Lo relativo del relativismo

Hay dos tipos de personas que contrastan, y solemos calificar con términos que expresan esa diferencia: de aquel que acepta con facilidad cualquier idea, postura o punto de vista, decimos que es abierto, mientras calificamos de cerrado al que posee una especie de instinto para rechazar todo lo que sea nuevo, que implique un cambio o modifique una situación. El ser abierto o cerrado, si se lleva al extremo, puede conectar con dos actitudes: el relativismo, propio de quien carece de convicciones, no parece tener compromisos en su vida, vive superficialmente, se conforma con pasar la vida de cualquier manera; y el dogmatismo, correspondiente a la persona fanática, empeñada en defender ideas que quizá no entiende del todo, impone apasionadamente sus puntos de vista, aunque éstos carezcan de fundamento, todo lo que sostiene posee carácter de absoluto e infalible.
¿A qué se deben estas diferencias que hacen tan difí­cil entendimiento entre las personas? ¿Cuál es el fondo del problema que explica estos contrastes? Ciertamente, por una vía­ psicológica, es posible explicar cómo alguien llega a encamar en su vida alguna de estas actitudes, analizando su temperamento, historia personal, influencias recibidas, tipo de educación, formación de su personalidad, etcétera. Sin embargo, la respuesta profunda, ya no para un sujeto en particular, sino para todos los que incurren en esas situaciones, es de orden filosófico. Concretamente, el relativismo o el dogmatismo dependen de dos modos distintos de concebirla verdad y situarse ante ella.
En el presente estudio nos centraremos en el análisis del relativismo, y dejaremos para otra ocasión el dogmatismo. Trataremos de responder a tres cuestiones: ¿qué es? , lo cual equivale a preguntamos por el modo como concibe la verdad; ¿qué consecuencias se siguen para la persona que lo asume como actitud de vida?; y ¿qué consecuencias se derivan para sus relaciones con los demás?

CADA QUIEN SU VIDA

Hace algunos años estuvo de moda una obra de teatro en nuestro país, cuyo título expresaba la actitud propia del relativismo: «Cada quien su vida». Hoy en día se escucha con frecuencia que cada quien tiene derecho a pensar lo que quiera sobre cualquier tema, actuar según su personal modo de ver las cosas; que es propio de personas maduras no admitir nada sin comprenderlo, que hay que rechazar toda idea que la autoridad pretenda imponernos. Qué duda cabe que estas expresiones poseen un atractivo especial y que, en una primera instancia, nos sentimos movidos a aceptarlas. Sin embargo, si profundizamos, descubrimos que responden a la idea de que «todo es relativo», pues si no hay verdades absolutas, el sentido de aquellas afirmaciones se hace más claro. Así, nos hemos aproximado a lo que significa el término «relativismo», como actitud ante la verdad.
Para comprender con mayor profundidad el modo preciso como el relativismo entiende la verdad, es necesario preguntamos antes por el proceso que nuestro conocimiento sigue para llegar a esta postura. Comencemos por analizar el camino que la inteligencia recorre para acabar en el relativismo.
Si yo afirmo que algo es verdadero «porque me lo parece», en lugar de reconocer que si me lo parece es porque «antes» es verdadero en sí mismo, entonces situaré el fundamento de la verdad en el sujeto: como si de éste dependiera el que las cosas fueran verdaderas. Esta postura del conocimiento tiene el nombre de subjetivismo, por la prioridad que se confiere al sujeto frente a la realidad objetiva. La apreciación subjetiva se convierte en la causa de la verdad. Un ejemplo puede ilustrar esta idea: la mesa sobre la que estoy escribiendo es de madera porque así me lo parece; y no es que me lo parezca porque sea realmente de madera. El subjetivismo da origen al relativismo, como veremos.

«LA VERDAD ES RELATIVA»

Si algo es verdadero «porque me lo parece», entonces podremos afirmar también que sería verdadero «mientras me lo parezca». Es decir, en el momento en que aquello deje de parecerme claro o convincente, por esa razón, «dejará de ser» verdadero. Si la mesa deja de parecerme de madera, en ese momento y por ese motivo dejará de ser de madera. De aquí se deriva una primera consecuencia del subjetivismo para la verdad: la verdad es mutable, esto es, cambiante e inestable, puesto que dependerá en cada momento de mi apreciación personal y subjetiva. Esta característica hace que necesariamente sea relativa, que no pueda ser absoluta y objetiva, por carecer de validez en sí misma, es decir, fuera del sujeto que la considera.
Ahora bien, si la verdad se subordina a mi apreciación personal, que no tiene por qué ser la misma que la de los demás «nada es verdad, ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira», suelen afirmar los relativistas, entonces no podrá hablar con propiedad de «la verdad», aunque se refiera a una misma realidad, sino de «mi verdad», de «tu verdad», de la verdad de cada uno, según cada quien la conciba, considere o aprecie. La misma mesa podrá ser de madera para mí y de metal para otro. La verdad, por tanto, no puede ser universal, en el sentido de ser válida para todos los sujetos, sino particular, en cuanto que cada uno tendrá «su verdad». Esta es la segunda consecuencia que se sigue para la verdad, procedente del subjetivismo. Y ello equivale también a decir que la verdad es relativa, relativa al sujeto que la concibe en cada caso.
Aquí se ve cómo el subjetivismo, en cuanto postura del conocimiento, da origen al relativismo, para el cual la verdad es siempre relativa, por ser mutable y particular.
El relativismo no es nuevo. El primero que formuló el fundamento de esta postura intelectual fue Protágoras, en el siglo V a.C., al afirmar que «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son, en cuanto que no son». Esto quiere decir que las cosas no tienen su verdad propia, independiente del hombre del sujeto que las piensa, sino que es el hombre quien les proporciona su verdad: quien decide, en última instancia, si la mesa ya existente es de madera, metálica o de otro material; o, incluso, si la mesa es o no es una mesa. De ahí que la verdad no pueda ser objetiva y universal, sino relativa.

UNA MESA QUE ES Y NO ES DE MADERA

Esta doctrina, por antigua que sea, tiene una enorme vigencia. ¿Cuál es, por ejemplo, el argumento utilizado para proponer una ley contraria a la natural, como sería la ley a favor del aborto o la eutanasia? La respuesta es sencilla y a primera vista convincente, tal vez porque estamos demasiado influidos por el relativismo, sin damos cuenta: «En la sociedad hay una gran variedad de individuos, que piensan de maneras muy diversas; es preciso respetar la libertad de las conciencias, de manera que cada quien pueda decidir como crea conveniente en cada caso; la ley a favor del aborto o la eutanasia, lo único que hace es favorecer esa libertad, de modo que, quien no está de acuerdo con estos actos, puede no llevarlos a cabo». De ahí el término pro choice, tan utilizado en algunos países, para proponer el voto a favor de la libertad y así suavizar la legislación de aquellos actos que contradicen la naturaleza humana. Es claro cómo, en esta argumentación, se ha olvidado que existe una verdad universal y objetiva, acerca de esos temas, y se ha puesto todo el acento en la libertad personal, de la que dependerá la «verdad particular» de la acción, según el parecer de cada individuo. En otras palabras, la moralidad de la acción de abortar o recurrir a la eutanasia, resultará «relativa» a cada sujeto que deba decidir en esas materias.
Es fácil comprender que la tesis del relativismo, «toda verdad es relativa», implica una contradicción en sí misma: por un lado, se habla de toda verdad, lo cual expresa el carácter universal y absoluto de la afirmación; por otro, se dice que toda verdad es relativa, con lo que se niega aquel carácter universal y absoluto que se acababa de afirmar. Dicho de otra forma, si toda verdad es relativa, también tendrá que ser relativa la tesis que se pretende establecer: resultará relativo que toda verdad sea relativa, es decir, que puede haber verdades que no sean relativas.
El relativista, si fuera coherente con su postura y la llevara hasta sus últimas consecuencias, no debería hacer ningún juicio universal, lo cual le incapacitarí­a para definir el mismo relativismo que postula: no deberí­a decir que «toda verdad es relativa». Pero la misma dificultad se encuentra para renunciar a la universalidad de su tesis, «toda verdad…», es una señal de que la inteligencia humana está inclinada naturalmente al conocimiento de la verdad universal, y de que el relativismo implica contradicción.
La contradicción del relativismo procede de su origen. El hombre no puede ser el fundamento de la verdad, «la medida de todas las cosas». La verdad está en las cosas, «antes» que en el sujeto que las conoce. La mesa es de madera, independientemente de mi apreciación; su verdad consiste en ser mesa de madera. Si yo digo que es de madera, estará en la verdad; si afirmo que es metálica o que no es mesa, estará en el error. Podemos decirlo con unas palabras de Antonio Machado que expresan muy bien el realismo de la verdad, frente al relativismo: «El ojo que ves no es ojo porque tú lo ves, es ojo porque te ve».

UNA EXISTENCIA SIN HORIZONTE

El relativismo de la verdad se produce, según hemos visto, porque se hace depender la verdad de la apreciación de cada sujeto mi verdad, tu verdad, la de cada uno, con lo que una verdad así concebida queda necesariamente debilitada, en el sentido de no tener fuerza propia, por ejemplo, para orientar la vida de una persona o dirigir su conducta. Expliquémoslo.
La fuerza de la verdad queda reducida a la fuerza que el sujeto le proporciona, y que habitualmente será limitada por su carácter de provisionalidad: algo es verdadero «mientras me lo parezca», lo cual también puede derivar fácilmente –y así suele ocurrir en la práctica– que si una determinada verdad me incomoda o me complica la existencia, la cambie por otra que se acople más a mis intereses. A fin de cuentas, la verdad es mí­a y depende de mÃí. La verdad, pues, ha quedado empobrecida, privada de su capacidad para influir, para ser el punto de referencia que rija la conducta humana.
Este debilitamiento hace que la verdad pierda firmeza y, en consecuencia, la incapacita para comprometerme. Toda responsabilidad reclama garantías de estabilidad y permanencia. Me obligo con aquello que me ofrece confianza, por su solidez. Si la verdad es simplemente relativa, por ser cambiante y particular, no me puede ofrecer la confianza que reclama el compromiso, por lo que no podré confiar en nada y me veré forzado a renunciar a todo compromiso con la verdad.
Esto es más grave de lo que parece, porque una persona sin compromisos en su vida se encuentra fuera de la realidad; son como las raíces que hacen posible penetrar en la realidad para nutrirse. Sin compromisos no se puede arraigar en la realidad, y entonces se flota sobre ella. Este quedar fuera, flotando, equivale a no estar en la realidad, y da como resultado una existencia superficial sin contenido. Y la superficialidad va í­ntimamente unida a la mediocridad: la falta de raíces no permite crecer, como lo demuestran esas técnicas japonesas que han logrado producir árboles enanos.
Desde otro ángulo, se ve también por qué el relativismo conduce al mismo resultado, a la existencia superficial y mediocre. Para crecer, el hombre necesita tener a la vista unas metas qué alcanzar, objetivos que lo impulsen a fuerza de producir en él una atracción. Pero sólo cumplirán su cometido si se presentan como verdades estables y permanentes. De lo contrario, la capacidad de atracción, que unas metas o unos objetivos cambiantes pueden ofrecer, resulta muy limitada, tan limitada como su misma inestabilidad: sólo atraerán mientras permanezcan. Y el sujeto se estancará en una existencia sin horizonte, donde el espíritu de lucha y de superación dejara de tener sentido, pues no habrá nada que verdaderamente valga la pena proponerse por su relatividad. Lo coherente, ante esta ausencia de metas, será abandonarse, incurrir en el conformismo, en la superficialidad y resignarse a la mediocridad.

INDIFERENCIA, HEDONISMO, EVASIÓN

La ausencia de metas y objetivos, incluye, lógicamente, la carencia de ideales, que son esos puntos últimos de referencia, especialmente apetecibles, cuya fuerza orienta, por vía de atracción, toda la existencia de una persona. Por eso, quien no tiene ideales acaba por perder el sentido de su vida: ¿para qué estoy aquí?, ¿qué valor tiene mi existencia?, ¿a dónde quiero llegar?, ¿tiene algún caso esforzarse, tratar de mejorar? La persona sin ideales es como la cuerda de un instrumento musical que ha perdido la tensión, por haberse desprendido de uno de sus extremos, y ya no puede emitir sonidos armónicos, más aún, ni siquiera es capaz de producir sonido, lo cual pone en crisis su función. El ser humano está llamado a la plenitud, a la perfección, la felicidad completa, como consecuencia de la lucha personal indispensable para el propio perfeccionamiento. Pero eso no será posible si se carece de ideales, menos aún, si se pierde la capacidad de tenerlos. El relativismo produce esta incapacidad.
Una vez extraviado el sentido de la vida, por ausencia de ideales, la persona se inclina hacia lo inmediato; vivir el momento, procurarse todo tipo de experiencias placenteras, multiplicar lo más posible las vivencias que ofrezcan satisfacciones sensibles. En una palabra, adoptar el hedonismo, la búsqueda del placer a toda costa, como estilo de vida, y pretender resolver, así, la propia existencia.
Pero pronto se experimenta que ese estilo de vivir y esos recursos no satisfacen las profundas exigencias de felicidad que llevamos todos en lo más hondo de nuestro ser. Al no encontrar la salida auténtica, por haber renunciado a los ideales, aparece el intento de huir de nosotros mismos. Y aquellos supuestos satisfactores entre los que cabe destacar en nuestros días el alcohol, la droga, la pornografía, que originalmente se buscaban para resolver la propia existencia, se convierten ahora con el consiguiente aumento de intensidad en la dosis en evasiones para no enfrentarse consigo mismo, es decir, para huir de una existencia carente de sentido. Y el resultado final de este proceso no puede ser otro que la autodestrucción, a la que, como veremos, se llega también por otros efectos del mismo relativismo.
Todas estas consecuencias del relativismo superficialidad y mediocridad, por ausencia de compromisos y metas; falta de sentido de la vida, hedonismo y búsqueda de evasiones, por carencia de ideales producen un tipo de hombre caracterizado por la indiferencia, aburrimiento, falta de interés, abandono, «dejadez». Por desgracia, no es difícil descubrir a nuestro alrededor, personas con estas características que suelen manifestarse visiblemente en su aspecto externo: forma de vestir, de caminar, en las posturas, la expresión facial, la mirada.

CERRAR LA PUERTA A LA VERDAD

Frecuentemente, la causa más próxima de que alguien sea relativista es la educación que ha recibido. Y en la actualidad son muchas las instituciones educativas que lo promueven, quizá en algunos casos sin pretenderlo. El arma principal con que esta orientación cuenta para producir ese resultado es la actitud crítica radical: jamás hay que admitir verdades absolutas, antes de aceptar cualquier idea es preciso ponerla en tela de juicio, rebelarse contra lo establecido, cualquier afirmación que se presente como definitiva debe ser rechazada. No se trata propiamente de una vuelta a la duda metódica cartesiana, que independientemente de sus resultados pretendía positivamente llegar a la verdad. Aquí lo que importa es la actitud negativa de rechazo, el espíritu crítico permanente, pues se ha renunciado a la verdad, al asumir el relativismo como postura.
Tal actitud crítica se convierte en algo destructivo para la propia persona: quien asume la negatividad como orientación para sus juicios, se acaba vaciando interiormente, al cerrarse a sí mismo la puerta para nutrirse con la verdad. Es semejante a lo que ocurre a quien, por no haber sido educado para saborear y asimilar cualquier alimento, procede caprichosamente y rechaza lo que se le ofrece, hasta incurrir en la anorexia.
En su momento vimos cómo la tesis del relativismo, «toda verdad es relativa», encierra en sí misma una contradicción: se afirma que la verdad es siempre relativa, a la vez que se postula una verdad absoluta y universal. Del mismo modo, el relativista se contradice con su actitud: primero adopta una actitud de «apertura» por ausencia de verdades definitivas: como toda verdad es relativa, ninguna de las que posee admite ser propuesta o defendida con firmeza. Pero después se encuentra ante una disyuntiva: o adopta una actitud «cerrada» para mantenerse en esa postura, o cede y admite que no toda verdad es relativa. En ambos casos incurre en la contradicción: porque renuncia a su actitud «abierta» o a la misma tesis del relativismo.

NEUTRALIDAD NO PRACTICADA

Si cada uno tiene «su verdad», porque no hay verdades objetivas ni universales, lo que se impone es el respeto total a la verdad de los demás, que es tan válida como la propia. Y el respeto a esa verdad, diversa de la mía, exigirá evitar cualquier influencia personal en el otro: será preciso mantener, en todo momento, una actitud de neutralidad.
Pero, en la práctica, esto no parece posible, porque la neutralidad total sólo se conseguiría mediante el aislamiento respecto de los demás. Y el hombre, por naturaleza, vive en sociedad, tiene necesidad de convivir con sus semejantes, lo cual produce, quiéralo o no, un intercambio de influencias, tanto en lo que se refiere al contenido de las verdades que cada uno sostiene, como a las actitudes que asume ante la verdad.
Ciertamente, el afán de neutralidad puede inclinar hacia el aislamiento, aunque no consiga eliminar del todo la natural sociabilidad humana. En ese caso, el efecto que esa inclinación produce es el egoísmo, con el consiguiente desinterés por los demás: se puede acabar viviendo exclusivamente para sí mismo, con la excusa de no influir en el prójimo y de respetar «su verdad».

EMPOBRECER A LOS OTROS

La influencia sobre los demás, es, pues, inevitable. Todos transmitimos, con nuestra conducta, contenidos y actitudes que influyen. Cada quien proyecta lo que es y lo que lleva dentro. Ciertamente, hay de influencias a influencias. La que nos interesa analizar ahora es la del relativista. El camino para el análisis puede seguir el mismo esquema que el del apartado anterior, precisamente por 10 que acabamos de decir: las consecuencias que el relativista padece en su persona son las que proyecta sobre los demás. Su influencia es, fundamentalmente: por contacto.
El relativista, según hemos visto, tiende a ser superficial y mediocre. Su influencia, en este sentido, es por ausencia de contenido, lo cual no deja de tener su importancia: al no poseer nada, o casi nada que valga la pena para aportar a los demás, los empobrece, los frena en su crecimiento. Su actitud, provocada previamente por falta de compromisos y metas, invita a la pasividad. Por contraste, hay personas que nos hacen crecer por la riqueza interior que nos transmiten, por el afán de superación que nos contagian. Suele ser gente que cree en la verdad.
Para evaluar la influencia de quien, por falta de ideales, ha perdido el sentido de la vida y, en consecuencia, ha derivado hacia el hedonismo y la búsqueda de evasiones no hay más que observar la sociedad actual: estos males se han multiplicado enormemente por su capacidad de contagio. Y es que, al haber tanta gente que no tiene puntos de apoyo firmes, que se encuentra debilitada y desorientada, que no sabe a dónde va, ni qué quiere, el relativista encuentra el terreno abonado para sembrar entre ellos su estilo de vida. Además, de ordinario, quien ya ha recorrido el ciclo completo hasta acabar en la búsqueda de evasiones droga, alcohol, sexo, experimenta una especie de necesidad de comunicar a otros sus experiencias, tal vez para tratar de aliviar en algo la soledad que padece. No es difícil que encuentre eco entre aquellas personas que han renunciado a luchar por unos ideales que darán sentido a su existencia.

UNA ACTITUD CONTAGIOSA

La influencia que la actitud crítica tiene en los demáss, requiere analizarse con más detenimiento. En primer lugar, resulta especialmente contagiosa. Pensemos no tanto en los efectos negativos que el contenido de esas críticas puede producir en los demás, que son evidentes, sino en la transmisión de la actitud por parte de quien sistemáticamente critica. Es una de las cosas más sencillas de contagiar, por la facilidad para encontrar receptores. El espíritu crítico muchas veces es el cauce para desahogar una situación de malestar interior que no se sabe resolver; otras, el camino para justificar situaciones personales; algunas más, para ocultar el vacío interior que se experimenta por carencia de verdaderas convicciones. Como hay tanta gente que padece estas anomalías, las manifestaciones críticas se absorben con gran facilidad, como la tierra árida absorbe el agua de las lluvias tempraneras.
De este modo, el relativista, al contagiar su espíritu crítico, colabora a la destrucción interior de los demás: les proporciona las armas para deshacer aquellos puntos de apoyo las verdades objetivas, que podrían ofrecerles auténticas soluciones a sus necesidades vitales.
En segundo lugar, el fondo crítico del relativista dificulta el verdadero diálogo, por dos razones:
a) El diálogo consiste en intercambiar ideas, contenidos, impresiones. Esto exige, efectivamente, una actitud de apertura ante la postura del interlocutor, para respetar sus puntos de vista, escuchándolos con atención e interés. Pero ocurre que el relativista, que hace alarde de esa apertura, no tolera que el otro manifieste como convencimiento una idea, una verdad, porque le parece que eso ya es «dogmatismo». Y él se considera llamado a combatir esta deformación. Con lo cual, en ese momento hay que terminar el diálogo. La única posibilidad de dialogar exigiría que el otro no hiciera afirmaciones definidas, sino siempre provisionales, que no expresara sus verdaderas convicciones, para que el relativista no reaccionara críticamente y pudiera continuar el diálogo. Pero una comunicación con estas condiciones no podría llegar lejos, carecería del intercambio de verdaderos contenidos.
b) Una de las principales finalidades del diálogo radica en profundizar en la verdad. Para esto se dialoga, cuando se dialoga en serio. Pero si no se cree en la verdad, porque de antemano se ha decidido que «toda verdad es relativa», y si la actitud crítica lleva a rechazar todo lo que tenga carácter de permanencia y universalidad, ¿cómo se podría profundizar en la verdad? Otra vez, unos versos de Machado vienen en nuestro auxilio para ilustrar lo que sería necesario admitir, si se quisiera alcanzar esta finalidad del diálogo: «¿Tu verdad? No, la verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela»

REALISMO, MEDICAMENTO EFICAZ

En los párrafos anteriores ha quedado de manifiesto en qué medida el relativista incurre en la contradicción, al relacionarse con los demás. Primero, porque no es posible que mantenga la neutralidad que postula, ante quienes le rodean, ya que necesariamente influye en ellos por contagio; segundo, porque su actitud de apertura y respeto ante las verdades de los demás se contradice con su actitud crítica ante esas mismas verdades, en cuanto alguien las presenta con convencimiento; y tercero, porque frecuentemente adopta una actitud de intransigencia con las personas, sobre todo cuando no comparten con él su postura ante la verdad. Esto último pone de manifiesto hasta qué punto el relativista es un dogmático, que sólo admite que «todo es relativo».
Al iniciar nuestro estudio, decíamos que existen dos modos de ser y pensar, con los que se suele calificar a las personas: «abierto» o «cerrado»; y que, llevados a sus extremos, originan dos actitudes radicales ante la verdad: el relativismo y el dogmatismo, respectivamente. Hemos analizado el relativismo y hemos comprobado hasta dónde, cuando esta postura se radicaliza, puede apartar de la verdad, así como las graves consecuencias que acarrea.
El dogmatismo, como tendremos ocasión de demostrarlo posteriormente, supone una deformación ante la verdad, tan radical como la del relativismo, pero en el otro extremo y sus consecuencias son también altamente dañinas.
¿Cuál es entonces, la postura adecuada ante la verdad, que no incurre en ninguno de los extremos señalados? De alguna manera lo hemos indicado en las páginas anteriores. Se trata del realismo que, a grandes rasgos y por contraste con el relativismo, tiene las siguientes caracterí­sticas:
– Se apoya en la prioridad de la realidad frente al conocimiento la verdad está en las cosas «antes» que en el sujeto que las conoce; admite verdades objetivas y universales.
– Reconoce la fuerza de la verdad para fundamentar la vida humana, generar compromisos y ofrecer metas que permitan al hombre estar en la realidad, de manera profunda y superarse progresivamente.
– Presenta ideales coherentes con el fin último del hombre, que llenan su vida de sentido.
– Sin excluir la actitud critica ante las ideas, la concibe como un cauce positivo para llegar a esa verdad en la que cree, es decir, para construir, no para destruir o destruirse.
– Entiende la relación con los demás como un servicio que comienza por comunicarles la verdad, una verdad que se considera patrimonio de todos precisamente por su universalidad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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