Es consenso común que el deterioro ético social y personal constituye uno de los más graves problemas del mundo contemporáneo. Junto con esta unanimidad, la mayoría se percata de que no se están tomando medidas a la altura del fenómeno, al tiempo que aparece una profunda discrepancia sobre las medidas a tomar e incluso sobre la oportunidad misma de tomar alguna medida.
La encíclica de Juan Pablo II, Veritatis Splendor, constituye un acontecimiento mundial debido a la indudable autoridad del Pontífice, a la incisividad de los que se oponen a su doctrina moral y sobre todo, al fenómeno de la degradación ética al que acabamos de aludir.
Aunque este importante documento está dirigido indirectamente a todo el mundo y no sólo a los católicos – y a todas las clases sociales, encierra a nuestro juicio conceptos básicos para los hombres que tienen un peso especifico en la comunidad por ocupar puestos de responsabilidad dentro de ella, y concretamente en la empresa institución social de gran influencia en nuestro tiempo y que se ha erigido, desde hace pocos años, como aquella que goza de mayor legitimidad reconocida, incluso por encima del propio Estado. Nos referimos aquí, pues, a las ideas que pueden revestir más interés a este universo de personas, de las cuales difícilmente podrá decirse que se encuentran al, tanto de los fenómenos culturales contemporáneos si desconocen, siquiera sea suscintamente el contenido de Veritatis Splendor.
Libertad: la otra cara de la verdad
La encíclica afronta los más decisivos problemas debatidos hoy en el terreno moral: no los morales concretos, sino los fundamentos con los que aquellos podrían resolverse. Aunque el cristianismo, nota aún esencial del Occidente, contiene un rico patrimonio de conceptos morales, que ha orientado nuestra cultura durante siglos, nuestra época se caracteriza por la acumulación de dudas y objeciones a ese valioso bagaje ético al punto de que, como dice la propia encíclica, ha llegado a ponerse en tela de juicio, de modo global y sistemático. El patrimonio moral cristiano (n.4 y no.29).
En el ámbito moral, en efecto, parece que podría admitirse un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados l juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales (n.4), como si todos tuvieran en este terreno igual valor y el mismo grado significativo.
Lo anterior es algo comúnmente sentido por aquellos que se preocupan hoy de suscitar el vigor de los valores morales en la propia empresa (o en la propia institución educativa). Se encuentran ante una indefinición ética, ante un relativismo axiológico, que nadie se atreve a superar no ya por temor a equivocarse (pues muchos saben bien qué es lo moralmente correcto) sino por temor a herir las convicciones adversas de otros integrantes de la organización. Algo parecido ocurre en el nivel macrosocial.
La encíclica encara de modo directo este subjetivismo generalizado, vale decir, esa plena autonomía de la propia razón, que pretende erigirse en valor absoluto y en el origen mismo de los valores. Algunos podrán discordar sobre ciertos conceptos de la encíclica; pero no tendrán más remedio que reconocer la valentía de Juan Pablo II, ya demostrada por otra parte en múltiples ocasiones.
Veritatis Splendor, que se traduce literalmente como El esplendor de la verdad, defiende esta tesis central: la libertad no puede concebirse como algo independiente de la verdad (n.32). Hay una verdad acerca del hombre que la libertad no puede maltratar so pena de maltratar al hombre mismo. Esto es, no hay convivencia posible, no hay sociedad, allí donde el válido principio de autonomía carece de límites claros, incluso en el plano político. El comercio, la propia vida comunitaria, las relaciones personales mutuas más primitivas, se tornarían impracticables sin un conjunto de leyes evidentes que las encaucen: la existencia humana se atascaría.
La misión de la vida y de la empresa
Es preciso, pues; que la libertad del hombre sea iluminada por el esplendor de la verdad sobre el hombre, de modo que se regle y mida por ella. Esta verdad lo que realmente el hombre es en su más profunda naturaleza- posee un carácter objetivo e inmutable, de donde se deduce el carácter universal y perenne de la ley moral; en la conciencia personalísima de cada hombre se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad (n.61). Mi comportamiento individual humano podrá no alcanzar su plenitud con esta ley que emana de mi naturaleza; pero no por ello debo cambiar la ley. A nadie en su sano juicio se le ocurre acortar el metro porque no le alcance la tela; incluso podrá medir equivocadamente, pero no por eso la tela tiene más metros de los que tiene. La conciencia personal, piedra de toque de la moralidad de mi actuación, podrá equivocarse en sus juicios prácticos: ello me eximiría de la culpabilidad, pero no haría que lo malo se transformase en bueno. Como se leía en los antiguos estudios de ética, el cazador puede matar al hijo del guardabosques confundiéndolo con un ciervo: carecería tal vez entonces de culpabilidad interna personal, pero ello no equivale a decir que ha matado al ciervo; el que está muerto es el hijo del guarda. El cazador haría bien en examinar los motivos que originaron su confusión: refrenar sus impulsos de cacería, graduarse los lentes, adquirir serenidad…
Implica, particular relevancia el primer capítulo de la encíclica, que versa sobre la pregunta hecha por el joven rico tal como se relata en el Evangelio:
Maestro ¿qué cosas buenas debo hacer?. Por un lado este documento puede parecer, visto superficialmente, muy conservador, ya que la verdad más íntima sobre el hombre no ha variado sustancialmente desde al menos los tiempos de Aristóteles hace más de dos “milenios para decirlo con el inapropiado lenguaje del historicismo. Pero por otro, resulta en realidad una propuesta moderna y actual. La pregunta joven rico, la pregunta sobre el bien y el mal, es el interrogante por el sentido de la vida humana en su plenitud (cfr. n.7), que se identifica con el anhelo de felicidad presente hoy como nunca en la sociedad contemporánea. Porque curiosamente, esta exigencia corre paralela a la neurótica anticipación de lo peor, perdida ya la esperanza en el progreso ilimitado e irreversible de la civilización. Este asunto no es tampoco ajeno a la configuración de nuestras organizaciones. Intentamos hoy determinar cuál es la misión de nuestras empresas, cuestión que quedará sin respuesta mientras no contestemos a la profunda y singular pregunta del joven rico: cuál es el sentido de nuestras vidas. El segundo capítulo de Veritatis Splendor se destina en buena parte a poner de relieve el carácter universal, objetivo y permanente de la moralidad, al que ya nos hemos referirlo: la ley moral, se asienta sobre la verdad originaria del bien de la persona; no constituye un conjunto de reglas constriñentes de la acción del hombre sino al contrario las señalizaciones, digámoslo así, del camino que va conduciendo, en cada paso, a la auténtica expansión y autorrealización humana. Hablamos antes de la valentía del Pontífice. Diremos ahora que la Iglesia Católica no le tiene miedo a la razón, al pensamiento sobre el hombre. Sabe que la ley moral mira la realidad del ser humano en toda su amplitud. Hasta en el mismo cuerpo encuentra, indicaciones racionales (cfr. n.48) acerca de los valores del hombre que deben ser custodiados. Al revés, la ley moral infringe cuando el hombre tiene sobre si mismo y sobre los demás una visión parcial y restringida cuando no busca por ello su verdadero bien, integral y completo.
La sorpresa del relativismo
Puede aquí, con cierta suspicacia, aparecer el peligro de que, al subrayarse una ley moral universal, permanente y objetiva, se dé pie a su imposición coactiva por parte de la autoridad política o religiosa, originando actitudes antidemocráticas de intolerancia como acaece en los hoy llamados fundamentalismos. Al menos en el caso de la Iglesia Católica, y con motivo de esta encíclica, tal peligro será puramente imaginario. Las declaraciones sobre la dignidad humana del Concilio Vaticano II dejan muy claro que la dirección última de la propia vida no puede ser impuesta desde fuera por la coacción de la autoridad de cualquier especie. Pero una cosa es que la conciencia personal no deba a estar sometida a coacciones de la misma índole, o otra muy diversa que sean igualmente válidas afirmaciones opuestas o contradictorias sobre el bien último y total del hombre. No habría aquí un problema de coacción sino de lógica y de verdad.
Lo anterior significa que Veritatis Splendor sostiene el principio sorpresivo para el relativismo actual- de que existen preceptos morales negativos (esto es, que prohiben determinadas conductas) los cuales tiene un alcance universal y perenne y no admiten excepciones. (cfr. n.82) la sorpresa desaparecería, sin embargo, si pensamos con mediana profundidad lo que le ocurría al hombre si se defendiese el contingentismo moral absoluto, es decir, que todo podría ser admitido moralmente como cada uno en cada momento lo pensase. Si así fuera el hombre quedaría en la intemperie, sin resguardo alguno, víctima de un insostenible relativismo: no sólo podría él relacionarse con los demás según sus personales convicciones en lo que habría encontrar una pasajera ventaja- sino que los demás se enfrentarían con él siguiendo también sus instancias tal vez sus caprichos- personalísimos. Se hallará en medio de una manada de lobos, para usar el término de Thomas Hobbes, ante la que no tendría siquiera el amparo del Estado, para el que valdría también el congentismo moral absoluto.
Vistas así las cosas, esta encíclica, al mantener los valores humanos por encima de las tendencias subjetivas, al proscribir su uso instrumental y circunstancial, al poner el fundamento de la moralidad en el bien de la persona, presta a la sociedad ya los hombres un inapreciable y necesario servicio, pues busca el aseguramiento de un fair play, de un juego limpio, que todos deseamos en la presente economía de mercado, aunque muchos temamos por nuestra instancia subjetiva egoísta -, seguirlo plenamente. Busca un juego limpio, un buen hacer social y quiere evitar, con sobrados motivos y enérgicamente, la posibilidad de que se instrumentalice a la persona. Ya se ve ahora lo que antes anunciábamos: esta encíclica, que en su primera lectura puede parecer un estudio de filosofía o de teología moral, encierra una profunda carga de interés para el hombre de empresa, cuyas más actualizadas tendencias apelan al respeto del hombre como factor fundamental en vistas a la eficacia de su dinamismo.
Cuando la firmeza es alivio
En el mismo capítulo segundo se afronta otra cuestión de impostergable contemporaneidad: la valoración moral de los actos humanos no se fundamenta sólo ponderando sus previsibles consecuencias (cfr. n.75). Antes dijimos que la permanencia de la ley moral podría resultar sorpresiva para el relativismo que rige en, los dirigentes de hoy, acostumbrados a dictar las normas de comportamiento ateniéndose a su propia libertad y autonomía. Pero el juicio que acaba de hacerse (las consecuencias no son la clave principal para interpretar la bondad de los actos) resultará a su vez adverso al pragmatismo de los mismos dirigentes de la organización, quienes pueden calificarse como consecuencialistas habituados a medir la validez de su conducta por los resultados que conlleva. Diríamos que el llamado management by objectives se basa en ese supuesto. Frente a tal utilitarismo pragmático, Veritatis Splendor ratifica los principios morales sostenidos durante los siglos transcurridos en la presente civilización: hay determinados actos humanos que merecen ser calificados como intrínsecamente malos, en sí mismos y por sí mismos, porque coherentemente con lo que antes se dijo- están en contradicción con la verdad y el bien de la persona (cfr., por ejemplo, n.79), esto no debe declararse con una dura firmeza dogmática, sino con un suspiro de alivio, en efecto, que a la autoridad espiritual de mayor peso en nuestro tiempo no le tiemble la voz al repetir hoy que jamás es lícito , ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para que resulte el bien.
Veritatis Splendor produce así en nosotros un hondo sosiego del espíritu, porque la moral cristiana es sobre todo una moral relacional: hay actos que son intrínsecamente malos pues de suyo perjudican a alguien, esto es, inciden de modo negativo en la red de relaciones en las que el hombre se encuentra indefectiblemente inserto: sea respecto a los demás, atentando contra su propio y cabal desarrollo; sea respecto a mí mismo, destruyendo mi verdadera autorrealización; sea respecto a Dios, porque frustra el destino que tiene fijado para los demás y para mí. De esta manera al subrayar otra vez que hay actos intrínsecamente malos, por buenas que sean las consecuencias que alcancemos a prever, se impide moralmente que alguien pueda hacerme un mal por el bien que ese mal le acarrearía al que lo hace, y viceversa. Si fuera este el fair play que estuviésemos dispuestos a respetar, Veritatis Splendor, haciendo honores a su nombre, representaría un esplendor, una nueva aurora de humanidad.
El fin de la encíclica, su capítulo tercero, corona cuanto le precede: la ley de Dios, en sus mandamientos y en su valor absoluto, lo que hace en realidad es expresar las exigencias del amor. Las normas universales e inmutables están al servicio de la persona y de la sociedad (cfr. n.95). La causa de la moral es la causa del hombre y la causa de la libertad: Veritatis Splendor es, en consonancia con el pensamiento de Juan Pablo II expresado durante casi veinte años, una manifestación más del carácter sagrado y absoluto de la persona: no de mi sola persona, sino de toda persona incluyéndome a mí. El relativismo ético, que hoy se difunde como presunta defensa del individuo, frente a supuestas reglas que lo amordazan, acaba finalmente relativizando a su vez el valor del hombre, conduciendo sin remedio totalitarismos de los más variados signos.
La postura de Juan Pablo II en esta última encíclica cuenta a su favor con las grandes tradiciones religiosas y filosóficas del Oriente y del Occidente (cfr. n.94). Hoy, que tanto se habla entre nosotros de interculturización, como un requerimiento de todas las empresas, es bueno saber que existe en realidad una sola cultura verdaderamente universal, la cual coincide, como agudamente advirtió el gran pensador anglicano C.S Lewis, con las líneas maestras de las grandes civilizaciones de la historia; acontece, sin embargo, añade Lewis, que en la cultura judeo-cristiana encontramos esa ley moral, gracias al decálogo bíblico y la vida de Jesucristo, forjada en términos más precisos. Veritatis Splendor es una confirmación de ello.