Puede tener interés, por tanto, comprobar el tratamiento que recibe la cultura en el catecismo. En el índice temático, «cultura» remite a un total de 34 lugares, que no siempre coinciden con los mencionados en otras voces como «belleza», «comunicación» o «historia». (No deja de ser una novedad: ninguna de esas cuatro voces figura en el correspondiente índice alfabético de la edición castellana más clásica del Catecismo Romano de San Pío V).
Una antropología optimista
El catecismo toma la cultura contemporánea como un valor dado, como un dato en sí mismo positivo, dentro de la clásica antropología optimista propia del cristianismo, que el Concilio Vaticano II acentuó con nitidez.
Este enfoque afirmativo aparece ya en el prólogo, cuando advierte la necesidad de adaptar su contenido, en cada lugar, a diversas exigencias ineludibles, entre las que incluye las «que dimanan de las diferentes culturas» (n.24). Y se expone con cierto detenimiento al abordar la doctrina sobre la creación, es decir, la respuesta cristiana a la pregunta básica de los hombres de todos los tiempos acerca de su origen y su fin (nn.282 ss.).
Se parte de que las abundantes investigaciones científicas sobre los orígenes del mundo y del hombre «han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir devenir las formas vivientes, la aparición del hombre»; de donde también es motivo de agradecimiento al Creador «la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores» (n.283).
Desde siempre, Ia inquietud de los hombres se debate entre el azar y la necesidad, el destino ciego o la protección amable de los dioses, la abundancia de los bienes y la misteriosa presencia del mal. A esas incertidumbres vitales trataron de dar respuesta los mitos de religiones y culturas antiguas, o los filósofos de todos los tiempos: «estas tentativas dan testimonio de la permanencia y de la universalidad de la cuestión de los orígenes. Esta búsqueda es inherente al hombre» (n.285).
La belleza, camino hacia Dios
El catecismo se detiene en la exposición cristiana de la creación del mundo, explicada también en términos de belleza del universo: «la belleza de la creación refleja la infinita belleza del Creador» (n.341). Con San Agustín expresa y justamente citado: no exagero al pensar que fue el hombre más culto de su tiempo, se afirma que la belleza de la tierra es una de las posibles vías de acceso al conocimiento de Dios (n.32 y 33). Además, en el camino hacia El, el hombre «expresa también la verdad de su relación con Dios Creador mediante la belleza de sus obras artísticas» (n.2501).
Pero no se piense en un «fijismo» cultural de la creación y de la vida del hombre sobre la tierra. El catecismo tiene continuamente presente la diversidad propia de la cultura humana, plenamente compatible con la igualdad radical de las personas, con la unidad de la fe capaz de expresarse «a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones» (n.172), y con la unidad de la Iglesia enriquecida por legítimas tradiciones de tantos lugares (cfr.n.814).
La «iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende» (n.770), como se manifiesta estrictamente en las acciones litúrgicas, que incorporan «a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta unión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales» (n.1097): el pueblo de Dios de la Nueva Alianza trasciende los límites de naciones, culturas, razas y sexos (cfr.n.l267).
Dios ha querido expresamente la variedad, que conduce a la interdependencia de las criaturas (cfr.n.340). Deeste modo, hace a los hombres verdaderamente hermanos, a través de la solidaridad y la caridad (cfr.n.361).
El catecismo subraya los valores positivos de toda construcción cultural, aunque no omite posibles insuficiencias o enfoques erróneos, especialmente cuando afectan a conceptos centrales de la vida cristiana, como la oración (cfr. las objeciones resumidas en n.2727), la libertad (cfr. las amenazas para la libertad del n.1740), o la permisividad de las costumbres (cfr.n.2526).
Inculturación y rupturas
Se comprende bien que la misión de la Iglesia, exigencia de su catolicidad, se engrane en procesos positivos de inculturación, para «encamar el Evangelio en las culturas de los pueblos» (n.854), tal como sucedió desde los comienzos del cristianismo. Pronto, la catolicidad de la Iglesia se manifestó también a través de las diversas tradiciones litúrgicas, que corresponden al genio y a la cultura de los diferentes pueblos, y protegen adecuadamente lo que resulta inmutable por ser de institución divina (cfr.nn.1200 ss.).
De este modo, la diversidad litúrgica será fuente de enriquecimiento, lejos de tensiones, incomprensiones o, incluso, como la historia atestigua tristemente, de cismas. La diversidad se expresará dentro de la fidelidad a la fe común y de la decisiva comunión jerárquica. Porque, en palabras de Juan Pablo 11, citadas literalmente, «la adaptación a las culturas exige una conversión del corazón», pero también «si es preciso, rupturas con hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica» (n.1206).
En síntesis, el culto cristiano se expresa según la cultura de cada pueblo, «sin someterse a ella», y teniendo en cuenta también que, hoy como ayer, «la liturgia misma es generadora y formadora de culturas» (n.1207).
Así lo explica el catecismo a propósito de la belleza del canto o la música (nn.1156 ss.), las imágenes sagradas (nn.476, 1159 ss., 2129 ss., 2506 ss.;los sacramentales (n.1668 ss.;o las palabras, melodías, gestos, imágenes que conforman el lenguaje de la oración (cfr.n.2663). Y alcanza incluso la propia organización eclesiástica en provincias, patriarcados o regiones (cfr.n.887).
Promover la cultura
Además, el catecismo introduce una gran novedad, en consonancia lógica con el Concilio Vaticano 11: la necesidad de actuar cristianamente, de santificar los diversos ámbitos que conforman la cultura de cada época. Esta tarea, como es bien sabido, corresponde a la vocación propia de los laicos, y les lleva a impregnar de sentido cristiano todas las manifestaciones y realizaciones culturales de los hombres (cfr. Lumen gentium, 36, citado en n.909).
Para esto, es preciso favorecer la participación activa en la vida social, e impulsar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa, también en el ámbito de la cultura (cfr.n.1882).
Se trata de elementos esenciales del bienestar social, de exigencias de la dignidad de la persona. Resulta coherente la conclusión: la necesidad de promover la educación, la cultura y la información, como modo específico de contribuir al bien común (cfr.n.1908).
No es ocioso reiterar que forma parte de la justicia promover, difundir, distribuir los bienes de la cultura. El amor a los pobres abarca también la lucha contra «las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa» (n.2444). Pero no es cuestión de caridad o de beneficencia, sino, sobre todo, de esfuerzos personales y colectivos, que corresponden particularmente a los laicos, a través del propio trabajo, que «puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo» (n.2427).
Esta vida y la otra
Los cristianos saben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad, pero «esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia ya la paz. (n.2820).
De nuevo la Iglesia viene a proponer unidad de vida a una humanidad cultural y vitalmente tal vez demasiado fragmentada, que, desde cierta incredulidad general para los dogmas, está llegando en tantos aspectos al colmo de la credulidad, como señalaba recientemente Philippe Sollers.
A comienzos de año, en una entrevista sobre la antigua Yugoslavia, Bernard-Henry Lévy consideraba que un intelectual debe volverse contra sus propias ideas, cuando se convierten en pantallas que le impiden actuar o pensar. Baudelaire reclamaba el derecho a contradecirse. O, más recientemente, Passolini el «deber de abjuración». Son expresiones fuertes que contrastan con la serena actitud intelectual con la que Juan Pablo II ofrece el catecismo «a todo hombre que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cfr.1P3.15) y que quiera conocer lo que cree la Iglesia Católica».