muro que separa lo ficticio de lo real. En este tiempo ha desarrollado en su cerebro y en su corazón la idea germinal, del mismo modo que el hijo se desarrolla como dijimos antes en el seno de la mujer, aunque con una intervención también lo dijimos harto más directa que aquélla. Y, tan absorto está, que se sorprende, si es noche, de que lo sea; si es de día, que haya amanecido. No recuerda cuántas horas lleva inmerso en la irrealidad, ni si ha comido algo en este tiempo o se olvidó de comer. Amontona las cuartillas con cierta melancolía de haber llegado al punto final, pues se cierra para siempre la puerta por donde se evadía a aquel mundo de ficción cuyo primer contacto con el hallazgo del tema, con el primer encuentro con la idea le cautivó, tal vez, varios años atrás. Más adelante, en otras obras futuras, otros mundos se abrirán para él. Pero éste se ha cerrado para siempre. Escuchará otras voces, verá otros rostros, pero éstos ya no. Con ellos ha convivido íntimamente los meses o los años que duró la gestación. Con ellos fue feliz o desdichado. Pero son sus hijos y sus amigos: los quiere. Sólo así debe entenderse la tan traída y llevada vanidad del escritor. Un elogio a sus personajes no incide tanto en su soberbia como en sus sentimientos. Acepta y desea el elogio, no por halagar su ingenio sino por su profundo amor hacia quienes, siendo sus hijos, fueron también sus compañeros en las horas más nobles y de mayor plenitud.
DOS PERSONAJES SINGULARES: EL CRÍTICO Y EL EDITOR
Ahí está con su melancolía a cuestas camino de la editorial. Un personaje nuevo entra en juego: el editor. Con la emoción del que penetra en sitio sagrado, con la unción de quien lleva en las manos una reliquia, el autor entrega su obra al empresario.
Recuerdo un episodio que me acaeció cuando entregué a mi editor el original de Edad prohibida. En mi ánimo estaba presentarle a mis hijos, mis amigos, mis personajes con los que había convivido a lo largo de 35 meses intensísimos. El editor, tomando el ejemplar de mis manos, lo sopesó entre las suyas haciéndolo oscilar de arriba a abajo, y con gesto y palabras de experto sentenció: «Trescientas pesetas. El ejemplar se venderá a trescientas pesetas». Y yo sentí la angustia de haberme envilecido como si los treinta que me correponderían por derechos de autor fueran los treinta denarios de Judas y yo hubiera vendido con ellos y por ellos, a mis propios hijos. Y es que en ese instante brevísimo en que pasa de unas manos a otras, la obra de arte (quizá mediocre, quizá truncada, pero concebida y gestada con anhelo de obra de arte) se transforma dolorosamente en mercancía.
Entra en escena un nuevo personaje, el último que cierra el ciclo de la creación literaria, nombre temible: el crítico. La obra literaria ya está en la calle. La pura creación ha concluido. El libro ya nació. El público lector tiene noticia de su nacimiento cuando la tiene con la indiferencia con que nos enteramos de que ha parido la vaca de un vecino. El editor le mira dar los primeros pasos con el interés de un empresario taurino por el torerillo que acaso lleve oro en su capote. El autor le mira con amor, mas con un solo ojo. Pues el otro ojo, crispado, lo tiene puesto en el crítico, hacia quien avanza ya el recién nacido citándole de lejos sin pensar, tan joven es, en el riesgo de la cornada… o en otro riesgo mayor: el del desaire, caso de que el crítico no acuda a la cita.
Exacerbado su amor propio hasta el paroxismo y no recuperado aún el equilibrio ni el sosiego mental que perdió desde su hallazgo con el tema, menospreciará al crítico por despecho si no le trata bien, en la misma medida en que le considerará alma gemela caso de que el crítico lo elogie. Y con toda honestidad, poseído de su razón y de la debilidad mental de su adversario, considerará, de mil casos mil, que si le ha censurado es, sencillamente, porque aquel pigmeo, aquel pitecantropus erectus, no le ha entendido.
Por lo general, la posición del crítico hacia el autor es mucho más mesurada que la del autor despechado hacia el crítico, ya que éste último pone normalmente más mesura que pasión en sus juicios, cosa, que es obvio, no le acontece, por muy ilustre que sea, al progenitor de la criatura. De ahí que hasta el prudente y pacífico Cervantes arremetiera con estos versos no sé exactamente si contra un crítico o contra el público que le silbó una comedia:
«… el escribir es ingenio: y no el silbar. Y esto al hombre se prohibe, porque en circunstancia igual, silba cualquier animal pero sólo el hombre escribe».
EL ÚNICO MOMENTO HERMOSO
Confieso que he aprendido mucho de ciertos críticos (y muy concretamente de algunos especialmente agudos y perspicaces).
Pero, entretanto…
De los personajes de La brújula loca se ha dicho (El Comercio, Gijón, 20 de enero): «Los personajes son presentados de manera superficial, sin que haya el menor síntoma de analización psicológica, cosa a la cual la verdad no estamos acostumbrados los lectores de la novelística actual».
De esos mismos personajes (Madrid, 5 de enero): «Aparte la sensacional y avasallante figura que es el protagonista, los personajes secundarios son de tal contextura humana que, como se dice en el teatro, cualquier primer actor, por admirable que fuere, no tendría inconveniente en representarlos, ya que papeles así son de los que acreditan para siempre a una primera actriz, a un primer actor».
De ellos mismos (El Ideal, Granada, 17 de enero): «Por la autenticidad de los personajes secundarios, debemos considerar esta fábula como una de las más puras obras ambientales escritas en idioma español en los últimos diez años». A estos personajes, Jesús Otero Pérez, los considera «sin matices y superficiales»; Rafael Ferreres, de Levante, de Valencia: «verdaderos arquetipos literarios por el profundísimo estudio de sus caracteres»; Cerezales:
«comparsas dibujados en claroscuro»; Nicolás González Ruiz: «de estirpe galdosiana por su ancha significación y la abundancia de su humanidad».
Como verán ustedes, no está del todo injustificado el desconcierto. Los baños de agua caliente y fría, sádicamente alternados, suponen para el autor una especie de sauna moral de terribles efectos terapéuticos, pues tan pronto le obligan a ascender ingrávido a las cumbres del optimismo, como le despeñan acto seguido, dando tumbos, a las simas del despecho para volver a subir, descender, ascender y bajar, en un columpio demencial.
A la luz de este estado moral, azotado por los vientos encontrados de tal variedad de juicios, no es extraño que el autor se considere definitivamente parachutado a los abismos del limbo. Y, para terminar, si a esto añadimos que cuando publiqué La brújula loca no faltaron amigos que se acercaron a felicitarme por la aparición de «La bruja y la loca»; que cuando publiqué Edad prohibida, se congratulaban de haber leído «La vida deseada» y, cuando aparecieron Los renglones torcidos de Dios, juraban haber leído «Los caminos enderezados del Señor»; y que la remuneración del autor no depende del éxito de las ventas sino de la sola honestidad del editor ya que el primero ignora siempre a ciencia cierta el número de ejemplares vendidos, hay que convenir con
Alfredo de Vigni en su Diario de un poeta que «el único momento realmente hermoso de una obra es aquél en que se escribe».